Trova y algo más...

jueves, 31 de diciembre de 2009

El brindis del bohemio... psí...

En torno de una mesa de cantina, una noche de invierno,
regocijadamente departían seis alegres bohemios.

Los ecos de sus risas escapaban y de aquel barrio quieto

iban a interrumpir el imponente y profundo silencio.

El humo de olorosos cigarillos en espirales se elevaba al cielo,

simbolizando al resolverse en nada, la vida de los sueños.

Pero en todos los labios había risas, inspiración en todos los cerebros,

y, repartidas en la mesa, copas pletóricas de ron, whisky o ajenjo.

Era curioso ver aquel conjunto, aquel grupo bohemio,

del que brotaba la palabra chusca, la que vierte veneno,

lo mismo que, melosa y delicada, la música de un verso.

A cada nueva libación, las penas hallábanse más lejos

del grupo, y nueva inspiración llegaba a todos los cerebros,

con el idilio roto que venía en alas del recuerdo.

Olvidaba decir que aquella noche, aquel grupo bohemio

celebraba entre risas, libaciones, chascarrillos y versos,

la agonía de un año que amarguras dejó en todos los pechos,

y la llegada, consecuencia lógica, del “feliz año nuevo” . . .

-

Una voz varonil dijo de pronto: - las doce, compañeros;

digamos el “requiescat” por el año que ha pasado a formar entre los muertos.

¡Brindemos por el año que comienza! porque nos traiga ensueños;

porque no sea su equipaje un cúmulo de amargos desconsuelos . . .

-

- Brindo, dijo otra voz, por la esperanza que la vida nos lanza,

de vencer los rigores del destino, por la esperanza,

nuestra dulce amiga, que las penas mitiga

y convierte en vergel nuestro camino.

Brindo porque ya hubiere a mi existencia puesto fin con violencia

esgrimiendo en mi frente mi venganza;

si en mi cielo de tul limpio y divino no alumbrara mi sino

una pálida estrella: Mi esperanza.

-

¡Bravo!, dijeron todos, inspirado esta noche has estado

y hablaste bueno, breve y substancioso.

El turno es de Raúl; alce su copa y brinde por . . . Europa,

ya que su extranjerismo es delicioso . ...

Bebo y brindo, clamó el interpelado; brindo por mi pasado,

que fue de luz, de amor y de alegría,

y en el que hubo mujeres seductoras y frentes soñadoras

que se juntaron con la frente mía. . .

-

Brindo por el ayer que en la amargura que hoy cubre de negrura

mi corazón, esparce sus consuelos

trayendo hasta mi mente las dulzuras de goces, de ternuras,

de dichas, de deliquios, de desvelos.

-

-Yo brindo, dijo Juan, porque en mi mente brote un torrente

de inspiración divina y seductora,

porque vibre en las cuerdas de mi lira el verso que suspira,

que sonríe, que canta y que enamora.

Brindo porque mis versos cual saetas lleguen hasta las grietas

formadas de metal y de granito,

del corazón de la mujer ingrata que a desdenes me mata . . .

¡pero que tiene un cuerpo muy bonito!

Porque a su corazón llegue mi canto, porque enjuguen mi llanto

sus manos que me causan embelesos;

porque con creces mi pasión me pague.

.. ¡vamos!, porque me embriague

con el divino néctar de sus besos.

-

Siguió la tempestad de frases vanas, de aquellas tan humanas

que hallan en todas partes acomodo,

y en cada frase de entusiasmo ardiente, hubo ovación creciente,

y libaciones, y reir, y todo.

Se brindó por la patria, por las flores, por los castos amores

que hacen un valladar de una ventana,

y por esas pasiones voluptuosas que el fango del placer llena de rosas

y hacen de la mujer la cortesana.

-

Sólo faltaba un brindis, el de Arturo, el del bohemio puro,

de noble corazón y gran cabeza;

aquel que sin ambages declaraba que sólo ambicionaba

robarle inspiración a la tristeza.

Por todos lados estrechado, alzó la copa frente a la alegre tropa

desbordante de risa y de contento

los inundó en la luz de una mirada, sacudió su melena alborotada

y dijo así, con inspirado acento:

-Brindo por la mujer, mas no por esa

en la que halláis consuelo en la tristeza,

rescoldo del placer ¡desventurados!;

no por esa que os brinda sus hechizos cuando besáis sus rizos

artificiosamente perfumados.

Yo no brindo por ella, compañeros, siento por esta vez no complaceros.

Brindo por la mujer, pero por una,

por la que me brindó sus embelesos y me envolvió en sus besos;

por la mujer que me arrulló en la cuna.

Por la mujer que me enseñó de niño lo que vale el cariño

exquisito, profundo y verdadero;

por la mujer que me arrulló en sus brazos y que me dió en pedazos

uno por uno, el corazón entero.

¡Por mi madre!.. bohemios, por la anciana que piensa en el mañana

como en algo muy dulce y muy deseado,

porque sueña tal vez que mi destino me señala el camino

por el que volveré pronto a su lado.

Por la anciana adorada y bendecida, por la que con su sangre me dio vida,

y ternura y cariño;

por la que fue la luz del alma mía; y lloró de alegría

sintiendo mi cabeza en su corpiño.

Por esa brindo yo, dejad que llore, que en lágrimas desflore

esta pena letal que me asesina;

dejad que brinde por mi madre ausente, por la que llora y siente

que mi ausencia es un fuego que calcina.

Por la anciana infeliz que sufre y llora y que del cielo implora

que vuelva yo muy pronto a estar con ella;

por mi madre bohemios, que es dulzura vertida en mi amargura

y en esta noche de mi vida, estrella...

El bohemio calló; ningún acento profanó el sentimiento

nacido del dolor y la ternura,

y pareció que sobre aquel ambiente flotaba inmensamente

un poema de amor y de amargura.

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Bueno, tampoco es para tanto: hoy es el último día del año y no hay que ponerse melodramático. Hay que brindar, sí, y que la vida fluya con la esencia que nosotros mismos le pongamos en cucharadas pequeñas, como dice Sabines quehay que beberse la luna.
Así que felicidades a todos... y déjenme decirles que yo brindo por mi vesícula, biliar, que sabrá dios dónde fue a parar, pues hace más de diez años que me la extirparon para que se me quitara lo agrio y péptico... pero ni así... en fin: esa es otra historia...
(Ah: por cierto, el de la foto no soy yo, es mi clon...)
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jueves, 24 de diciembre de 2009

Recuerdos de Navidad...

Recuerdo que cuando yo era niño, allá en Navojoa, el 24 de diciembre mi mamá se la llevaba todo el santo día metida en la cocina mientras mi papá salía yo pienso que a ponerse de acuerdo con Santo Clos en alguna cantina de alrededor, por eso creo que yo crecí con la convicción de que Santa era un gordo borrachón y cigarriento, porque mi papá regresaba ya entrada la tarde en calidad de Homero Simpson: Bien jala'o y apestando a cigarro. Claro que esto es sólo un decir...
El caso es que durante todo el 24, de la cocina de la casa salía un olor a tamales o pierna de puerco o pozole o pavo o lo que fuera que cocinara aquella santa mujer, siempre mezclado con esas hierbas maravillosas que sólo las mamás saben cómo se llaman, una pizca de felicidad y cucharadas enormes de ternura que a la hora de la cena —casi todos callados y con la mirada de asombro ante tanta magia dispuesta a alimentarnos el cuerpo y el alma, en medio de las campanadas del templo y de los ruiditos de colores que salían de todas partes como si el mundo se estuviera incendiando de cariño— brotaban como abrazos y besos que siempre alcanzaban para todos y que cuando pequeños nos arropaban cálidamente, pero que con el paso del tiempo no pudieron retenernos en esa cocina, en esa mesa, en esa casa donde siempre estuvo y ha estado aquella ahora viejita y aquel hombre callado y taciturno, al menos en el recuerdo imborrable que a muchos se nos ha quedado grabado como marca de un hierro tatuado en el ventrículo izquierdo de nuestro colesteroso corazón.
Para nosotros, mis hermanos y yo, el 24 de diciembre era un día que no debería existir en el calendario, no tenía razón de ser, nomás la noche, porque ...esta noche es Noche Buena y mañana Navidad, según dice la tonadilla, pero de haber hecho realidad nuestros deseos nos hubiéramos perdido la esencia del día: Los recuerdos de las mamás en la cocina y la ausencia de los papás donde quiera que se metieran para negociar con Santa, siempre en abonos chiquititos, lo que nosotros, revoloteando como cuervos metidos en camisas de franela, esperábamos que nos amaneciera, ya bajo la almohada, ya bajo la cama, ya bajo el árbol.
No recuerdo cuál fue mi primer regalo navideño, pero me acuerdo bien clarito que el año en que ya no me regalaron juguetes sentí un como quejido adentro de mí porque en vez de carritos y pistolas de vaqueros me amaneció un cinto y ropa… ¡ropa!; a mí, que andaba siempre descalzo, en pantalones cortos y remendados, camiseta suelta y la greña más suelta que Gloria Trevi —porque han de saber ustedes que en aquellos años de la infancia yo tuve cabello… y mucho… no por nada mis tíos Chemo y el canijo del Raúl, alias El Camisetas, me decían Mico o Simio… y ya cuando andaban bien inspirados por el alcohol y las botanas me decían Micosimio, en una redundancia propia de los sonorenses francotes y echados pa’lante oriundos de Santa Rosalía de Ures—. Eni, wey.
Ya se sabe que la Navidad no son los regalos, pero qué gacho se siente cuando a uno dejan de darle juguetes y se los cambian por implementos de cocina, por mandiles — mi caso particular, ciertamente—, por rasuradoras, lociones, corbatas, botellas, chamarras, yates, aviones, países y/o continentes, que son bienvenidos, claro, pero eso hace que el niño que uno lleva por dentro se quede sentado en un rincón de la nostalgia, mirando cómo nuestros menores hijos (como les dicen los abogados a esos pequeños monstruos que se nos parecen, y así nos dan la primera satisfacción, dice Serrat para eliminar sospechas del barrio y sus alrededores) abren desesperadamente los paquetes —como alguna vez, hace cuarenta años y más, lo hicimos nosotros con la luz de la estrella de Belem brotando de nuestros ojos ansiosos para descubrir aquello que más temprano que tarde terminaba rodando en el patio, con la pintura descascarada y las ruedas incompletas—, sacan los regalos de su caja como supongo que hace el médico que atiende a la parturienta a la hora precisa, que tiene más de humana que de divina, en que un nuevo ser sale al mundo bañado en esos ectoplasmas asquerositos y amnióticos que fueron el algodón de la habitación perfecta en la que flotamos durante nueve meses sin querer salir al mundo a ser parte de las estadísticas siempre odiosas de los organismos que rigen la economía mundial: Uno más… y otro… y otro…
Con los años, las hormonas navideñas nos hicieron ampliar el territorio de caza corazonezca, y así, juntos y revueltos, como debe ser en toda tribu silvestre que se precie de serlo, la Noche Buena fue la fecha propicia para calentarnos el alma en desamparo al abrazo de la chica o el chico (dependiendo de la lucha de género) en la casa de la Lorena Sánchez, o con la familia Bacaricia o en los platos del menudo michoacano del clan del Roberto Ramos, o dando serenata a la luna como sapos cancioneros, abrazados con ese cariño festivo de la adolescencia, el Güero Araiza, el Rolando Martínez, el Beto Brochas y muchos otros, además de este lento animal que soy, que siempre he sido (para parodiar como se debe a Jaime Sabines), pensando en la Charito Díaz, soñando con la Imelda Rojo, enamorados una y otra vez de las hermanas de la Buena... mientras íbamos dejando un terregal de risas por toda la calle Obregón rumbo a la Plaza 5 de Mayo en las primeras luces del alba, rodeados de los ladridos de los perros del amanecer y de bajo la mirada ladeada y socarrona de aquellos otros cánidos que nos evocaban la figura piramidal de esa leyenda llamada Gordo Zavala...
Y todos guardamos historias parecidas de la Noche Buena, acaso enamorados o enamoradas de otros nombres y otros rostros, quizá, pero con la misma esencia, bajo la misma luna, en medio de los mismos ladridos que nos alegraban el alma en un caldo de cultivo llamado vida misma: encuentros y desencuentros de seres que se buscan, que se dejan señales que el otro no quiere o no puede interpretar y que al final no siempre tuvieron ese final feliz de telenovela, ése que todos quisiéramos vivir un día para no quedar en deuda con el corazón.
“El tiempo da vueltas en redondo”, dijo García Márquez en boca de unos de los personajes de Cien años de Soledad. “La vida es cíclica —digo yo—, y todo se repite quiera uno o no quiera, incluso aquellas intrascendencias que hacen las grandes diferencias o esas que no nos dejan destacar”. Y como todo se repite, nosotros también repetimos con nuestros hijos lo que nuestros padres repitieron a su vez con nosotros: Dejamos de regalarles juguetes a cierta edad —“Porque ya son grandes… o para que maduren”, piensa uno equivocadamente—, como si los años tuvieran necesariamente que esconder o matar al niño que fuimos y que seguimos siendo toda la vida.
Y es que de otra manera no se podría explicar ese temblor que uno siente cuando escucha las canciones navideñas, cuando se esmera en colocar el árbol, llenarlo de adornos y luces, poner tarjetas entre las hojas y dejar los regalos a su sombra luminosa.
No se podrían explicar esas ganas calladas de recibir a todos los amigos en la sala, junto al árbol y la musiquita navideña, a beberse un chocolate o algún brebaje de mayor octanaje, charlar sobre la noche del 24, los regalos del 25, las esperanzas de un nuevo año que se abre cada enero como se abre el cofre de la espera y seguir acariciando los mejores deseos para quienes nos rodean cerca o lejos y que nos desgaja el alma su solo recuerdo en esa distancia incomprensible, odiosa y amarga, que nos hace suspirar a solas y llorar en silencio porque es tan difícil tener el corazón partí'o de a de veras —y no sólo como letra de una canción— y tratar de demostrar esa fortaleza que se derrumba como castillo de naipes ante una silla vacía y un plato sin tocar en la cena navideña y el ponche que se enfría sin ser saboreado por quien tal vez a la misma hora nos extraña igual que nosotros: Sin poder estirar los brazos y abarcarlo desde siempre y apretarlo con todas las fuerzas de la ternura, junto a todos los demás...
No se explicaría esa nostalgia por todos los seres queridos que se han quedado solos bajo una lápida, en un cementerio acaso lejano, pero siempre presentes en la casa del corazón con sus risas, sus gritos, sus abrazos, sus besos, sus palabras de consuelo, su café oloroso, su cigarrillo humeante, su aroma a lavanda y a Old Spice, su mirada serena o su ceño fruncido, su pasión por las cosas simples de la vida, su cariño por la lluvia, sus ganas de heredarlo todo, hasta la Cheyenne, apá... y luego el corazón, ¡chingado!, justo cuando debe demostrar su señorío, se desborda por los ojos como para humedecer y desempolvar un camino que ya no volveremos a desandar juntos en esta vida que se va desmoronando poco a poco en la nostalgia...
No, nunca dejamos de ser los niños que fuimos, los que esperan para Navidad un modelo armable, tal vez un carrito de latón, una Barbie (y nada qué ver con el narcotráfico, que conste, señor secretario), un juego de mesa, una casita de muñecas, un trompo de madera, un juego de te, el tren eléctrico que se extravió en los laberintos del tiempo, un avioncito de plástico para volarlo con la chiquillada del barrio, un paquete de piezas lego para construir la casa de nuestros sueños, mientras en la cocina las mamás sazonan el recuerdo de aquellos tiempos en que andábamos como conejos inquietos, destapando ollas y olfateando las maravillas que durante la Noche Buena preparaban el ambiente para que nos amaneciera más temprano y empezar a construir nuevos conceptos de felicidad transitoria que duraba lo que duraba el juguete…
Con todo, a aquellos que amo desaforadamente, y a quienes estimo desde pequeño, y a quienes aprendí a querer en el largo camino de la vida, y también a los muertos de mi silviesca felicidad, desde aquí les envío un abrazo y les deseo una armoniosa Navidad y un año nuevo lleno de buenaventura, salud y trabajo, que lo demás llega en consecuencia.
Cuídense. Cuídense siempre, aunque ese siempre sea más corto cada vez...
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