Trova y algo más...

martes, 21 de junio de 2011

Los engranajes no coinciden; sin embargo, giran las ruedas...

-XXX-

Y allá afuera, en medio del primer día de agosto, estaba Bill Forrester, metiéndose en el coche, y gritando que iba a la parte baja del pueblo en busca de algún helado extraordinario. ¿Quería acompañarlo alguien? No habían pasado cinco minutos, cuando Douglas, reanimado, cruzaba la calle de fuego y entraba en la gruta de frescura de vainilla, donde el aire olía a agua gaseosa, y se sentaba junto a la fuente de mármol blanco con Bill Forrester. Pidieron que les enumeraran los más insólitos helados, y cuando el hombre dijo:

— Helado de lima y vainilla a la antigua.

— ¡Ese! -gritó Bill Forrester.

— ¡Sí, señor! -dijo Douglas.

Y, mientras esperaban, dieron vueltas lentamente en los taburetes giratorios. Los grifos de plata, los espejos brillantes, los ventiladores que susurraban en el cielo raso, las sombras verdes en las ventanitas, las sillas de respaldos de arpa, pasaron ante los ojos móviles.

Dejaron de girar. Los ojos se detuvieron en la cara y la forma de la señorita Helen Loomis, de noventa y cinco años, con una cuchara de helado de crema en la mano, y helado de crema en la boca.

— Joven -le dijo la mujer a Bill Forrester-, es usted una persona de gusto e imaginación.

Tiene también la fuerza de voluntad de diez hombres. De otro modo no se atrevería a salirse de los gustos comunes, y decidirse, sin titubeos ni reservas, por algo tan insólito como un helado de lima y vainilla.

Bill respondió con una solemne inclinación de cabeza.

— Siéntense conmigo, los dos -dijo la mujer-. Hablaremos de helados raros y otras cosas parecidas. No teman, pagaré la cuenta.

Sonriendo, Douglas y Bill llevaron los platos a la mesa de la mujer, y se sentaron.

Tú pareces un Spaulding -le dijo ella al niño-. Tienes la cabeza de tu abuelo. Y usted, usted es William Forrester. Escribe en el Chronicle una columna bastante buena. He oído muchas cosas de usted que no voy a repetir ahora.

— Yo también la conozco -dijo Bill Forrester-. Usted es Helen Loomis. -Titubeó y en seguida dijo-: Una vez me enamoré de usted.

— Muy bien, así me gusta que empiecen las conversaciones. -Helen Loomis cavó lentamente en su helado de crema.- Se abren las puertas para otro encuentro. No, no me diga dónde, cuándo o cómo se enamoró de mí. Dejemos eso para la próxima vez. Ya me han quitado el apetito. Bueno, debo irme a casa de todos modos. Ya que es periodista, venga a tomar el té mañana entre las tres y las cuatro. Quizá le cuente la historia del pueblo, desde que era un puesto de mercancías. Señor Forrester, me recuerda usted a un caballero que conocí hace setenta, sí, setenta años.

La mujer estaba sentada del otro lado de la mesa y era como hablar con una polilla gris, extraviada y temblorosa. La voz venía de lejos, del interior del color gris y la vejez, envuelta en polvo de flores y mariposas apretadas.

— Bueno -La mujer se levantó-. ¿Vendrá?

— Ciertamente -dijo Bill Forrester.

La mujer se perdió en el pueblo, y el niño y el joven miraron cómo se iba y terminaron lentamente los helados. William Forrester pasó la mañana siguiente verificando algunas noticias locales. Después del almuerzo, le sobró tiempo para pescar en el río de las afueras. Pescó sólo un pescadito que devolvió alegremente al agua, y, sin pensarlo, o por lo menos sin advertir que lo había pensado, a las tres de la tarde entró con su coche en cierta calle. Se miró interesado las manos en el volante mientras el coche trazaba una amplia curva y se detenía en una entrada con hiedra. Bajó, y en aquel enorme jardín verde, junto a la casa victoriana de tres pisos, recientemente pintada, advirtió que el coche era como su pipa: viejo, despintado, descuidado. En el extremo más lejano del jardín hubo un movimiento fantasmal, alguien llamó, y Bill vio a la señorita Loomis, como trasladada en el espacio y el tiempo, sola, junto al servicio de té de brillantes y suaves superficies de plata, esperándolo.

— Por primera vez una mujer está ya preparada, esperando -dijo Bill, acercándose-. Y por primera vez -admitió- llego a tiempo a una cita.

— ¿Cómo es eso? -preguntó la mujer, reclinándose en la silla de mimbre.

— No sé -dijo él.

— Bueno. -La anciana sirvió el té.- Para empezar de algún modo, ¿qué piensa del mundo?

— No sé nada.

— El comienzo de la sabiduría. Cuando se tienen diecisiete años, se sabe todo. Si piensa lo mismo a los veintisiete años, tiene aún diecisiete.

— Parece haber aprendido mucho.

— Les viejos aparentan saberlo todo. Pero es un papel, una máscara, como otra cualquiera.

Entre usted y yo, los viejos nos guiñamos el ojo, y sonreímos, diciendo: ¿te gusta mi máscara, mi actuación? ¿No es la vida una comedia? ¿Interpreto bien?

Los dos se rieron quedamente. Bill se echó hacia atrás y dejó que la risa le brotara naturalmente por primera vez en muchos meses. Al fin la mujer tomó la tetera con las dos manos y miró adentro.

— Sabe usted; es una suerte que nos hayamos conocido tan tarde. No me hubiera gustado que me conociese a los veintiuno. Era una tonta.

— Hay leyes especiales para las muchachas de veintiuno.

— ¿Cree entonces que yo era bonita?

Bill asintió de buen humor.

— ¿Pero cómo puede saberse? -preguntó la mujer-. Cuando uno se encuentra con el dragón que se ha comido al cisne, ¿se guía uno por las pocas plumas que han quedado en las fauces? Un cuerpo como éste es un dragón, todo escamas y pliegues. Así que el dragón se comió al cisne blanco. No lo veo desde hace mucho. Ni siquiera recuerdo cómo era. Pero está ahí, a salvo, adentro todavía vivo. El cisne esencial no ha cambiado una pluma. Sabe usted; algunas mañanas de primavera y otoño salgo a caminar y pienso: ¡correré por la hierba, me internaré en el bosque, y comeré moras! ¡O nadaré en el lago, o bailaré hasta el alba! Y en seguida descubro, con furia, que soy este viejo y arruinado dragón. Soy la princesa de la torre abolida, que aún espera al príncipe.

— ¿No se le ocurrió escribir un libro?

— Mi querido muchacho, he escrito. Qué otra cosa le queda a una vieja doncella. Fui una criatura alocada de cabeza de lentejuelas de feria hasta los treinta años, y entonces el único hombre que me había importado realmente se casó con otra. Me dije a mí misma que merecía ese destino, por no haberme casado a tiempo. Empecé a viajar. Los copos de nieve de los marbetes blanquearon mi equipaje. Estuve en París, sola en Viena, sola en Londres, y, siempre, era como estar sola en Green Town, Illinois. ¡Oh!, sobra tiempo entonces para pensar, para mejorar los modales, agudizar la conversación. Pero pienso a veces que hubiera cambiado un tiempo de verbo o una cortesía por alguien que me hubiese acompañado en un fin de semana de treinta años. Bebieron el té.

— ¡Oh, qué torrente de autocompasión! -dijo la mujer, animadamente-. Hablemos de usted ahora. Tiene treinta y un años y no se ha casado aún.

— Digámoslo así: las mujeres que hablan, piensan y actúan como usted son raras.

— ¡Oh! -dijo ella seriamente-. No espere que las muchachas hablen como yo. Eso viene más tarde. Son demasiado jóvenes ante todo. Y luego, el hombre común echa a correr cuando descubre rudimentos de cerebro en una dama. Apostaría a que se ha encontrado usted con varias jóvenes que le han ocultado su inteligencia. Tendrá que buscar un poco para descubrir el bicho raro. Levantar algunas tablas.

Se rieron otra vez.

— Seré probablemente un meticuloso viejo solterón.

— No, no, no haga eso. No estaría bien. Ni siquiera debía de haber venido. Esta calle lleva sólo a una antigua pirámide. Las pirámides son muy hermosas, pero las momias no son buena compañía. ¿Adónde querría ir, qué querría hacer realmente?

— Ver Estambul, Port Said, Nairobi, Budapest. Escribir un libro. Fumar demasiados cigarrillos. Caer en un precipicio, pero ser salvado por un árbol. Recibir unos tiros en un callejón, en una medianoche marroquí. Amar a una mujer hermosa.

— Bueno, no creo que pueda yo satisfacer todo eso -dijo la mujer-. Pero he viajado, y puedo hablarle de algunos lugares. Y si entra en mi jardín esta noche, y yo estoy todavía despierta, podría descargar sobre usted un mosquete de la guerra civil. ¿Se satisfarían así sus masculinas ansias de aventura?

— Sería maravilloso.

— ¿A dónde le gustaría ir ahora? Puedo llevarlo a donde quiera, con un encantamiento. Nombre el lugar. ¿Londres? ¿El Cairo? El Cairo le enciende a uno el rostro, como una luz. Así que vayamos a El Cairo. Descanse. Ponga un poco de tabaco en esa pipa, y reclínese.

Bill se apoyó en el respaldo, sonriendo, abandonándose, y escuchó, y ella empezó a hablar:

— El Cairo... -dijo.

Pasó una hora entre joyas y callejones y vientos del desierto egipcio. El sol era dorado, y el Nilo barroso golpeaba las costas del delta, y una muchacha muy joven y ágil en lo alto de una pirámide decía a Bill que subiese y se amparara del sol, y Bill subió, y la muchacha le tendió la mano, y luego cabalgaron en un camello, trotando hacia la enorme forma de la Esfinge, y más tarde, en el barrio nativo, se oyó un tintineo de martillitos sobre bronces y platas, y una música que brotaba de unos instrumentos de cuerda y que se apagaba, se apagaba...

William Forrester abrió los ojos. La señorita Loomis había terminado la aventura y estaban de vuelta en el jardín, con el té frío en la tetera, y los bizcochos secos al sol de la tarde.

William Forrester se estiró y suspiró.

— Nunca me he sentido más cómodo.

— Tampoco yo.

— Me he quedado demasiado tiempo. Debía de haberme ido hace una hora.

— ¿Sabe que he disfrutado de cada minuto? ¿Pero qué verá usted en una vieja tonta?

Bill se echó hacia atrás y entrecerró los ojos y la miró. Cerró aún más los ojos hasta sólo dejar pasar un filamento de luz. Inclinó la cabeza, un poco hacia un lado, y luego hacia el otro.

El hombre no dijo nada, y siguió mirando.

— Si uno lo hace bien -murmuró luego-, uno puede ajustar, cambiar...

— ¿Qué hace? -preguntó ella, incómoda.

En su interior pensaba ajustar el tiempo, volver atrás años. De pronto se sobresaltó.

— ¿Qué pasa? -preguntó la mujer.

Había desaparecido. Bill había abierto los ojos para verlo. Un error. Debía de haber borrado un poco más ociosamente, con los ojos entornados.

— Durante un instante -dijo- lo vi.

— ¿Qué?

El cisne, por supuesto, pensó Bill, pero su boca debió de haber dibujado las palabras.

La señorita Loomis se sentó muy derecha. Las manos cayeron rígidas, en el regazo. Miró a Bill, y él, mientras la observaba, sin saber qué hacer, vio que los ojos de la anciana cambiaban y se humedecían.

— Lo siento -dijo-, lo siento muchísimo.

— No, no lo sienta -dijo ella. Siguió rígidamente sentada sin tocarse la cara o los ojos, con las manos juntas-. Será mejor que se vaya. Sí, puede venir mañana, pero ahora váyase, ¡por favor!, y no hable.

Bill cruzó el jardín, dejándola junto a la mesa, a la sombra. No se atrevió a mirar hacia atrás.

Cuatro días, ocho días pasaron, y Bill fue invitado a tés, cenas, almuerzos. Hablaron en las largas y verdes tardes, hablaron de arte, literatura, vida, sociedad, política. Comieron helados y pichones, y bebieron buenos vinos.

— No me importa lo que diga la gente -comentó ella- Y la gente está diciendo cosas, ¿no es así?

Bill se movió, incómodo.

— Lo sé. Una mujer nunca se libra de habladurías, ni aun a los noventa y cinco años.

— Puedo dejar de visitarla.

— ¡Oh, no! -exclamó ella y se contuvo. Con voz más serena añadió-: Sabe que no puede hacerlo. Sabe que no le importa lo que piensan. Mientras nosotros sepamos que todo está bien.

— No me importa.

— Bien -la mujer se acomodó en la silla-, juguemos nuestro juego. ¿Qué será hoy? ¿París? Creo que París.

— París -dijo él, asintiendo dulcemente.

— Bueno -comenzó la mujer-, es el año 1885 y embarcamos en Nueva York. Aquí está el equipaje, y los billetes. Estamos en el mar. Llegamos a Marsella.

Aquí estaba ella, en un puente, mirando las aguas claras del Sena, y aquí, un momento después, estaba él a su lado, mirando las mareas del estío, que pasaban. Aquí estaba ella con un aperitivo en los dedos blancos como el talco, y aquí estaba él, con rapidez asombrosa, inclinándose hacia adelante para brindar con ella. El rostro de Bill apareció en las salas con espejos de Versalles, sobre humeantes smörgasbörds en Estocolmo, y los dos contaron los postes pintados de los canales de Venecia. Las cosas que ella había hecho sola, las hacían ahora juntos.

Se miraron en las últimas horas de la tarde. Era un día de agosto.

— ¿Sabe usted -dijo él- que la he visto casi todos los días durante dos semanas y media?

— ¡Imposible!

— He disfrutado inmensamente.

— Sí, pero hay tantas chicas jóvenes.

— Usted tiene lo que a ellas les falta: bondad, inteligencia, ingenio.

— Disparates. La bondad y la inteligencia son preocupaciones de la edad. A los veinte años es más fascinante ser cruel e insensato. -La señorita Loomis hizo una pausa y tomó aliento-.

Bueno, lo pondré en un apuro. Recuerdo aquella primera tarde de los helados, usted dijo que en un tiempo había sentido... digamos cierto afecto por mí. Nunca hablamos de eso. Pido ahora que me cuente esa molesta historia.

Bill no sabía aparentemente qué decir.

— Me apura usted.

— ¡Hable!

— Vi su fotografía hace años.

— Nunca permití que me fotografiaran.

— Esta era una fotografía vieja, de los veinte años.

— ¡Oh, ésa! Es realmente gracioso. Cada vez que hago una caridad o asisto a un baile le sacan el polvo a esa fotografía y la imprimen. Todos se ríen en el pueblo, incluso yo.

— Es una crueldad del periódico.

— No. Les dije un día: si quieren un retrato mío publiquen ése de 1853. Que me recuerden de ese modo. Por favor, no abran el ataúd en el servicio.

— Le contaré.

Bill cruzó las manos, se las miró, y esperó un momento. Recordaba la fotografía, muy claramente. Era hora, aquí en el jardín, de recordar todos los detalles, y a Helen Loomis, muy joven, que posaba por primera vez-, solitaria y hermosa. Recordó el rostro tranquilo, sonriente y tímido.

Era el rostro de la primavera, era el rostro del verano, era la calidez del trébol. Las granadas le brillaban en los labios y el cielo lunar en los ojos. Tocar aquel rostro sería como esa experiencia siempre nueva de abrir la ventana una mañana de diciembre, temprano, y sacar la mano a la nieve blanca y fría que había caído en silencio, sin anunciarse, de noche.

Y la frescura y la ternura del rostro estaban ahí para siempre, por un milagro de la química fotográfica, y los vientos del tiempo no podrían cambiar ni una hora ni un segundo. Esa primera y fresca nieve blanca, nunca se fundiría, en mil veranos.

Eso era la fotografía, y así la recordaba Bill. Ahora habló otra vez, luego de recordar y pensar en aquella imagen.

— Cuando vi por vez primera el retrato era un retrato simple, directo, con un peinado natural, y no sabía que tenía tantos años. La noticia en el periódico decía algo de Helen Loomis, que patrocinaba el baile de la noche. Corté la fotografía del periódico; la llevé conmigo todo el día. Esperaba ir al baile. Luego, a la tarde, alguien me vio mirando la fotografía, y me explicó todo. Que la habían sacado hacia tanto tiempo y que desde entonces aparecía todos los años en el periódico. Y me dijeron que no fuera a buscarla aquella noche al baile, con el retrato.

Pasó un largo minuto. Bill miró la cara de la mujer. La señorita Loomis miraba el muro más lejano del jardín, y las rosas sobre el muro. No podía saberse qué pensaba. Nada había en su rostro. Se hamacó un poco en la silla y luego dijo suavemente:

— ¿Otro poco más de té?

Bebieron. Luego ella se inclinó y tocó el brazo de Bill.

— Gracias -dijo.

— ¿Por qué?

— Por querer buscarme en el baile, por recortar la fotografía, por todo. Muchas gracias.

Caminaron por los senderos del jardín.

— Y ahora -dijo ella- me toca a mí. Recuerda que mencioné una vez a un pretendiente de hace setenta años. ¡Oh!, murió hace cincuenta, por lo menos; pero cuando era muy joven, se pasaba los días a caballo, y hasta las noches, en los prados de las afueras. Tenía una cara sana y viva siempre quemada por el sol, y unas manos muy cuidadas, y fumaba como una chimenea, y caminaba como si fuese a volar. No conservaba un trabajo, y lo despedían cuando empezaba a interesarle, y un día casi se peleó conmigo porque yo era más indisciplinada que él y no me decidía a sentar cabeza. Así fue. Nunca pensé que volvería a verlo. Pero ahí está usted despidiendo cenizas alrededor, torpe y elegante. Sé lo que va a hacer antes que lo haga, y siempre me sorprende. No creo mucho en reencarnaciones, pero el otro día se me ocurrió, ¿y si en la calle yo lo llamara Robert, Robert, usted se daría vuelta?

— No sé -dijo él.

— Yo tampoco. La vida es interesante; realmente.

Agosto había terminado casi. La mano fresca del otoño entró lentamente en el pueblo, y todo pareció suavizarse, y en los árboles apareció la primera fiebre de color, un rubor débil en las colinas, y un olor de león en los campos de trigo. Ahora el dibujo familiar de los días se repetía como si un calígrafo escribiera, una y otra vez, una serie de eles y emes, repitiendo la línea en delicados arroyuelos.

William Forrester cruzó el jardín una tarde, en los primeros días de setiembre, y vio que Helen Loomis escribía cuidadosamente en la mesa de té.

La mujer hizo a un lado la pluma y el tintero.

— Le escribía a usted una carta.

— Bueno, estoy aquí y puede ahorrarse el trabajo.

— No, es una carta especial. Mírela. -La mujer mostró el sobre azul.- Recuerde. Cuando la reciba, estaré muerta.

— No hable así, por favor.

— Siéntese y escuche.

Bill se sentó.

— Mi querido William -dijo la anciana a la sombra del quitasol-. Viviré sólo unos días. No. -Extendió la mano.- No diga nada. No tengo miedo. Cuando se ha vivido mucho se pierde también ese miedo. Nunca me gustó la langosta, principalmente mientras no la probé. En mi octogésimo cumpleaños, comí langosta. No puedo decir que me apasione, pero sé cómo sabe, y no le tengo miedo. Diría que la muerte es como la langosta. Me entenderé con ella. -Movió las manos.- Basta. Hay algo más importante. No nos veremos más. No habrá servicios. No moleste a la mujer que cruza esta puerta, ni a la que se va a dormir.

— Nadie puede predecir la muerte -dijo Bill al rato.

— Durante cincuenta años he mirado el reloj del abuelo en el vestíbulo, William. Desde que se estropeó una vez puedo predecir hasta la hora en que va a pararse. Los viejos no son diferentes. Sienten cómo la máquina empieza a marchar más lentamente. ¡Oh, por favor, no ponga esa cara, no!

— No puedo evitarlo -dijo él.

— Hemos pasado momentos felices, ¿no es así? Fueron algo hermoso, estas charlas diarias.

Hay una frase muy gastada que habla del "encuentro de las mentes". -La mujer volvió el sobre azul entre los dedos.- Siempre me pareció que el amor era algo mental, aunque el cuerpo no quiera reconocerlo. El cuerpo vive encerrado en sí mismo. Vive sólo para alimentarse y esperar la noche. Es esencialmente nocturno. ¿Pero y qué pasa con la mente que nace en el sol, William, y debe pasar miles de horas despierta y atenta? ¿Puede uno comparar el cuerpo, esa cosa nocturna, lastimosa y egoísta, con toda una vida de sol e inteligencia? No sé. Sólo sé que ahí ha estado su mente, y aquí la mía, y que las tardes han sido incomparables. Hay tanto que hablar aún, pero lo dejaremos para otro tiempo.

— No parece quedarnos mucho tiempo ahora.

— No, pero quizá haya otro tiempo. El tiempo es algo tan raro, y la vida es dos veces más rara. Los engranajes no coinciden, giran sin embargo las ruedas, y las vidas se entrelazan demasiado temprano, o demasiado tarde. He vivido demasiado, indudablemente. Y usted ha nacido demasiado temprano, o demasiado tarde. Hay algo terrible en este modo de contar el tiempo. Pero quizá yo sufra mi castigo por haber sido una tonta. De todos modos, en la próxima vuelta, las ruedas funcionarán bien otra vez. Mientras tanto puede encontrar una joven encantadora, casarse y ser feliz. Pero debe prometerme algo.

— Cualquier cosa.

— Prométame que no envejecerá demasiado, William. Si no le trae algún trastorno muera antes de los cincuenta. Se lo aconsejo, pues no sé cuándo nacerá otra Helen Loomis. Sería horrible que fuese usted muy, muy viejo y una tarde de 1999 me viera otra vez en la calle principal, veintiún años, y todo empiece de nuevo. No creo que yo pueda aguantar más tardes como éstas, por más placenteras que sean. Mil litros de té y quinientos bizcochos bastan para una amistad. Así que muérase de neumonía dentro de veinte años. Pues no sé cuánto tiempo nos retienen allá. Quizá nos envían de vuelta en seguida. Pero haré lo que pueda, William, realmente. Y cuando todo esté arreglado y dispuesto, ¿sabe usted qué ocurrirá?

— Dígamelo.

— Alguna tarde de 1995 o 1990 un joven llamado Tom Smith o John Green, o algo parecido, caminará por la parte baja del pueblo y se detendrá en un mostrador, y pedirá, apropiadamente, algún helado raro. Una joven de la misma edad estará allí sentada, y cuando oiga el nombre del helado, algo ocurrirá. No sé qué o cómo. Ellos no lo sabrán tampoco; seguramente. Ocurrirá simplemente que el nombre del helado les parecerá hermoso a los dos. Hablarán. Y más tarde, cuando se hayan presentado, saldrán juntos a la calle.

La mujer sonrió a Bill.

— Demasiado arreglado, pero perdone a una vieja la manía de empaquetarlo todo ordenadamente. Es una fruslería que le dejo. Bueno, hablemos de otra cosa. ¿Hay algún sitio que no hayamos visitado? ¿Estuvimos ya en Estocolmo?

— Sí, es una hermosa ciudad.

— ¿Glasgow? ¿Sí? ¿Dónde, entonces?

— ¿Por qué no Green Town, Illinois? -dijo Bill-. Al fin y al cabo, no hemos visitado juntos este pueblo.

La mujer se reclinó en la silla, como Bill, y dijo:

— Le contaré cómo era, entonces, cuando yo tenía dieciocho años, hace mucho...

Era una noche de invierno, y ella patinaba levemente sobre el estanque de hielo de luna blanca. La imagen se deslizaba y murmuraba. Era una noche de verano con fuego en el aire, en las mejillas, en el corazón, y en los ojos se apagaba y encendía el color de las luciérnagas. Era una noche susurrante de otoño, y allí estaba ella, echando carbón en la cocina, cantando, y allí estaba ella, corriendo por el musgo, a orillas del río, y nadando en el pozo de piedra en las afueras del pueblo, una noche de primavera, en las aguas profundas y tibias. Y ahora era el cuatro de julio, y los cohetes golpeaban el cielo, y en todos los porches brillaban fuegos rojos, y luego fuegos azules, y ahora rostros de fuego blanco, y el rostro de ella resplandecía con el último cohete.

— ¿Puede ver todo eso? -preguntó Helen Loomis-. ¿Puede verme?

— Sí -dijo William Forrester, cerrando los ojos-. Puedo verla.

— Y luego -dijo ella-, Y luego...

La voz continuó. Pasó la tarde, y cayó la noche, pero la voz continuó en el jardín, y cualquiera que pasase por la calle podía oír aquel sonido de polilla, débil, muy débil...

Dos días más tarde, William Forrester estaba sentado a la mesa en su cuarto, cuando llegó la carta. Douglas subió las escaleras y le dio la carta como si supiera que decía.

William Forrester reconoció el sobre azul, pero no lo abrió. Se lo puso simplemente en el bolsillo de la chaqueta, miró al niño un momento y dijo:

— Vamos, Doug, te invito.

Caminaron calles abajo, hablando muy poco. Douglas callaba, sintiendo que el silencio era necesario. El otoño, que había amenazado unos días, se había ido. El verano había vuelto otra vez, y encendía las nubes y pulía el cielo metálico. Entraron en la droguería y se sentaron junto a la fuente. William Forrester sacó la carta, y la puso en el mostrador, pero no la abrió.

Miró afuera la luz amarilla del sol sobre la calle, y los toldos verdes, y las letras doradas de los escaparates del otro lado, y miró el almanaque en la pared. 27 de agosto de 1928. Miró su reloj pulsera, sintió que el corazón le golpeaba lentamente, y vio que la manecilla del segundero se movía y movía sin prisa, y vio el almanaque, helado para siempre, y el sol, clavado en el cielo. El aire cálido se abría bajo los siseantes ventiladores, sobre su cabeza.

Algunas mujeres se reían junto a la puerta, pero él no las vio, pues miraba más allá, el pueblo, y el alto reloj de la alcaldía. Abrió la carta y empezó a leer.

Luego se volvió lentamente en el taburete giratorio. Ensayó las palabras, una y otra vez, silenciosamente y al fin habló en voz alta, repitiéndolas:

— Un helado de lima y vainilla -dijo-. Un helado de lima y vainilla...

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Tomado de El vino del estío, de Ray Bradbury.

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