La
tragedia de Iguala ha dejado malparada a la izquierda mexicana.
La
caída del gobernador, el desacreditado Ángel Aguirre, apenas le ha dado un
respiro. La renuncia llega tras una chirriante resistencia de cuatro semanas
durante las que su destitución fue exigida en una escalada imparable, primero,
por familiares y compañeros de los normalistas; luego, por decenas de miles de
ciudadanos solidarizados con las víctimas y, finalmente, por la gran mayoría de
las fuerzas políticas. Frente a esta inmensa avalancha de repudio, solo se
resistió la propia cúpula del PRD.
Su
sorprendente negativa a forzar la salida de Aguirre, que sólo se ha torcido
ante las proporciones casi suicidas que cobraba esta postura, ha supuesto un
durísimo golpe en la credibilidad de la fuerza hegemónica de la izquierda. Un
deterioro que también ha alcanzado a Andrés Manuel López Obrador y a su recién
estrenado Movimiento de Regeneración Nacional, que dio su apoyo a uno de los
políticos más enlodados por la tragedia.
El
escándalo de Iguala, mezcla de corrupción, violencia e impunidad, tiene su
epicentro en dos personajes, el alcalde de la ciudad, José Luis Abarca, y su
esposa, María de los Ángeles Pineda.
Ambos
estaban afiliados al PRD y contaban con todos sus beneplácitos. Esta
connivencia entre los autores intelectuales de la desaparición de los normalistas
y la formación de izquierdas ha puesto en la cuerda floja a la recién estrenada
dirección del partido, en manos de Carlos Navarrete, uno de los líderes de la
poderosa corriente Nueva Izquierda. El resultado de este equilibrismo ha sido
un estrepitoso fracaso.
Carlos Navarrete y Ángel Aguirre: la defensa.
Navarrete,
en su primer embate de altura, optó por la defensa cerrada del gobernador
Aguirre, el punto intermedio entre el alcalde de Iguala y el partido, y un
político desgastado a quien se culpa mayoritariamente de la descomposición del
estado y su caída en manos del narco.
Los
motivos de esta decisión son oscuros. Aguirre ni siquiera es un miembro
veterano del PRD, sólo un tránsfuga conocido por su adherencia al poder.
Medios
como El Universal han sugerido las fuertes aportaciones que hizo Aguirre para
sufragar la campaña interna de Navarrete. Fuentes del PRD consultadas por este
periódico han negado este extremo. En cualquier caso, sí reconocen que la
defensa de Aguirre les ha dañado políticamente y que se han visto forzados ha
solicitar su dimisión.
“La
salida de Aguirre supone una corrección que tiene que ir mucho más lejos, la
clase política guerrerense ha de darle garantías a la ciudadanía de que no hay
otro Abarca en sus filas. Eso es más importante que el cambio de gobernador”,
señaló a este periódico el escritor y analista Héctor Aguilar Camín.
La
erosión también la ha sufrido Andrés Manuel López Obrador, el carismático
excandidato a la presidencia de México por el PRD y actual líder del Movimiento
de Regeneración Nacional (Morena).
El
alcalde de Iguala, vinculado al cartel de Guerreros Unidos y ahora en paradero
desconocido, fue elevado al puesto por el exsenador Lázaro Mazón, quien iba a
concurrir en 2015 por Morena a las elecciones a gobernador en Guerrero. Mazón,
antiguo regidor de Iguala y factótum de la política en la tercera ciudad del
estado, tenía profundos vínculos de amistad con el fugado y había intercedido
por él en importantes negocios.
La
pregunta que ahora corre en boca de todos es cómo fue posible que López Obrador
diese su confianza a un político tan vinculado al alcalde de Iguala.
“Lo
que se ha hecho es muy poco y llega muy tarde. Lo ocurrido en Guerrero deja mal
parado al PRD y, sobre todo, a la cúpula de Nueva Izquierda. Y también a López
Obrador. Se empeñaron en ignorar lo que todos veían, ha sido una especie de
suicidio colectivo”, indica el académico y analista Sergio Aguayo.
A
quien le da un respiro la marcha de Aguirre es al presidente Enrique Peña
Nieto. En apenas una semana, el mandatario ha visto dos avances significativos.
Ha sido detenido el líder de Guerreros Unidos, el cartel más fuerte del estado
sureño y cuyos sicarios participaron en la matanza y secuestro de normalistas.
Y ahora, ha caído una figura cuya mera permanencia en el poder soliviantaba a
las víctimas y mostraba la debilidad institucional en la que vive Guerrero, un
territorio donde cada semana, para espanto general, se hallan nuevas fosas
repletas de cadáveres sin identificar.
Con
estos dos ases en la mano, Peña Nieto despeja mínimamente el escenario
político, pero no frena la cuenta atrás abierta por la desaparición de los
jóvenes estudiantes. Los agentes federales, encabezados por el investigador
número uno de México, Tomás Zerón, el hombre que capturó al Chapo Guzmán, el
narcotraficante más buscado del planeta, están moviendo cielo y tierra para dar
con el paradero de los alumnos de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa.
Pero
cada día que pasa sin resultados, la desconfianza aumenta.
María de los Ángeles Pineda y José Luis Abarca
Este
escepticismo se ancla en capítulos tan chuscos como la fuga del alcalde de
Iguala, José Luis Abarca; su esposa, María de los Ángeles Pineda, y su jefe de policía, tres de los principales implicados en
los terribles hechos.
Su
huida, escenificada con pasmosa tranquilidad, dejó primero en ridículo al
dimitido gobernador de Guerrero, pero con el trascurso de los días y cuando el
caso fue tomado directamente por el poder central, ha empañado al propio
Ejecutivo. Su captura se ha vuelto una prioridad nacional.
Mientras llega, la escapada de los tres sospechosos sirve de combustible a los
normalistas para sus movilizaciones, cada vez más intensas, contra las
autoridades estatales y federales.
En
este contexto, la caída de Aguirre puede actuar como un bálsamo momentáneo,
pero la asignatura pendiente sigue siendo el hallazgo de los estudiantes, un
capítulo para el que sus compañeros, apoyados por una constelación de grupos
radicales, ya han dejado sentado que sólo admiten un desenlace: que los
devuelvan con vida.
“Vivos
se los llevaron, vivos los queremos”, es su lema. En el caso de que esto no
ocurra, las consecuencias son imprevisibles.
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