Mi primo el Chato Peralta, del meritito Rancho Viejo, es un tipo ingenuo, transparente, honesto y buena gente, lo que lo imposibilita para ser diputado (ya sea por elección directa o por dedazo plurinominal, que al fin de cuentas actúan de la misma enigmática manera, por no decir más feo), y acaso por eso mismo fue que su mujer lo abandonó en la primera oportunidad por un repartidor de la Coca Cola, a quien a su vez dejó por un vendedor de la Bimbo, lo que de alguna cornuda forma carroceó un poquito la dignidad de varón herido del Chato. Y es que la mujer de mi primo tenía esa oculta inclinación por los hombres motorizados con enormes logos comerciales en los costados del vehículo. Ver para creer. Y ser para crecer.
Digamos que lo bueno de lo malo del hecho de que lo haya abandonado la mujer, fue que no hubo hijos de por medio que tuvieran que sufrir la solitaria soledad de mi primo o la alegre y salteada compañía de la inconforme dama que nunca le vio los destos bien puestos al Chato como para salir de pobres, cambiarse a un pueblo más grande, y vivir con mayor calidad aunque se sufra la escasez del agua compartida, los baches y la inseguridad cotidiana que nos tiene con el Jesús en la boca, como dijera mi abuela cuando supo que el relojote del Gastón González era un esperpento inútil que nos había costado a los hermosillenses más de un millón de pesos. ¡Qué moderna!, como repite hasta el hartazgo mi tío el Cuervito. Mjú.
Así que el Chato Peralta, sin mujer que sufrir y sin hijos que mantener, al verse más solo que la luna, se dejó venir desde el Rancho Viejo hasta este enorme rancho nuevo que es Hermosillo, que era aproximadamente el sueño de la mujer que le puso la cornamenta en más de tres ocasiones, porque después del Bimboman, la dama de marras se enroló con un operador de Tufesa, a quien se vio obligada a abandonar porque gracias a ese deportivo ímpetu de los chóferes de esa línea de conducir a 130 kilómetros por hora, en una curva de la sierrita de Ímuris el operador volcó el multitudinario vehículo y quedó confinado a andar en silla de ruedas (dicen que los feroces tránsitos municipales ya lo han multado varias veces porque maneja su silla a exceso de velocidad. Y es que ciertos vicios no se quitan ni estando dormido).
Ya aquí, y en medio del mundanal rüido, mi primo el Chato conoció las glorias de la vagancia en compañía del Roberto, mi hermano, que es algo así como el capo salvatrucha de la Apolo, y que no perdona sábado sin echarle agua al tinaco hasta que no le funciona la válvula check y empieza a derramar el líquido por la tubería, incluida la botana, los cigarros y la carrilla que le endilga a mi primo el cártel de la Octava, que sigue fielmente las órdenes del Roberto. Ustedes saben que esto sucede hasta en las mejores familias. No me digan que no. En serio.
A los pocos meses de haber aterrizado en estas azuladas calles, el Chato Peralta concibió la idea de adquirir un carrito, pues ya había conseguido trabajo con un pariente en un taller mecánico en Villa de Seris (mi primo vivía de gorrión en la Olivares, cerca del Par de Ases, que es un centro recreativo al que nunca pudo ingresar porque no tenía membresía. Lo que es la aristocracia, ¿no?), y eso de andar en ruletero como que le quitaba muchas horas útiles a su vida inútil, como la de Pito Pérez, pero menos ingeniosa.
El caso es que aconsejado por el Roberto y sus secuaces, el Chato fue a darse una vuelta por los tianguis de carros chuecos instalados por el Bulevar Salazar, por el rumbo de Los Viñedos, donde este humilde y mentiroso columnista vivió hace más de veinte años y donde escribió el internacionalmente desconocido poema “La araña Josefina”, que entre sus versos decía: Esta casa es mi casa con paredes de ladrillo, y en un rincón una araña vive tejiendo sus hilos, etcétera, con dedicación especial para Arely y Alí, que en ese entonces eran dos chamaquitos mágicos y que ahora son dos magias enormes que se han ido a correr el mundo a tratar de comérselo a puños, como alguna vez todos quisimos hacerlo. Pero ésas, amigo lector, son historias de la nostalgia que por ahora dejaremos en paz.
El asunto es que el Chato Peralta vio y se embobó con carros de todos tipos, por supuesto que todos para personas de escasos recursos que buscaban adquirir patrimonio familiar para vivir mejor, desde Cherokees y Windstars, hasta pequeños Mitsubichis, pasando por los conocidos compactos tipo deportivo y flamantes camionetas que ya las quisiera uno para bulevariar un sábado por la noche. Todos carros americanos. Todos pasados de contrabando por las aduanas. Todos producto de corruptelas bien organizadas, en las que los dirigentes de las organizaciones criminales que se escudan en un supuesto beneficio familiar para gente de poco dinero en los bolsillos son de los que más ganancias obtienen con el producto de este contrabando legalizado digamos que por la necesidad. O eso dicen los legisladores.
Y no, al Chato Peralta no le alcanzó lo que llevaba, a pesar de que hay muy pocas personas más necesitadas que él, y que sin embargo pueden darse el lujo de comprar un carro chueco de modelo reciente, sin golpes visibles, y todavía quejarse ante los medios de comunicación de que son personas de escasos recursos y que necesitan comprar este tipo de carros para poder trabajar, llevar una existencia confortable y darle una mejor calidad de vida a su familia.
Así que el Chato sigue transportándose en camión desde la Olivares hasta Villa de Seris. Y ya perdió la esperanza de hacerse de un carro chueco, porque ahora que se van a legalizar, pues van a subir de precio. Ya veremos. Lo único bueno de todo, es que como no tiene carro y en el taller no tienen vehículos con grandes logos en los costados, no corre el riesgo de que su ex mujer quiera abandonar a quien esté ahora con ella, para volver con mi primo. Porque en este mundo surrealista en que vivimos, todo es posible. Incluso, que las cámaras legislativas declaren un día que los carros chuecos son contrabando, y un mes después aprueben el decreto de legalización de esos carros, que no dejan de ser contrabando.
Qué cosas, ¿no?
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