Trova y algo más...

domingo, 31 de octubre de 2010

Confundir lo grandioso con lo grandote...

El cementerio de Forest Lawn Memorial Park, situado en Hollywood, en Los Ángeles, es un sitio lleno de zonas verdes, pastos recortados, limpieza absoluta y una multitud infinita de piezas de mármol, incluso reproducciones gigantescas de obras del escultor renacentista Miguel Ángel.

Hace unas tres décadas, el pintor Alberto Gironella supo de la existencia de semejante lugar, vio fotografías y sólo comentó: “Estos gringos confunden lo grandioso con lo grandote”.

Esto podría aplicarse al célebre “Coloso del Bicentenario”, un monote de poliuretano y acero de veinte metros de alto, con un personaje que es la mismísima imagen de Josef Stalin. El otrora líder soviético se hubiera conmovido con semejante adefesio producto de la falta de imaginación de Juan Carlos Canfield y de su coautor Jorge Vargas.

¿Qué sentido podría tener esa pieza exenta de arte y repleta de estulticia?

Según se dice, el personaje bigotudo es algo así como “la mexicanidad”, un habitante del pueblo. Canfield añade: “Son todos nuestros antepasados”.

Más bien es uno de esos delirios que tienen que ver con el despilfarro de recursos para una celebración sórdida.

¿Por qué no hacer dos figuras, una mujer y un hombre, de diez metros cada uno?

Mejor todavía, una familia de ocho metros cada padre y dos niños de dos metros cada uno.

Ya en eso de las cuentas se pudieron hacer más figuras, cientos, miles que representaran todo ese conjunto de singularidades que ha tenido el país a lo largo del tiempo.

Ese bigotudo ganaría muchísimo en su versión unicelular.

Los encargados del monote lo hicieron a imagen y semejanza de sus propias limitaciones conceptuales y estéticas.

Además, insisto, es igualito a Stalin.

Algunos recordarán cuando David Alfaro Siqueiros fue severamente cuestionado por enviar al Museo del Vaticano un cuadro de Cristo que tenía el rostro de Fidel Castro, en eso había una provocación política; en el caso del Coloso, desde la idea misma revela sus limitaciones, su falta de visión.

Fue, para acabar pronto, una manera de darle salida a recursos redestinados a las celebraciones del Bicentenario.

Por cierto que todos esos “proyectos magnos” se derrumban ante la insolencia y el caos de quienes son cómplices de semejantes aberraciones.

El secretario de Educación, Alonso Lujambio, se convirtió en vocero de la ineptitud: él tenía que justificar los retrasos en las obras del Bicentenario, como el ridículo arco que se convirtió en torre inacabada, y que quedará listo para los festejos del 201 o 202 años de la conmemoración del inicio de la gesta independentista.

El Coloso, nombre extremo para ese monote espantoso, es un simple capricho de una derecha semianalfabeta. Buscar una síntesis de nacionalidad en ese personaje era una tontería supina.

A los conservadores les gusta la figuración, lo que está dado a golpe de vista.

Véanse los ángeles con espadotas y la crucesota del Valle de los Caídos, obra magna del franquismo que gustaba de la ostentación de lo grandote.

Esto sin olvidar las figuras de los atletas que mandó realizar Mussolini para el Estadio Olímpico de Roma, o la cúpula hitleriana que pensaba realizar Speer en Berlín, que sería diecisiete veces más grande que la de San Pedro, en el Vaticano.

La desmesura es uno de los signos de un poder carente de centro, que gusta del exceso para ensalzar su presencia siniestra.

Los ricos, al estilo de Michael Jackson, se construirán su mausoleo en Forest Lawn, o exacerbarán sus ánimos con monumentos en forma de pasteles de quinceañera, como el Monumento del Pueblo, en pleno corazón de Roma, que suscitara la reflexión irónica del cineasta Peter Greenaway en La panza del arquitecto (1987).

Ya en la UNAM, la estatua monumental de Miguel Alemán había volado en múltiples fragmentos al dinamitarla un grupo rebelde. La pieza era horrenda y sin valor artístico, uno de esos monigotes conmemorativos de los que tanto se burlaba la fallecida Helen Escobedo.

Por otro lado, es seguro que El Coloso descanse en paz una vez cumplida su infausta misión.

¿Quién podría hacerle el juego a los “escultores”, quienes proponen fundirla en bronce y ponerla en un espacio público?

Eso sería lamentable, tanto como disecar un acto criminal.

Lo menos que puede hacerse ahora es esconder ese espantajo estalinista y dejar que el olvido sea la mejor cura contra esa vacilada monumental.

Lo único que de seguro sobrevivirá es la indignación ante esas colosales tomaduras de pelo.

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Andrés de Luna/El Ángel Exterminador • Milenio

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sábado, 30 de octubre de 2010

Desmadre de muchos, consuelo de pendejos…

Decir que todo es culpa de Felipe Calderón es como darle mucho mérito a alguien que ni siquiera para eso tiene el suficiente reconocimiento en el país…

Y decir que él no tiene la culpa, sería como dejarlo que se lave las manos para que diga, como lo anunció hace casi cinco años: “Tengo las manos limpias”, y eso no es verdad.

Entonces qué hacemos, ¿nos conformamos y nos callamos, dejamos que la vida pase hasta que venga la muerte convertida en sicario y que nos coloque en fila contra el paredón para que nos acribille impunemente, dejamos que el tiempo se vaya hasta que se acabe un sexenio que no tuvo ni pies ni cabeza, que literalmente no tuvo cabeza?

No, yo no quiero que Calderón me defienda, quiero que defienda las atribuciones de un puesto que ocupa, uno para el que fue elegido haiga sido como haiga sido, según sus propias palabras; que le dé honorabilidad al cargo y que ofrezca seguridad palpable a la nación, que no se esconde detrás de un montón de soldados y, como chamaquito fanfarrón, le tire piedras a los carteles de la droga y demás grupos delictivos (que en México hay a montones), mientras azuza a una ciudadanía indefensa a enfrentar colateralmente a los asesinos, lo que significa una muerte segura.

En este desmadre, en este cuadro de violencia y muerte, hay más de un culpable, y no todos somos culpables, como podrían señalar los clérigos. No: aquí hay dos grupos que deberían enfrentarse en un terreno neutral y hacerse pedazos, dejando de lado a la ciudadanía que todos los días debe levantarse temprano para ir a trabajar, para tratar de mantener en pie a un país que otros (el narco, claro, y las autoridades por su incapacidad, desde luego) no quieren verlo caminar.

No se trata de dejarles el país a dos toros que se tiran cornadas sin herirse, mientras en medio hay una sociedad que busca seguridad, tranquilidad y paz, que no es lo mismo…

No hay día que no amanezca sin la noticia de un secuestro, de una matanza, de la aprehensión y posterior fuga de funcionarios corruptos.

La muerte es la moneda de cambio de todos los días, ni más ni menos.

Es que como dice Carlos Puig: La velocidad de las balas nos rebasa. La brutalidad de los violentos nos enmudece. Estamos en medio de una matazón que por acumulación parece sin sentido. La única sensación que perdura es la del miedo.

“No debemos perder la capacidad de indignación ante este tipo de acontecimientos”, me dice una mañana Alejandro Poiré, el vocero del gobierno para asuntos de Seguridad.

Pero la indignación debe tener objetivos, sujetos de carne y hueso. No estamos frente a desastres naturales ni actos divinos.

“Esto ya no es una guerra, es un desmadre”, dice Sabino Bastidas citando a Pérez Reverte.

Pareciera que estamos en medio de una matazón sin narrativa, sin historia, sin explicaciones, sin contexto.

Y los tiene. Como la tuvieron las espirales de violencia en la Italia de los noventa y Colombia de las últimas décadas. No se mata gratis, ni gratuitamente.

“El desmadre” provoca fenómenos absurdos de opinión pública a los que se unen, felices, algunos políticos caradura: un grupo de asesinos con armas largas en Nayarit, o en Tijuana, o en Ciudad Juárez, deciden una noche cualquiera, seguramente por razones estratégicas para su empresa criminal, asesinar a un grupo de jóvenes lavacoches, o adictos en recuperación.

Después, para ser políticamente correcto, Puig señala:

No es nada complicado obtener a las pocas horas una declaración de algún familiar, de algún activista de los derechos humanos que culpa de esos asesinatos al presidente Felipe Calderón. ¿En serio?

Escuché y leí varias entrevistas con familiares de las víctimas o políticos con relación a las matanzas de la semana. Me fue muy complicado encontrar una condena clara, contundente de los que jalaron el gatillo o pagaron a los sicarios, abundaron las críticas a una política pública, no a los asesinos.

La más persistente narrativa de esta guerra es simplista y no explica nada: ésta es la guerra de Calderón. Como si en enero de 2013 ya no fuera a haber muertos.

¿En serio todas las muertes son culpa del gobierno y su guerra?

La generalización absuelve. Como entonces distinguimos unas de otras. ¿Son lo mismo el asesinato de un grupo de mujeres trabajadoras de las maquiladoras en su camino a casa, que el asesinato a manos de soldados de un padre y un hijo que no tenían nada que ver con la delincuencia organizada?

En la confusión sólo queda el miedo.

Pero a veces ser políticamente correcto no es lo que se requiere, se requiere formar parte de la indignación y el coraje para saber de qué nos está privando el país.

Estamos (y estoy) seguros de que el día que Puig sufra en carne propia algún delito no perseguido por las altas esferas de la autoridad, se cambiará al bando de los políticamente no correctos.

Porque al final de cuentas, no hay porqué ser políticamente correcto cuando los personajes que debería uno de defender (o al menos de no ofender) hacen todo lo que está a su alcance para demostrar su torpeza, y encima lo celebran con discursos triunfalistas.

Lo siento: el plumaje de Felipe Calderón es de esos.

Y la mayoría de los medios celebran los discursos de Calderón mientras tratan inútilmente de ocultar bajo la alfombra de los discursos la basura que él mismo y la delincuencia organizada deja todos los días en las calles de México.

Bien se dice que Héctor Aguilar Camín (¡es para sorprenderse!) ha hecho la crítica de los medios y sus periodistas, incapaces de poner en contexto, de explicar lo que sucede en las zonas violentas del país. De explicar quiénes y porqué asesinan. En la falta de énfasis y condena en quiénes son, en verdad, los violentos. Obsesionados con el inventario de los muertos. Con el señalamiento facilón, aunque mentiroso, colaboramos a la confusión. Somos parte del desmadre.

Y en esta semana horrorosa algunos se empeñaron en darle la razón a Héctor cuando difundieron sin pudor el video en el que un hombre secuestrado y amenazado por un grupo de hombres encapuchados y armados, para inmediatamente hacer ciertas sus “confesiones”.

El seguimiento de la noticia consistió en preguntar a las autoridades si iban a investigar a los “denunciados” por la víctima. La hermana del secuestrado tuvo que salir a defenderse.

Podrá haber muchas razones sociológicas para explicar que esa fuera la reacción ciudadana ante lo visto en el video. O políticas para que la oposición dijera lo mismo. No hay una sola razón periodística.

El gobierno federal carga buena culpa en la construcción de esa narrativa.

Han sido tres años de explicaciones cortas, parciales. De declaraciones sin explicación. De inventarios de buenas intenciones o amargas advertencias: “Esto se va a poner peor antes de ponerse mejor”.

Como si la ciudadanía fuera menor de edad, han sustituido información sobre diagnósticos, tácticas y estrategias por arengas. Nos han colmado de apodos y fotografías de hombres esposados en lugar de radiografías precisas de cómo operan quienes nos violentan.

Le encanta al gobierno la propaganda y no la información.

Los anuncios en lugar de los documentos.

El 3 de agosto de 2010, durante los diálogos por la seguridad realizados en el Campo Marte, Guillermo Valdés, el director del Cisen, hizo la más completa, realista y documentada narrativa de las razones, acciones y consecuencias de la lucha contra el narcotráfico y el crimen organizado que se ha escuchado en el sexenio.

Nota de un día, se perdió entre los discursos. Se prometió continuidad. Y nada.

Que no se quejen, pues, si cada muerte se la achacan al gobierno.

Que no se queje Calderón ni los medios que lo cobijan.

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viernes, 29 de octubre de 2010

Algo muy grave va a suceder...

Primero que todo, perdónenme que hable sentado, pero la verdad es que si me levanto corro el riesgo de caerme de miedo. De veras. Yo siempre creí que los cinco minutos más terribles de mi vida me tocaría pasarlos en un avión y delante de veinte a treinta personas, no delante de doscientos amigos como ahora. Afortunadamente, lo que me sucede en este momento me permite empezar a hablar de mi literatura, ya que estaba pensando que yo comencé a ser escritor en la misma forma que me subí a este estrado: a la fuerza. Confieso que hice todo lo posible por no asistir a esta asamblea: traté de enfermarme, busqué que me diera una pulmonía, fui a donde el peluquero con la esperanza de que me degollara y, por último, se me ocurrió la idea de venir sin saco y sin corbata para que no me permitieran entrar en una reunión tan formal como ésta, pero olvidaba que estaba en Venezuela, en donde a todas partes se puede ir en camisa. Resultado: que aquí estoy y no sé por dónde empezar. Pero les puedo contar, por ejemplo, cómo comencé a escribir.

A mí nunca se me había ocurrido que pudiera ser escritor pero, en mis tiempos de estudiante, Eduardo Zalamea Borda, director del suplemento literario de El Espectador de Bogotá, publicó una nota donde decía que las nuevas generaciones de escritores no ofrecían nada, que no se veía por ninguna parte un nuevo cuentista ni un nuevo novelista. Y concluía afirmando que a él se le reprochaba porque en su periódico no publicaba sino firmas muy conocidas de escritores viejos, y nada de jóvenes en cambio, cuando la verdad -dijo- es que no hay jóvenes que escriban.

A mí me salió entonces un sentimiento de solidaridad para con mis compañeros de generación y resolví escribir un cuento, nomás por taparle la boca a Eduardo Zalamea Borda, que era mi gran amigo, o al menos que después llegó a ser mi gran amigo. Me senté y escribí el cuento, lo mandé a El Espectador. El segundo susto lo obtuve el domingo siguiente cuando abrí el periódico y a toda página estaba mi cuento con una nota donde Eduardo Zalamea Borda reconocía que se había equivocado, porque evidentemente con «ese cuento surgía el genio de la literatura colombiana» o algo parecido.

Esta vez sí que me enfermé y me dije: «¡En qué lío me he metido! ¿Y ahora qué hago para no hacer quedar mal a Eduardo Zalamea Borda?». Seguir escribiendo, era la respuesta. Siempre tenía frente a mí el problema de los temas: estaba obligado a buscarme el cuento para poderlo escribir.

Y esto me permite decirles una cosa que compruebo ahora, después de haber publicado cinco libros: el oficio de escritor es tal vez el único que se hace más difícil a medida que más se practica. La facilidad con que yo me senté a escribir aquel cuento una tarde no puede compararse con el trabajo que me cuesta ahora escribir una página. En cuanto a mi método de trabajo, es bastante coherente con esto que les estoy diciendo. Nunca sé cuánto voy a poder escribir ni qué voy a escribir. Espero que se me ocurra algo y, cuando se me ocurre una idea que juzgo buena para escribirla, me pongo a darle vueltas en la cabeza y dejo que se vaya madurando. Cuando la tengo terminada (y a veces pasan muchos años, como en el caso de Cien años de soledad, que pasé diecinueve años pensándola), cuando la tengo terminada, repito, entonces me siento a escribirla y ahí empieza la parte más difícil y la que más me aburre. Porque lo más delicioso de la historia es concebirla, irla redondeando, dándole vueltas y revueltas, de manera que a la hora de sentarse a escribirla ya no le interesa a uno mucho, o al menos a mí no me interesa mucho; la idea que le da vueltas.

Les voy a contar, por ejemplo, la idea que me está dando vueltas en la cabeza hace ya varios años y sospecho que la tengo ya bastante redonda. Se las cuento ahora, porque seguramente cuando la escriba, no sé cuándo, ustedes la van a encontrar completamente distinta y podrán observar en qué forma evolucionó. Imagínense un pueblo muy pequeño donde hay una señora vieja que tiene dos hijos, uno de diecisiete y una hija menor de catorce. Está sirviéndoles el desayuno a sus hijos y se le advierte una expresión muy preocupada. Los hijos le preguntan qué le pasa y ella responde: «No sé, pero he amanecido con el pensamiento de que algo muy grave va a suceder en este pueblo».

Ellos se ríen de ella, dicen que ésos son presentimientos de vieja, cosas que pasan. El hijo se va a jugar billar, y en el momento en que va a tirar una carambola sencillísima, el adversario le dice: «Te apuesto un peso a que no la haces». Todos se ríen, él se ríe, tira la carambola y no la hace. Paga un peso y le pregunta: «¿Pero qué pasó, si era una carambola tan sencilla?». Dice: «Es cierto, pero me ha quedado la preocupación de una cosa que me dijo mi mamá esta mañana sobre algo grave que va a suceder en este pueblo». Todos se ríen de él y el que se ha ganado el peso regresa a su casa, donde está su mamá y una prima o una nieta o en fin, cualquier parienta. Feliz con su peso dice: «Le gané este peso a Dámaso en la forma más sencilla, porque es un tonto». «¿Y por qué es un tonto?». Dice: «Hombre, porque no pudo hacer una carambola sencillísima estorbado por la preocupación de que su mamá amaneció hoy con la idea de que algo muy grave va a suceder en este pueblo».

Entonces le dice la mamá: «No te burles de los presentimientos de los viejos, porque a veces salen». La parienta lo oye y va a comprar carne. Ella dice al carnicero: «Véndame una libra de carne» y, en el momento en que está cortando, agrega: «Mejor véndame dos porque andan diciendo que algo grave va a pasar y lo mejor es estar preparado». El carnicero despacha su carne y cuando llega otra señora a comprar una libra de carne, le dice: «Lleve dos porque hasta aquí llega la gente diciendo que algo muy grave va a pasar, y se está preparando, y andan comprando cosas».

Entonces la vieja responde: «Tengo varios hijos; mire, mejor déme cuatro libras». Se lleva cuatro libras y para no hacer largo el cuento, diré que el carnicero en media hora agota la carne, mata otra vaca, se vende toda y se va esparciendo el rumor. Llega el momento en que todo el mundo en el pueblo está esperando que pase algo. Se paralizan las actividades y de pronto, a las dos de la tarde, hace calor como siempre. Alguien dice: «Se han dado cuenta del calor que está haciendo?». «Pero si en este pueblo siempre ha hecho calor.» Tanto calor que es un pueblo donde todos los músicos tenían instrumentos remendados con brea y tocaban siempre a la sombra porque si tocaban al sol se les caían a pedazos. «Sin embargo -dice uno-, nunca a esta hora ha hecho tanto calor.» «Sí, pero no tanto calor como ahora.» Al pueblo desierto, a la plaza desierta, baja de pronto un pajarito y se corre la voz: «Hay un pajarito en la plaza». Y viene todo el mundo espantado a ver el pajarito.

«Pero, señores, siempre ha habido pajaritos que bajan.» «Sí, pero nunca a esta hora.» Llega un momento de tal tensión para los habitantes del pueblo que todos están desesperados por irse y no tienen el valor de hacerlo. «Yo sí soy muy macho -grita uno-, yo me voy.» Agarra sus muebles, sus hijos, sus animales, los mete en una carreta y atraviesa la calle central donde está el pobre pueblo viéndolo. Hasta el momento en que dicen: «Si éste se atreve a irse, pues nosotros también nos vamos», y empiezan a desmantelar literalmente al pueblo. Se llevan las cosas, los animales, todo. Y uno de los últimos que abandona el pueblo dice: «Que no venga la desgracia a caer sobre todo lo que queda de nuestra casa» y entonces incendia la casa y otros incendian otras casas. Huyen en un tremendo y verdadero pánico, como en éxodo de guerra, y en medio de ellos va la señora que tuvo el presagio clamando: «Yo lo dije, que algo muy grave iba a pasar y me dijeron que estaba loca».

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Gabriel García Márquez, del libro Yo no vengo a decir un discurso, que reúne 22 de las alocuciones que ha pronunciado a lo largo de su vida.

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Los jóvenes no son el problema...

El rector de la UNAM, José Narro Robles, advirtió que el país no puede criminalizar ni derrotar a sus jóvenes, en referencia a las ejecuciones registradas en Tijuana, Ciudad Juárez, Nayarit y el Distrito Federal.

“Los jóvenes no son el problema, el problema es que a los jóvenes no les estamos dando opciones, ese es el problema, esa es la pura realidad y todos nosotros tenemos a algún familiar, amigo que es un joven y los jóvenes merecen lo mejor de la sociedad para que se desarrollen”, señaló el rector.

Después de que autoridades del gobierno capitalino señalaron que los seis jóvenes ejecutados en la colonia Morelos, tenían antecedentes penales, Narro Robles aseguró que el problema no son los jóvenes sino que la sociedad no le cumple a la juventud mexicana.

Minutos antes de iniciar su recorrido por las ofrendas colocadas en la explanada de Ciudad Universitaria, Narro Robles aseguró que los jóvenes no pueden seguir esperando la implementación de políticas que mejoren las condiciones de ese sector.

“Los jóvenes merecen que en la sociedad les aseguremos que tienen las condiciones para aprender, para formarse, para transformarse en ciudadanos”, dijo.

Frente a jóvenes que esperaron su turno para estrechar la mano del rector o tomarse la foto, Narro pidió reflexionar sobre el papel que está desempeñando la sociedad para mejorar las condiciones de los jóvenes del país y analizar la estrategia desarrollada contra el crimen organizado.

“Algo estamos haciendo muy mal colectivamente en la sociedad y algo tenemos que hacer entre todos para que esto se revierta, lo he dicho y lo reitero la estrategia de sólo el uso de la fuerza no conduce a nada positivo”, aseguró.

Dijo que la sociedad debe “hacer una expresión de ya basta, porque no es posible que jóvenes maten a otros jóvenes, ni unos ni otros merecerían ser asesinados, pero tampoco unos jóvenes cometiendo un delito de esa naturaleza”.

Narro Robles expresó que una sociedad que derrota a sus jóvenes, es una sociedad que se derrota a sí misma y señaló que: “lamento decirlo pero eso es lo que nos está pasando”.

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Fuegos artificiales...

Ya mero llegamos al Centenario de la Revolución, y todavía no sabemos cómo se va a celebrar.

Dicen los que saben, que las autoridades federales (que son los efectos) no desean celebrarlo porque no quieren revivir las causas: inconformidad social, injusticia, desigualdad, violencia...

Creo que tampoco habrá fuegos artificiales porque de todas maneras no se notarían ante la granizada de fuego real, que se lleva a culpables e inocentes por igual.

Al fin, como en el fallido Bicentenario, de seguro que habrá juegos artificiales, y esos sí, ni modo que los nieguen: son los juegos del poder...

Feliz viernes donde quiera que estén, amigos...

Basta de violencia...

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jueves, 28 de octubre de 2010

Ya se sabe qué mató al pulpo Paul...

Según la comisión encargada por la Presidencia, vía PGR, se supo extraoficialmente que la muerte del pulpo Paul fue la que se dice en la gráfica...

Cosas de las cuestiones, dicen que dijo Monsiváis revolviéndose en su tumba...

Si, pues: y hoy tocaba, tzinga'o... Felipe sufre..., le contestó Dehesa aleteando con sus orejotas región 4...

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Si no bebiera yo esta cerveza...

Algunas veces cuando reflexiono acerca de toda la cerveza que he bebido, me siento avergonzado.

Pero luego veo más allá de la botella y pienso en los trabajadores de la cervecería y sus sueños y esperanzas.

Si no bebiera yo esta cerveza, ellos podrían perder sus trabajos y todos sus sueños se verían deshechos.

Entonces me digo: Es mejor que yo me beba esta cerveza permitiendo que sus sueños se conviertan en realidad, a que yo sea un pinchi egoísta y me preocupe por mi hígado...

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Plagio del Lic. Óscar "Polacas"© Holguín

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miércoles, 27 de octubre de 2010

Navegando en los libros...

Como historia está buena para escribir un libro, aunque ésta es precisamente la historia del libro.

Dicen que los primeros libros consistían en planchas de barro que contenían caracteres o dibujos incididos con un punzón. Las primeras civilizaciones que los utilizaron fueron los antiquísimos pueblos de Mesopotamia, entre ellos los sumerios y los babilonios.

Mucho más próximos a los libros actuales eran los rollos de los egipcios, griegos y romanos, compuestos por largas tiras de papiro —un material parecido al papel que se extraía de los juncos del delta del río Nilo— que se enrollaban alrededor de un palo de madera.

El texto, que se escribía con una pluma también de junco, en densas columnas y por una sola cara, se podía leer desplegando el rollo. La longitud de las láminas de papiro era muy variable. La más larga que se conoce (40,5 metros) se encuentra en el Museo Británico de Londres.

Más adelante, durante el periodo helenístico, hacia el siglo IV a. C., los libros más extensos comenzaron a subdividirse en varios rollos, que se almacenaban juntos.

Los escribas (o escribientes o escribanos) profesionales se dedicaban a copiarlos o a escribirlos al dictado, y los rollos solían protegerse con telas y llevar una etiqueta con el nombre del autor.

Atenas, Alejandría y Roma eran grandes centros de producción de libros, y los exportaban a todo el mundo conocido en la antigüedad. Sin embargo, el copiado a mano era lento y costoso, por lo que sólo los templos y algunas personas ricas o poderosas podían poseerlos, y la mayor parte de los conocimientos se transmitían oralmente, por medio de la repetición y la memorización.

Aunque los papiros eran baratos, fáciles de confeccionar y constituían una excelente superficie para la escritura, resultaban muy frágiles, hasta el punto de que, en climas húmedos, se desintegraban en menos de cien años. Por esta razón, gran parte de la literatura y del resto de material escrito de la antigüedad se ha perdido de un modo irreversible.

El pergamino y algunos materiales derivados de las pieles secas de animales no presentan tantos problemas de conservación como los papiros. Los utilizaron los persas, los hebreos y otros pueblos en cuyo territorio no abundaban los juncos, y fue el rey Eumenes II de Pérgamo, en el siglo II a. C., uno de los que más fomentó su utilización, de modo que hacia el siglo IV d. C., había sustituido casi por completo al papiro como soporte para la escritura.

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Los primeros códices

El siglo IV marcó también la culminación de un largo proceso, que había comenzado en el siglo I, tendente a sustituir los incómodos rollos por los códices (en latín, ‘libro’), antecedente directo de los actuales libros.

El códice, que en un principio era utilizado por los griegos y los romanos para registros contables o como libro escolar, consistía en un cuadernillo de hojas rayadas hechas de madera cubierta de cera, de modo que se podía escribir sobre él con algo afilado y borrarlo después, si era necesario.

Entre las tabletas de madera se insertaban, a veces, hojas adicionales de pergamino.

Con el tiempo, fue aumentando la proporción de papiro o, posteriormente, pergamino, hasta que los libros pasaron a confeccionarse casi exclusivamente de estos materiales, plegados formando cuadernillos, que luego se reunían entre dos planchas de madera y se ataban con correas.

Las columnas de estos nuevos formatos eran más anchas que las de los rollos. Además, frente a ellos poseían la ventaja de la comodidad en su manejo, pues permitían al lector encontrar fácilmente el pasaje que buscaban, y ofrecían la posibilidad de contener escritura por sus dos caras.

Por ello fueron muy utilizados en los comienzos de la liturgia cristiana, basada en la lectura de textos para cuya localización se debe ir hacia adelante o atrás a través de los distintos libros de la Biblia.

De hecho, la palabra códice forma parte del título de muchos manuscritos antiguos, en especial de muchas copias de libros de la Biblia.

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Libros medievales europeos

En la Europa de comienzos de la edad media, eran los monjes quienes escribían los libros, ya fuera para otros religiosos o para los gobernantes del momento.

La mayor parte de ellos contenían fragmentos de la Biblia, aunque muchos eran copias de textos de la antigüedad clásica.

Los monjes solían escribir o copiar los libros en amplias salas de los monasterios denominadas escritorios. Al principio utilizaron gran variedad de estilos locales que tenían en común el hecho de escribir los textos en letras mayúsculas, costumbre heredada de los tiempos de los rollos.

Más tarde, como consecuencia del resurgimiento del saber impulsado por Carlomagno en el siglo VIII, los escribas comenzaron a utilizar también las minúsculas, cursivas, y a escribir sus textos con una letra fina y redondeada que se basaba en modelos clásicos, y que inspiraría, varios siglos después, a muchos tipógrafos del renacimiento.

A partir del siglo XII, sin embargo, la escritura degeneró hacia un tipo de letra más gruesa, estrecha y angulosa, que se amontonaba en las páginas formando densos cuerpos de texto difíciles de leer.

Muchos libros medievales contenían dibujos realizados en tintas doradas y de otros colores, que servían para indicar los comienzos de sección, para ilustrar los textos o para decorar los bordes del manuscrito. Estos adornos iban desde los intrincados ornamentos del Libro de Kells, una copia de los Evangelios llevada a cabo en Irlanda o Escocia en el siglo VIII o IX, a las delicadas y detallistas escenas de la vida cotidiana del Libro de horas, del duque de Berry, un libro de oraciones confeccionado en los Países Bajos por los hermanos Limbourg en el siglo XV.

Los libros medievales tenían portadas de madera, reforzadas a menudo con piezas de metal, y poseían cierres en forma de botones o candados. Muchas de las portadas iban cubiertas de piel y, a veces, estaban ricamente adornadas con trabajos de orfebrería en oro, plata, esmaltes y piedras preciosas. Estos bellísimos ejemplares eran auténticas obras de arte en cuya confección intervenían, hacia el final de la edad media, orfebres, artistas y escribas profesionales.

Los libros, por aquella época, eran escasos y muy costosos, y se realizaban, por lo general, por encargo de la pequeñísima porción de la población que sabía leer y que podía sufragar sus gastos de producción. Entre los manuscritos miniados españoles destacan los llamados beatos, libros bellamente decorados, sobre los Comentarios al Apocalipsis del Beato de Liébana.

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El libro en Oriente

Probablemente, los primeros libros del Lejano Oriente estaban escritos sobre tablillas de bambú o madera, que luego se unían entre sí.

Otro tipo de libros eran los constituidos por largas tiras de una mezcla de cáñamo y corteza inventada por los chinos en el siglo II d. C. Al principio, estas tiras se incidían con plumas o pinceles de junco y se envolvían alrededor de cilindros de madera para formar un rollo.

Más adelante, se comenzaron a plegar en forma de acordeón, a pegarse en uno de los lados y a colocarles portadas hechas de papel fino o tela.

Los sabios y funcionarios que sabían escribir se esforzaron especialmente en dotar a sus escritos de estilos distintivos de caligrafía, que era considerada como una de las bellas artes, lo cual no es de extrañar, pues tanto el chino como el japonés y el coreano, lenguas habladas en la actualidad por unos 1.500 millones de personas, utilizan para su escritura los llamados kanji o ideogramas, caracteres que representan no sílabas, como los de los alfabetos occidentales, sino conceptos, y son unos dibujos esquemáticos que se pueden escribir utilizando gran cantidad de estilos más o menos creativos o artísticos.

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Libros impresos

En el siglo VI a. C., en China ya se imprimían textos utilizando pequeños bloques de madera con caracteres incisos, aunque el más antiguo de los libros impreso de este modo de que se tenga noticia, el Sutra del diamante, data del año 868.

El Tripitaka, otro texto budista, que alcanzaba las 130.000 páginas, fue impreso en el 972. Por supuesto, imprimir libros a partir de bloques reutilizables resultaba más rápido y cómodo que tener que escribir las distintas copias del libro a mano, pero se necesitaba mucho tiempo para grabar cada bloque, y se podía utilizar para una sola obra.

En el siglo XI, los chinos inventaron también la impresión a partir de bloques móviles, que podían ensamblarse y desensamblarse entre sí para componer distintas obras. Sin embargo, hicieron muy poco uso de este invento, debido a que el enorme número de caracteres (kanji o ideogramas) del chino —unos 7,000— hacía prácticamente inabordable la utilización de este sistema.

En Europa, se comenzó a imprimir trabajos a partir de bloques de madera en la edad media, idea que debió llegar como consecuencia de los contactos que por entonces ya se tenían con Oriente. Los libros impresos con bloques de madera solían ser obras religiosas, con grandes ilustraciones y escaso texto.

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Libros del renacimiento

En el siglo XV se dieron dos innovaciones tecnológicas que revolucionaron la producción de libros en Europa. Una fue el papel, cuya confección aprendieron los europeos de los pueblos musulmanes (que, a su vez, lo habían aprendido de China). La otra fue los tipos de imprenta móviles de metal, que habían inventado ellos mismos.

Aunque varios países, como Francia, Italia y Holanda, se atribuyen este descubrimiento, por lo general se coincide en que fue el alemán Johann Gutenberg quien inventó la imprenta basada en los tipos móviles de metal, y publicó en 1456 el primer libro importante realizado con este sistema, la Biblia de Gutenberg.

Estos avances tecnológicos simplificaron la producción de libros, convirtiéndolos en objetos relativamente fáciles de confeccionar y, por tanto, accesibles a una parte considerable de la población.

Al mismo tiempo, la alfabetización creció enormemente, en parte como resultado de los esfuerzos renacentistas por extender el conocimiento y también debido a la Reforma protestante, cuyos promotores defendieron la idea de que cada uno de los fieles debía ser capaz de leer la Biblia e interpretarla a su manera.

En consecuencia, en el siglo XVI, tanto el número de obras como el número de copias de cada obra aumentó de un modo espectacular, y este crecimiento comenzó a estimular el apetito del público por los libros.

La imprenta llegó muy pronto a España, y se supone que el primer libro español se imprimió en 1471, aunque este hecho no está documentado.

Sí se sabe, en cambio, con seguridad, que al año siguiente Johann Parix imprimió el Sinodal de Aguilafuerte, que pasa hoy en día, a falta de datos sobre otros, por ser el primer libro impreso español.

El primer libro fechado impreso en España fue Comprehensorium de Johannes Grammaticus, que salió de la imprenta valenciana de Lambert Palmart el 23 de febrero de 1475.

En los siguientes años, y auspiciados por la política cultural de los Reyes Católicos, aparecerían otros muchos libros, como la primera gramática española, la Gramática de la lengua castellana del humanista Elio Antonio de Nebrija, impresa en Salamanca en el emblemático año 1492, y que resultaría fundamental para la fijación de nuestro idioma.

La imprenta llegó a América algo más tarde, en 1540, año en que comenzó a funcionar la primera en México. La edición de libros se inició en seguida y se multiplicó extraordinariamente, tanto en Nueva España como en el Perú.

Los impresores renacentistas italianos del siglo XVI establecieron algunas tradiciones que han sobrevivido hasta nuestros días. Entre ellas se encuentran, por ejemplo, la del uso de caracteres de tipo romano e itálico, de composiciones definidas o de portadas de cartón fino, a menudo forradas en piel. Utilizaban también las planchas de madera y de metal para incidir en ellas las ilustraciones y establecieron los distintos tamaños de los libros —folio, cuarto, octavo, duodécimo, 16º, 24º y 32º.

Estas designaciones se refieren al número de páginas que se pueden conseguir plegando una gran lámina de papel en las imprentas. Así, una lámina doblada una sola vez forma dos hojas (o sea, cuatro páginas), y un libro compuesto por páginas de este tamaño se denomina folio. Del mismo modo, una lámina doblada dos veces forma cuatro hojas (ocho páginas), y el libro consiguiente se denominará cuarto, y así sucesivamente.

Los editores europeos contemporáneos continúan utilizando esta terminología. Los libros renacentistas establecieron también la tradición de la página de título y del prólogo o introducción. Gradualmente, se fueron añadiendo a estas páginas las del índice de contenidos, la lista de ilustraciones, notas explicativas, bibliografías e índice de nombres citados.

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Libros contemporáneos

A partir de la Revolución Industrial, la producción de libros se fue convirtiendo en un proceso muy mecanizado.

En nuestro siglo, se ha hecho posible la publicación de grandes tiradas de libros a un precio relativamente bajo gracias a la aplicación al campo editorial de numerosos e importantes avances tecnológicos.

Así, la baja en el costo de producción del papel y la introducción de la tela y la cartulina para la confección de las portadas, de prensas cilíndricas de gran velocidad, de la composición mecanizada de las páginas y de la reproducción fotográfica de las imágenes han permitido el acceso a los libros a la mayor parte de los ciudadanos occidentales.

En América Latina se han desarrollado varios grandes centros productores de libros, a través de sus editoriales más conocidas, en Argentina, Chile, Colombia, México y Cuba.

A pesar de que los modernos medios de comunicación, como la radio, el cine y la televisión, han restado protagonismo cultural al libro, continúa constituyendo el principal medio de transmisión de conocimientos, enseñanzas y experiencias tanto reales como imaginadas.

Por otro lado, aunque se ha especulado con la posibilidad de que el desarrollo de las tecnologías informáticas —que han acelerado el proceso de creación de libros, tanto en cuanto a la escritura como en cuanto a la producción industrial y, por tanto, reducido su coste— tengan, paradójicamente, como efecto la sustitución del libro por otras experiencias ligadas a la imagen (realidad virtual, películas interactivas u otros), cabe, sin duda, la posibilidad de que, del mismo modo que la reducción del precio del papel posibilitó la extensión del libro a amplias capas de la población, la sustitución del libro tradicional por el libro electrónico, con su consiguiente disminución de costos de producción y distribución, permita hacer accesible el conocimiento y las experiencias didácticas o de ocio que siempre han constituido su espíritu a la casi totalidad de la población del planeta.

De este modo se podría materializar, quizá, el poder mágico de transformación de la realidad que el gran dramaturgo inglés William Shakespeare atribuía a los libros en su más imaginativa obra, La tempestad (1611), en la que Próspero, el duque de Milán expulsado de su ciudad por su ambicioso hermano, recupera su ducado ayudado por los conocimientos mágicos que le proporcionan sus amados libros.

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Feria del libro en Hermosillo 2010

Y así, rebotando, hemos llegado hasta el día de hoy, en el que nos extienden la invitación a la Feria del Libro de Hermosillo 2010. Ahí en la gráfica de hasta mero arriba dice dónde y la fecha.

Entiendo que este año estará dedicada a la güina güinienta del Sergio Valenzuela, el mejor escritor de la colonia donde vive.

Felicidades, Sergio. Que esta feria te ayude a seguir bien.

Te mando un abrazo fuerte dondequiera que estés, Mañuel...

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