Trova y algo más...

domingo, 4 de enero de 2015

Entre Raúl y Salvador...




Cuando doña Olga (mi madre, bohemios) nos enviaba a mis hermanos y a mí a misa (a la Iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, en Navojoa) en aquella hora terrorífica de mis domingos infantiles, no sé cómo hacía mi espíritu para separarse de las miserias que conformaban mi cuerpo (lento y miserable animal que soy, que he sido, paráfrasis a Jaime Sabines, lo siento) y se iba de parranda a no sé dónde, mientras que lo que quedaba de mi tristeza hecha carne se instalaba estratégicamente entre Salvador y Raúl (mis hermanos, ciertamente: los pilares de mis recuerdos infantiles) y se dormía plácidamente antes de que el cura en turno pidiera que nos declaráramos culpables de un crimen que no habíamos cometido, como en la serie “El fugitivo”, con David Janssen.
Debo decir que yo me negaba a golpear mi pecho durante el Confiteor porque no tenía nada de qué sentirme culpable, a no ser el innoble y oculto deseo de saber qué había más allá de los confines del universo: como veis, mi curiosidad de niño no tenía límites. (Ahora ya no me interesa tanto ese asunto porque, según he leído, el universo no tiene confines, de acuerdo a los trabajos del astrónomo norteamericano Vesto M. Slipher, a quien no tengo el gusto de conocer, quien descubrió en 1912 que el universo se está expandiendo. Qué miedo, ¿no?).
No recuerdo mucho de mis domingos de esa parte de mi infancia, cuando mis hermanos y yo podíamos navegar a solas tres cuadras para llegar a la iglesia, escuchar misa y regresar a casa a recibir los cariños de doña Olga, que nos esperaba como supongo que una leona satisfecha espera a sus cachorros cuando se van de cacería.
Tengo la sensación de que esos domingos de mi infancia, cuando mi madre nos mandaba a la guerra religiosa como si hubiésemos sido caballeros templarios (de los de a deveras) en una de las múltiples y fallidas cruzadas, se me fueron borrando de la memoria poco a poco, hasta quedar un hueco pastoso en el pasado donde perfectamente podría acomodar algunos rencores y miles de pedacitos dominicales, como si alguna gigantesca picadora de papel hubiera triturado aquellos días y los hubiese acumulado debajo de la alfombra de aquellos días, como basura del tiempo.
Hoy, a cierta hora de los domingos, esos días como hoy, que a veces tienen un sabor como de bilis mezclada con desesperanza, me llega el recuerdo de aquellos jirones de misa que no alcancé a escuchar nunca porque, entre Raúl y Salvador, me quedaba dormido como esperando que pasara el tiempo, ese tiempo que no pueden calcular los relojes, sino los deseos de meter ese tiempo en una botella…
Sí, como Jim Croce...


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