Los viejos amores demoran mucho para morir.
Pueden sobrevivir decepciones y separaciones, pequeñas crueldades y efímeras pasiones, pero finalmente sucumben a la roedora erosión del tiempo.
De pronto, una gélida mañana, amanecen muertos.
Durante un tiempo demasiado largo fui amante del deporte brutal de las peleas de campeonato, pero ahora he llegado finalmente al gélido amanecer.
No se puede amar a lo que habita una alcantarilla.
Y el mundo del boxeo es ahora más fétido y repugnante de lo que jamás había sido en su escuálida historia.
Cada mes, en esta era de premios multimillonarios, de la televisión por cable y del pago-por-evento, las peleas de campeonato son arregladas por concertación.
Hay falsos campeones en cada una de las divisiones de pesaje.
Chicos valientes asumen negociaciones faustianas para obtener peleas donde podrían aspirar a títulos de campeonato, para luego ser robados y explotados por promotores rapaces.
Cuando sus cerebros ya han sido apaleados y sus ojos triturados hasta la ceguera serán tratados como vagabundos, abandonados y en constante escarnio.
En este país se trata mejor a los perros viejos que a los antiguos boxeadores de postín.
Ya no quiero mirar más hacia ese mundo inmundo y contribuir en la continuidad de su existencia. Por lo menos, no en el estado en que se encuentra actualmente.
Cuando yo era joven y crecía en los bloques de apartamentos de la Nueva York posterior a la Segunda Guerra Mundial, el pugilismo era el príncipe negro de todos los deportes.
Desde luego, el béisbol era nuestra religión secular, pero se jugaba en páramos soleados donde rara vez había jugadores lastimados. Muy poca gente de la América burocrática mostraba pasión hacia el futbol americano o el baloncesto.
Pero el boxeo exudaba el peligroso glamour de la noche urbana. Los viernes por la noche viajábamos en metro hacia el viejo Madison Square Garden. Antes de la función, el lobby se atiborraba con los chicos rudos de barrio y policías que libraban, viejos boxeadores con las caras ajadas, apostadores de ojos muertos y sombreros gris perla con terciopelo en las solapas de sus abrigos.
Había muchos anillos en meñiques.
Algunos tipos iban con sus mujeres, criaturas carnosas con cabelleras cegadoras y brillosos labios de grana. Todos fumaban y el aire mismo parecía cargarse con el inminente rito sanguíneo.
Estábamos todos ahí para presenciar la transformación de la violencia en arte.
En su máxima forma de expresión, el boxeo era un arte.
Para mi generación, el gran maestro era Sugar Ray Robinson, quien como campeón de peso welter y peso medio mostraba todas las cualidades que precisaban los grandes luchadores: soberbia técnica de boxeo, combinaciones en ráfaga de golpeo y el poder del nocaut en cada uno de sus puños. Él sabía de tácticas y de estrategias. Ejercía la astucia y la decepción. Preparaba espectaculares y elegantes emboscadas.
Por esa razón muchos de nosotros llenábamos el Garden y otras arenas no tan glamorosas de otras ciudades americanas. Queríamos ver a otro Robinson. No solamente por las habilidades que mostraba, sino por la otra inmensa cualidad que nos revelaba: corazón. No se trataba de simple valentía, pues sabíamos que cualquier hombre que se calzaba los guantes y entraba a un ring tenía un cierto grado de valentía o coraje, mayores a los de la mayoría de los hombres.
Pero decir que un hombre tenía corazón era un asunto más complicado. El boxeador con corazón era capaz de soportar el dolor con tal de poder producirlo. El boxeador con corazón aceptaba las crueles reglas del deporte. No debía –ni podía– darse por vencido. Podía quedar desclasificado o superado, pero jamás buscaría una salida.
Por eso el Muhammad Ali del apasionante combate en Manila será recordado mucho tiempo después de que hayamos muerto todos: había sobrevivido el salvaje purgatorio llamado Joe Frazier y emergió orgulloso y triunfante.
En su más gloriosa expresión, el pugilismo no era una película en la que cada acción estaba coreografiada y en donde siempre ganaban los buenos. Cuando veíamos una pelea, sabíamos que el daño era real. La sangre era real. El dolor era real. Cuando había un guión, cuando el resultado era sabido aun antes de que se lanzara un puñetazo, la pelea estaba arreglada.
En los años cincuenta, cuando me la pasaba en el Gimnasio de Sullivan y el Gimnasio Gramercy, había peleas arregladas. Frankie Carbo y Blinky Palermo y otros gángsters se habían adueñado del deporte; un campeón de peso ligero prestó su título en por lo menos dos ocasiones y la división de los pesos welter no era más que un montón de escoria. El objetivo de estas peleas arregladas era dar un golpe en las apuestas. Al boxeador se le daba dinero para que perdiera. Uno podía hacerse de un buen dinero si se llegaba a saber que un contendiente, abajo tres a uno en las apuestas, era el seguro ganador. Todos los metidos en el mundo del boxeo sabían lo que pasaba y los cronistas deportivos también lo sabían. Jimmy Cannon, del diario New York Post, llegó a definir al boxeo como “el distrito rojo de los deportes”.
La revelación pública de aquellas peleas arregladas casi mata al boxeo. Los viejos aficionados miraron hacia otro lado; si lo que querían era ficción, irían al cine. Los jóvenes buscaron su violencia ritualizada en el fútbol americano, en el hockey sobre hielo, y encontraron nuevos modelos de elegancia en el baloncesto. Los jóvenes no empezaron a asistir a las peleas hasta el ascenso de Muhammad Ali.
Desde luego que, en tanto agonizaban las peleas de box, hubo llamamientos para una reforma. Hubo investigaciones y algunas condenas. Un menguado número de aficionados fatalistas encogieron los hombros. Era fútil quejarse sobre la corrupción en el boxeo; existía desde sus comienzos y sólo un necio podría creer en su completa redención. Tales aficionados sólo podían desear que la belleza de su arte sobreviviese de alguna manera, como flores rebosantes en medio de un basurero. Buscaban otro Robinson. Yo era uno de ésos.
A través de los años, a pesar de todo lo que sabía, pervivía mi pasión. Había periódicos y revistas que me pagaban para cubrir peleas que yo mismo habría pagado por ver. Me he emocionado en peleas celebradas en la Ciudad de México y en Dublín, Tokio y San Juan. Cuando derribaron el viejo Garden, seguí asistiendo a las peleas en el antiséptico nuevo Garden. Eventualmente, desaparecieron los sombreros gris perla y los anillos en los meñiques. Las suntuosas rubias dieron paso a las modelos anoréxicas. Yo seguía asistiendo a las peleas.
En el camino llegué a creer que los boxeadores mismos estaban entre los mejores seres humanos que conocía. Estaban misericordiosamente libres de toda la mierda machista de tantísimos deportistas profesionales. Eran tiernos de una forma masculina. No es accidente que a lo largo de cuarenta años uno de mis amigos más cercanos fuera José Torres, que fue campeón mundial de peso ultraligero en los años sesenta y, luego, Director de la Comisión de Deportes del Estado de Nueva York. Acostumbrábamos discutir en torno a las grandes peleas con la pasión del entusiasmo.
Ya no.
Finalmente, luego de muchos años, he llegado al punto de reacción. Tal como se conduce ahora ese deporte resulta repulsivo. Mis objeciones no se refieren a sus brutalidades inherentes. Los americanos no pueden jactarse de ser lo suficientemente “civilizados” como para sancionar al boxeo, cuando aceptan tener el índice de homicidios más alto del mundo desarrollado y sus políticos no son más que aduladores de los enloquecidos armamentistas de la Asociación Nacional del Rifle. Somos un país sumamente violento.
Mi revulsión es mucho más simple. Ya no quiero seguir siendo entretenido por un deporte cuyos participantes están siendo sistemáticamente robados, permanentemente lesionados, e incluso, muertos. No me importan los mánagers, promotores o los varios canales de televisión que transmiten las peleas en la seguridad de los hogares americanos. Si todos abordaran un avión que se estrellase en los Alpes, no derramaría una sola lágrima.
Hablo aquí de los boxeadores. De los jóvenes deportistas que nos alquilan su valor, los que salen de las calles más crueles de las peores ciudades y, durante unas pocas temporadas, ganan más dinero que todas las generaciones sumadas de sus familias. Hablo de quienes empuñan el oro durante unas pocas y dulces temporadas, para luego ser despojados de él por rateros. Hablo de los veteranos con los cerebros revueltos. Los chicos prematuramente seniles que caminan sobre los talones.
Si esos jóvenes no pueden obtener protección, el boxeo debe quedar prohibido.
El riesgo más evidente para un boxeador es el más inevitable: daño cerebral.
Los boxeadores saben que al entrar en combate arriesgan todo, hasta su vida misma. Es parte del trato. Su cualidad personal más atractiva es el fatalismo. Son jugadores del único deporte cuyo logro supremo consiste en machacar al oponente hasta la inconsciencia. Cada luchador, incluso el mejor de todos, sabe que algún día le puede suceder a él.
Pocos boxeadores, y no muchos aficionados, saben lo que realmente sucede.
En un reportaje publicado en 1993 en The American Journal of SportsMedicine (Revista Americana de Medicina Deportiva), los médicos suecos Ivonne Haglund y Ejnar Eriksson resumieron los estudios clínicos más recientes en torno a las lesiones del boxeo. Aceptaban que hay menos lesiones en el boxeo que en el fútbol americano, rugby, fútbol, hockey sobre hielo, esquí alpino o carreras automovilísticas. Pero consignaron que “el boxeo difiere de los deportes en tanto el boxeador está expuesto a repetidos impactos a la cabeza”.
Los repetidos impactos a la cabeza, sea en peleas de campeonato o en el gimnasio, tienen consecuencias. El lenguaje técnico del informe Haglund-Eriksson tiene una escalofriante objetividad:
“La contusión cerebral es la más común de las lesiones graves del cerebro y se define como un impedimento de la función neurológica secundaria a las fuerzas motrices, resultante en inconsciencia o, por lo menos, estados de mareo. Mareos, pérdida de memoria y náusea pueden suceder al k.o.”
De aquí que muchos boxeadores no tengan memoria de lo que les aconteció en sus derrotas. Y luego: “La severidad del daño agudo puede variar de alteraciones transitorias de la función cognitiva al daño cerebral irreversible y la muerte”.
Hace unos años estaba en el Madison Square Garden cuando un valiente boxeador cubano de peso welter, llamado Benny “Kid” Paret, fue amartillado hasta la inconsciencia por Emile Griffith. Sufrió un hematoma cerebral, que me fue descrito por uno de los médicos de Paret de la siguiente manera: “Al cerebro se le aplasta repetidas veces contra la pared del cráneo y el daño es devastador”. Pocos días después, luego de una operación para aliviar la inflamación de su apaleado cerebro, Paret murió.
Otros boxeadores no son tan afortunados. Terminan ebrios de golpes.
La etiqueta científica es “dementia pugilistica” o “encelafalopatía crónica progresiva traumática del boxeador”.
De acuerdo con la literatura médica, este síndrome afecta entre al nueve y veinticinco por ciento de los boxeadores profesionales. Las víctimas más comunes se encuentran entre los pesos pesados, cuyas cabezas son machacadas con mayor fuerza que las de los peleadores de pesos inferiores, y entre los boxeadores mediocres, particularmente los golpeadores que carecen de habilidades técnicas. Desde luego, estos últimos son los oponentes en las modernas peleas arregladas.
El informe Haglund-Eriksson describe las tres etapas del síndrome de ebriedad por golpes:
“La primera etapa se manifiesta por vía de alteraciones afectivas y ligera descoordinación. En la segunda etapa, incrementan los síntomas psiquiátricos; pueden aparecer ideas paranoides, leve dysarthria y temblores en reposo. La tercera etapa se caracteriza por un descenso en las funciones cognitivas generales, déficit de memoria, pérdida del oído, hyperreflexia, dysarthria, temblores constantes y descoordinación”.
Esto es, el habla se arrastra y aparecen vados en frases como rasgaduras sobre una película. El ex boxeador empieza a andar de una manera jaloneada, raramente melindroso. A menudo se retira del mundo, como si escuchase conversaciones privadas u orquestas secretas.
Los estudios también indican que los ebrios de golpes empiezan a actuar de manera inmadura y agresiva, sospechosos de todo lo que los rodea, y puede haber otras consecuencias.
Los estudios sugieren que los boxeadores padecen el mal de Parkinson con mayor frecuencia que los demás, así como la esclerosis múltiple y los tumores de lóbulo temporal.
Los golpes a la cabeza son considerados como uno de los desencadenantes del Alzheimer.
El síndrome de la ebriedad de golpes no deviene con rapidez; a veces, aparece siete años después de haber iniciado una trayectoria pugilística, y otras, hasta 35 años después. El promedio anda por los dieciséis años. Prácticamente se desconoce entre peleadores amateurs, cuyas carreras son más cortas, pero hay una cosa que queda absolutamente clara: mientras más tiempo pelea un boxeador, mayor probabilidad de quedarse ebrio de golpes.
La noche de la pelea de Tyson contra Bruno, fui a un sitio llamado Official All Star Cafe en Times Square. Había una enorme fiesta privada para honrar el vigésimo aniversario de la primera película de Rocky, y la multitud se agolpaba en las aceras para mirar a Sylvester Stallone y las celebridades que él mismo podría atraer. Una de esas celebridades era Muhammad Ali.
Ali ya estaba allí cuando yo llegué, vestido con una camisa de manga larga de color rojo oscuro, sentado en una mesa con su esposa y su joven hijo. A su derecha había una inmensa pantalla cinematográfica en la que proyectaban las peleas preliminares desde el hotel MGM Grand en Las Vegas. El salón estaba atestado con ciudadanos del rollo boxístico: Riddick Bowe y Lennox Lewis, Ray Leonard y Willie Pep, mánagers y promotores, esposas y novias.
Todos evitaban mirar a Muhammad Ali.
Tenía la cabeza gacha e intentaba comer, mas su mano derecha temblaba con tal furor que no podía acercarse el pedazo de pollo ni a dos pulgadas de su boca.
Su esposa Lonnie puso su mano sobre la de él para calmar su temblorina y dulcemente guió al pollo hacia su destino. Ali masticó diligentemente, mas no levantó la cabeza.
A lo largo de la noche la gente acudía a su mesa para inclinarse y hablar con el arruinado hombre de cincuenta y cuatro años de edad.
A veces sonreía. A veces, murmuraba una respuesta. A veces se levantaba, posando para fotografías, pero luego volvía a la silla, con el otrora grácil, ligero y poderoso cuerpo languideciendo, todo envuelto en los temblores del Parkinson, con el daño a cuestas, causado por el feroz oficio que alguna vez él honró.
La enfermedad, causada en el caso de Ali por los repetidos golpes a la cabeza, es insidiosa, degenerativa, humillante y borra tanto la voluntad como la memoria.
Lo sé de cierto: mi madre, que fue golpeada en la cabeza por un asaltante en 1979, llegó a los ochenta y siete años de edad atrapada en esa prisión silenciosa. Le he dado de comer, tal como Lonnie alimenta a Ali.
Los ojos de Ali sólo enfocaron con intensidad hasta que Mike Tyson bajó por el pasillo en Las Vegas, a punto de empezar la pelea. Jamás sabremos lo que ahora se mueve en su mente, pero él mismo realizó el mismo recorrido durante tantas veces ante estadios y arenas repletas que repetían el cántico de A-LI, A-LI, A-LI ...
Cuando joven, se había hallado entre las grandes hordas en que la mitad de la audiencia lo odiaba y permaneció el tiempo suficiente como para convertirlos a todos, pues el A-LI, A-LI no se debía a la celebridad o al éxito, sino que versaba en torno a la excelencia y al corazón. Y era, además, asunto de desafío personal: de momios, de escépticos, de racistas, del gobierno americano y del dolor. Al paso, Ali se volvió mito y la mayoría de los mitos son también tragedias.
Los boxeadores jóvenes se concentraban en Mike Tyson y Frank Bruno, peleando contra ellos en sus respectivas imaginaciones. Jamás volteaban a mirar a Ali; Riddick Bowe y Lennox Lewis eran aún tan jóvenes como para creer en la mentira que jura: Eso no me puede suceder a mí. Una vez que Tyson amartilló a Bruno, quitándole el campeonato, Ali se incorporó, fue abrazado por Stallone, tomó el brazo de Lonnie y se marchó entre la muchedumbre.
Ali pagó el precio por su valor, y así también Jerry Quarry.
Ya casi no vemos a Jerry Quarry. Fue el mejor boxeador blanco de los pesos pesados de su época, una distinción a la que se resistía. “No soy una esperanza blanca”, me dijo en una ocasión, mientras entrenaba en las montañas Catskills. “Sólo soy un luchador”.
Era más que eso. Podía boxear con habilidad. Tenía un buen gancho izquierdo, hiriente. Sobre todo, tenía corazón. Pero fue su mala suerte ser bueno en tiempos de Muhammad Ali y Joe Frazier, quienes lo vencieron y le dieron una paliza. Peleó dos veces por el campeonato de los pesos pesados y perdió ante Frazier y Jimmy Ellis. Pero ganó por puntos ante Floyd Patterson, quien había sido dos veces campeón mundial de los pesos pesados. Noqueó al feroz ponchador Earnie Shavers en un solo asalto. En una carrera profesional de doce años, Quarry ganó 53 peleas profesionales, perdió nueve, con cuatro empates; antes de volverse profesional, ganó en 170 peleas amateurs. Hubo muchos asaltos ante los gritos de los fanáticos y hubo diez veces más en el gimnasio y sin público.
Hoy, a los 51 años de edad, Quarry es el cascarón de un hombre, su mente ida, perdida en la dementia pugilistica, con los millones de dólares de sus ganancias desaparecidos.
Steve Wilstein, de la agencia Associated Press, lo encontró el año pasado en Hernet, California, en donde Quarry vivía al lado de su hermano con una pensión de la seguridad social de 614 dólares al mes.
Wilstein escribió: “Necesita ayuda para afeitarse, ducharse, ponerse los zapatos y los calcetines. Pronto, probablemente, pañales. Su hermano mayor, James, le corta la carne en pedazos pequeños para que no se ahogue y lo tiene que engañar para que coma cualquier cosa que no sea el cereal Cheerios de Manzana-Canela, que adora comer por las mañanas.
Jerry sonríe como niño. Se arrastra como un anciano. Habla lenta y atropelladamente. Lleva ideas sueltas colgadas de las ramas de un cerebro agonizante. Tiempo borrado. Recuerdos torcidos. Voces que nadie más escucha”.
Wilstwin habló con el doctor Peter Russell, un neurólogo que examinó a Quarry el año pasado. Russell dijo que “Jerry Quarry tiene ahora el cerebro de un octogenario. Está en la tercera etapa de la dementia, muy similar al Alzheimer’s. Si acaso vive otros diez años, será por pura suerte”.
Podría llenar las páginas de esta revista con los nombres de otras víctimas del boxeo, ninguna de los cuales fue tan famoso como Quarry o Ali.
Consideremos sólo a uno: Wilfredo Benítez.
Durante unos pocos años fue un espléndido peso welter, un boxeador/pegador de talento y corazón. Fue entrenado por su padre, Gregorio, que lo volvió profesional en 1973, cuando el chamaco tenía quince años.
Benítez ganó su primer campeonato mundial a los diecisiete. Se llamó a sí mismo la Biblia del Boxeo, haciendo reír a todos sus amigos, pues ése era el subtítulo de la revista The Ring.
Wilfredo siguió boxeando durante diecisiete años, enfrentando a los mejores peleadores en varias divisiones. A lo largo de sesenta y dos peleas fue noqueado cuatro veces, y luego de su última pelea que perdió por decisión en Canadá, las autoridades recomendaron un examen neurológico, pues carecía de coordinación en sus movimientos.
No se hizo el examen. Simplemente se retiró a su casa para siempre.
Hoy en día, Wilfredo Benítez vive con su madre en Puerto Rico. Los ocho millones de dólares que se ganó en el ring ya no existen. Su esposa se ha ido. Su propia casa se ha ido. Incluso los muebles fueron embargados.
Cuando mi amigo José Torres lo fue a visitar el año pasado para invitarlo a una cena en honor de todos los antiguos campeones portorriqueños, la madre de Wilfredo lo recibió en la puerta y se soltó a llorar.
“Me da tanto gusto que hayas venido”, dijo ella. “No sale de casa. No hace nada. Sólo se sienta en su habitación, a oscuras”.
Torres entró en la habitación y Benítez le sonrió de una manera dulce y le estrechó la mano. No había nada más qué decir.
El debate en torno al salvamento del boxeo lleva ya varios años.
Hace doce años, la Asociación Médica Americana hizo un llamamiento por su prohibición.
Así también las asociaciones médicas inglesa, canadiense y australiana, así como la Academia Americana de Neurología.
Pero el deporte continúa.
El dinero es más abundante que nunca gracias a los ingresos vía casinos de apuestas, la televisión por cable y el sistema de pago-por-evento. Los chicos provenientes de barrios pobres siguen acercándose a los gimnasios con la ilusión de alcanzar un botín. No revisan la letra pequeña de los contratos. No les molesta que, a diferencia de los deportistas profesionales, no contarán con seguros médicos ni pensiones. Están dispuestos a sacrificar hasta la mitad de sus ganancias para sus mánagers y firmar acuerdos a largo plazo con promotores de lo más cochambrosos.
A diferencia de los jugadores de baloncesto, fútbol americano y béisbol, los boxeadores no cuentan con sindicato.
Cuando se le acaba a un boxeador, se acaba.
Tal situación no debe continuar.
Si el boxeo ha de seguir permitido en este país, entonces ciertas reformas deberían ser obligatorias. Aquí hay algunas posibilidades:
1. Crear un cuerpo nacional que gobierne al deporte. En la mayoría de los deportes el órgano gobernante está compuesto por los dueños de los equipos, quienes cuentan con comisionados y administradores que regulan el deporte. El órgano gobernante del boxeo deberá componerse por las personas que ostentan la responsabilidad de su existencia: las cadenas de televisión y los casinos de las apuestas. Tales son las entidades más poderosas en el negocio pugilístico, equivalentes a los grandes estudios cinematográficos. Si dejasen de transmitir el boxeo, y pagar inmensas sumas a los promotores individuales, desaparecería el deporte. Obviamente, está a favor de sus propios intereses dejar de culpar de todos los males a Don King y Bob Arum. Tales promotores individuales pueden aún funcionar, tal como los productores individuales trabajan con la industria cinematográfica y de televisión. Pero los promotores deberán quedar sujetos a reglas y regulaciones mucho más rigurosas a lo largo y ancho de la industria. Las principales cadenas de televisión y los casinos pueden erradicar las peleas arregladas al negarse a transmitirlas. Pueden insistir en establecer –y procurar– estándares competitivos. Pero deben estar unidos y deben tener el control sobre la calidad del producto. A efectos de una discusión, llamemos a esta entidad la Organización Americana de Boxeo.
2. Establecer una unión de boxeadores. En cuanto un boxeador se vuelve profesional se le requerirá obtener un carné profesional. La unión podría dividirse a la manera en que se dividen muchos sindicatos de la industria cinematográfica, sea por la Costa Este u Oeste. Algunos modelos útiles: el Gremio de Escritores Americanos y el Gremio de Actores Cinematográficos. Los líderes de tal sindicato negociarían con la Organización Americana de boxeo para establecer un tabulador de pagos mínimos por pelea. Contribuirían en la supervisión de los ingresos por taquilla, particularmente en el tinglado de las peleas en pago-por-evento. Controlarían, además, los planes de seguro médico y pensiones.
Por lo menos, un contrato diseñado por esta combinación de administración/sindicato debería procurar lo siguiente:
• Procurar que un equipo médico integral se encuentre en torno al cuadrilátero, con el apoyo técnico apropiado, incluyendo ambulancias.
• Insistir en que los boxeadores se sometan a resonancias magnéticas y tomografías cada seis meses, con análisis obligatorios luego de nocauts o de múltiples caídas. Las ganancias deberán retenerse hasta que se realicen tales pruebas. Sólo médicos certificados por la Organización Americana de Boxeo podrían practicar tales pruebas y jamás se dejarán en manos de amistades corruptas del los promotores individuales.
• Cualquier boxedor que haya sido noqueado deberá quedar condicionado. Suspender por noventa días a cualquier boxeador que haya sufrido un nocaut limpio. Prohibir de por vida a cualquier boxeador que haya sido noqueado en tres ocasiones. Las prohibiciones deberán incluir el boxear en gimnasios.
• Insistir en el retiro obligatorio a la edad de treinta y cinco años. Todos los estudios demuestran que mientras más tiempo labora un boxeador en su oficio, mayor es el riesgo de contraer daño permanente. El daño es también acumulativo. Si un boxeador no ha amasado su fortuna a los treinta y cinco años de edad, jamás la alcanzará. (George Foreman parecería ser la excepción, pero luego de estar retirado durante una década, ha estado recibiendo palizas durante sus más recientes peleas.) Es obsceno permitir que Roberto Durán y Larry Holmes continúen siendo aporreados en la cabeza para entretenimiento de extraños.
• Requerir análisis obligatorios de hiv-sida antes de cada pelea. Tal como se lo recordó al mundo Tommy Morrison, luego de resultar positivo, el boxeo es un deporte sangriento.
• Analizar antes de cada pelea la posible presencia de esteroides y demás drogas. Un peleador insuflado con drogas incurre en fraude al consumidor.
• Limitar a diez por ciento la parte de las ganancias correspondiente al mánager. En estados como Nueva York, un manager tiene derecho legal a una tercera parte de la bolsa obtenida por un peleador, pero en otros estados los mánagers arrebatan hasta un cincuenta por ciento. Un boxeador es un personaje del entretenimiento que no deberá pagar un porcentaje mayor al que le paga un actor a su agente. Sylvester Stallone recibe veinte millones de dólares por una película; no le cede la mitad de esa suma a sus agentes en William Morris.
• Contratar a un reconocido despacho contable para la verificación de todos los estados financieros. Cualquier promotor que sea sorprendido sobornando a boxeadores o mánagers deberá quedar expulsado de por vida y sujeto a proceso judicial por extorsión en aquéllos estados donde se realice la demanda.
• Negociar un plan vitalicio de seguro médico y por incapacidad para boxeadores, uno que pueda cubrirlos mucho tiempo después de que hayan colgado los guantes. Dado que la dementia pugilistica puede aparecer tarde, que obtengan el mejor cuidado posible mientras vivan. Esto podría financiarse a través de contribuciones de promotores individuales y la Organización Americana de Boxeo, junto con pequeñas contribuciones (digamos del uno por ciento) por parte de boxeadores en activo.
• Establecer un plan de pensiones basado en ingresos reales. Sería lo justo; un boxeador que se retira luego de diez peleas no deberá recibir la misma pensión que un hombre con sesenta peleas. Pero hoy en día, salvo una excepción, no existe pensión alguna en el boxeo profesional. Un jugador promedio de béisbol con cinco temporadas en las grandes ligas recibe una pensión; Roberto Durán, no la recibirá. La excepción fue diseñada por Randy Neumann, un árbitro y antiguo boxeador que diseñó un plan de pensiones para la Federación Internacional de Boxeo. Tal plan exige un dos por ciento de contribuciones por parte de los campeones y retadores de la FIB, con una edad de retiro de treinta y cinco años. Es el único plan de pensiones para boxeadores y es, desde luego, inadecuado. La FIB es una organización auto-creada que sanciona peleas de campeonato y trata solamente con campeones y retadores al título. Como resultado, el plan no cubre al boxeador común y corriente, el chamaco aún en preliminares, el sparring, el hombre de la honrosa carrera en la medianía que jamás llega a obtener una oportunidad de optar por el título. Luego de dos años de existencia, sólo hay cien participantes en ese plan y 400.000 dólares como activo, sin provisiones para cuidado médico o por incapacidad. Aún así, se trata de un comienzo y le debemos un aplauso a Neumann.
• Forzar a los promotores –mas no a los boxeadores– a pagar cuotas de sanciones. Éstas son ahora arrebatadas por entidades tan rateras como son el Consejo Mundial de Boxeo (CMB), la Organización Mundial de Boxeo (OMB) y la Asociación Mundial de Boxeo (AMB), y demás ingredientes de la sopa boxística. Bajo el sistema actual un campeón deberá pagar a una o más de estas organizaciones autodesignadas para tener el privilegio de defender su propio título. Estas cuotas no deberán pagarse en absoluto, y desde luego, no deberán ser pagadas por los boxedores. El presente sistema es como pedirle a cada jugador de la Serie Mundial de Béisbol el pago de un tres por ciento de su ingreso al béisbol organizado por el privilegio de volverse campeón.
• Otorgar licencia a gimnasios de boxeo profesional. Hoy en día existe un estado de anarquía. Un boxeador de peso medio que es noqueado un viernes puede estar peleando contra un peso pesado en el gimnasio al siguiente martes. Los chicos amateurs son a menudo lanzados contra curtidos profesionales. Los gimnasios de boxeo deberán ser tratados como escuelas. Tales escuelas y sus facultades deberán tener licencia y responsabilidad sobre todo lo que acontece entre sus muros. Los nocauts en gimnasios deberán ser reportados ante comisiones. Cada boxeador profesional sabe que el mayor daño físico acontece dentro del gimnasio. Si los boxeadores llegan a estar totalmente protegidos, deberán quedar incluidos también los gimnasios.
• Computarizar los resultados de boxeo para los cincuenta estados e insistir en la verificación de los resultados en el extranjero. Tales resultados no deberán incluir solamente triunfos y derrotas, sino también detalles de los nocauts, malos golpes y señas de malos reflejos. Tales resultados eliminarían la llamada “lata de tomate”, del boxeador que ha perdido más que lo que ha ganado y es entonces utilizado para crear falsos resultados en aras de fraudes, como Peter McNeeley. Computarizar huellas dactilares podría asegurar que los boxeadores expulsados o impedidos en un estado no aparezcan bajo otro nombre en otros estados.
• Proveer servicios legales gratuitos para todos los boxeadores. Los boxeadores deben estar en posibilidades de leer los contratos que firman. Si son analfabetos, deberán contar con la cuidadosa explicación de los documentos legales por parte de abogados neutrales. De no hablar o leer inglés deberán contar con traducciones y explicación en la lengua materna del boxeador. El incumplimiento, en presencia de testigos, deberá nulificar contratos y obviarlos en caso de reto.
• Separar el papel del mánager del de promotor. En la industria fílmica, los agentes no pueden ser simultáneamente productores. Tales roles son adversos por definición. En Nueva York y otros estados es ilegal que un mánager funja como promotor de su boxedor. También es ilegal ser el mánager en realidad y contratar a un prestanombres. De aquí que Don King jamás traerá a Mike Tyson a pelear en su Nueva York natal. Tales leyes deberán ser nacionales y apuntaladas con sanciones y fiscalización.
• Eliminar las cláusulas de “opciones” en los contratos. El promotor/mánager ha convertido esto en costumbre. Esto induce a que varios mánagers presten a sus propios boxeadores a personas que los machacarán. También premia a los ganadores con una forma de servidumbre. Es un absurdo y deberá desaparecer.
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Quizá ninguna de estas reformas pueda llevarse a cabo y quizá no deban realizarse.
Al ver los resultados he llegado a creer que el boxeo es un resto de un pasado más primitivo que deberá erradicarse y matarse.
Ya no lo amo.
Pero si el boxeo profesional sigue existiendo, entonces sus organizadores deberán elegir: lo pueden limpiar y poner en orden, o de plano, liquidarlo.
Es ya demasiado tarde para Muhammad Ali y Jerry Quarry y Wilfredo Benítez.
Ellos habitan un triste y silente limbo.
Pero ellos deben ser los últimos en habitarlo.
No debe haber más chicos reducidos a una condición de zombies para entretenimiento de personas que llevan vidas seguras y a buen resguardo.
Gente que aún escucha el grito de ¡A-LI, A-LI!
Gente como yo.
Gente como nosotros.
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Pete Hamill. http://www.letraslibres.com/revista/convivio/sangre-en-las-manos?page=full
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