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jueves, 23 de junio de 2011

Ser feliz es bueno para la salud...

El domingo pasado fue el Día del padre en esta latitud del mundo, y ya arrejuntados todos bajo el techo amoroso de la casa familiar, vino mi primo el Chato Peralta, ya bastante beodo, y me dijo: “Oye, güey, ¿qué es esa chingadera de la felicidad, porque yo soy padre, soy buen padre, pero no sé si soy feliz?”, y después fue a sentarse bajo una piocha a coagularse lentamente mientras caía la tarde.

Ni siquiera esperó a que yo le tirara el rollote acostumbrado sobre la felicidad y sus pececitos.

Y después el domingo se fue desgranando entre abrazos, cervezas y todo eso que, dicen, son los accesorios de la felicidad, precisamente.

Y lo que son las casualidades, eh, esas que dicen que no existen.

Hoy he leído en la prensa un hermoso artículo sobre la felicidad, escrito por Beatriz Martínez de Murguía, y que ha titulado “La felicidad, ese penoso deber”.

Dice Beatriz:

Siempre que leo algún texto empeñado en desentrañar la felicidad recuerdo al poeta ruso, y judío, Osip Mandelstam, desaparecido en el Gulag, que acostumbraba a preguntarle a su mujer algo así como “y a ti, ¿quién te ha metido en la cabeza que hay que ser feliz?”.

No entendía el ansia con que ella buscaba ese estado de ánimo sin el cual, eso parece, la vida es una desdicha.

Mandelstam padeció la persecución del estalinismo y, la verdad sea dicha, tenía pocas razones para pensar que existiera esa cosa llamada “felicidad” o que incluso mereciese la pena molestarse en buscarla, no digamos ya en hallarla.

Han transcurrido más de setenta años desde entonces, el mundo es otro muy distinto y, sin embargo, la pregunta no deja de ser pertinente.

Cada año se publican innumerables estudios, guías, ensayos, y encuestas sobre la felicidad y todo lo imaginable en torno a ella, sobre lo que significa o no significa ser feliz, sobre la manera de alcanzarla o de orientar nuestra vida para pensar en ella un día sí y otro también, sobre si sabemos o no sabemos ser felices….

No hay sensación que compita con el éxtasis que, en principio, debe o debería producirnos la idea de ser felices y, a pesar de ello, eso dice un estudio, la búsqueda de la felicidad también genera frustración.

Tal como entendemos hoy la idea de nuestro bienestar emocional, que al fin y al cabo en eso consiste la sensación de felicidad, necesitamos la plenitud permanente y en todos los aspectos de nuestra vida; necesitamos sentir que nos quieren, más que nosotros queremos a otros, que vivimos en el equilibrio permanente y casi nada podría derribarnos y necesitamos también que quienes nos rodean piensen, o crean, que somos eso, sobre todo, felices.

Hemos convertido a la felicidad en sinónimo de certeza, de seguridad, de certidumbre.

El propio Voltaire, un hombre sabio por encima de todas las cosas, pensaba que para ser feliz era necesario saber pensar y ser capaz de amar, porque sólo así un hombre llegaba verdaderamente a ser hombre; debía, además, saber rodearse de personas interesantes e instruidas, pero no autosuficientes, y contar al menos con un buen amigo al que escuchar y que se mostrase dispuesto a escucharnos cuando nuestra alma naufragase en el tormento…

Difícil.

Por eso quizás le añadía una dosis de voluntarismo cuando afirmaba “He decidido ser feliz, es bueno para la salud”.

También puede ser que el camino resulte, en ocasiones, demasiado tortuoso, que ser feliz requiera demasiado esfuerzo y el deber de felicidad que hoy todos nos imponemos, como la máxima realización de nuestras vidas, sea, precisamente, una manera segura de llegar a la infelicidad.

Como sea, digo yo, casi quien decide cómo quiere ser feliz: tatuándose un diablo en las nalgas, atravesándose los pezones con cadenas, estudiando para sacar puros dieces, yendo a misa todas las tardes, recogiendo perros callejeros o pudriéndose sin bañarse durante tres semanas, como el Dr. Holguín…

Porque la felicidad es también algo relativo y subjetivo, como el amor, la belleza y el clembuterol según Blatter…

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