
miércoles, 30 de septiembre de 2009
¿Por qué los hombres aman a las cabronas…

Yo también me siento como un perro...

Es verdaderamente un lío lo que estamos viviendo en torno a la educación y al aprovechamiento de nuestros niños y jóvenes: Que si saben leer, que si no tienen el hábito, que si salen tronados en matemáticas, que si García Márquez todos los días se siente perro porque la prensa escrita parece que la redactan con las extremidades inferiores, que si de qué lado masca la iguana... en fin...
La crisis educativa de nuestros días, meses y años no constituye un acontecimiento repentino, sino que ha tenido sus raíces en épocas anteriores, específicamente en la de aquellos antiguos pensadores. La pregunta de por quién o qué educa al hombre presupone una visión de aquello que solemos designar con la palabra educar: Del latín “Educare” (ex y ducere), este verbo transmite el sentido de jalar de adentro hacia fuera; es decir, hacer aflorar algo ya presente en el educando, y queda excluida la noción de una educación colectiva, sino que la educación es de uno en uno.
Educar, entonces, entendido en el sentido de guiar o jalar hacia fuera lo que el educando tiene dentro de sí, remite a un proceso individual, puesto que no puede haber identidad entre dos o más personas, al igual que entre dos o más cosas cualesquiera. Con ello, automáticamente quedan marginados nuestros sistemas educativos modernos, en cuanto no se estructuran sobre principios de la enseñanza individualizada.
Ya dijo Rosseau que no es el individuo el que es producto de la sociedad, sino ésta el de aquel, de manera que cuando de educación hablamos, nos referimos al individuo singular. Hacia él está (o debería de estar) orientada la educación.
Cuando se habla de aprendizaje no se encuentra lejos el concepto de enseñanza. Tal es así que se suele hablar del proceso de enseñanza-aprendizaje, el cual ha sido factor dominante de tiempo atrás en la educación humana. Sin embargo, el esquema estímulo-respuesta implícito en dicho proceso, lo convirtió en un mecanismo rígido que no pudo sino desembocar en la reflexología soviética, desarrollada por la escuela de Pávlov, y el conductismo skinneriano, dominante en el mundo anglosajón. La consecuencia de ambos sistemas educativos, adoptados de modo variable en la mayoría de los países del globo terrestre, según nos ha comentado “El Polacas”, ha sido la de considerar sólo los estímulos, manipulables a voluntad y las respuestas observables.
También habría que entender que conducta modificada y aprendizaje no son asuntos idénticos, porque la primera les sirve de base a los investigadores sólo para inferir que la misma es consecuencia de un respectivo estímulo, mientras que el aprendizaje, como el “Polacas” admite, es algo que tiene lugar dentro de la cabeza de un individuo, en su cerebro, “y no es inferible”, subraya el licenciado Holguín empinándose un vaso de agua así como muy raro.
En la mayoría de los estudios sobre el tema, para lograr aún una mayor precisión en sus mediciones, los que aplican el método skinneriano decidieron sustituir al instructor, quien lleva a cabo la enseñanza, por dispositivos mecánicos. El exitoso uso de las máquinas comprobó que la tradicional enseñanza impartida por maestros, de marcado carácter mecánico, consistente en hacer repetir correctamente lo que ha sido expuesto correctamente, no competía con la eficacia de aquellas.
Por su parte, Piaget se plantea el problema de la dicotomía de lo que él llama la escuela para pensar frente a la escuela para leer (o escuela para pensar frente a la escuela para memorizar, pues se considera que la absorción mecánica de conocimientos propicia predominantemente el empleo de la memoria). El conocimiento de lo individual concreto no se obtiene por la ciencia, suponiendo que por algún modo pueda obtenerse conocimiento auténtico de lo más radical que hay en el hombre, y lo constituye en individuo. El “conocimiento de los hombres” es un don, y no es la psicología quien lo da, dijo Nicol afuera del Pluma Blanca Bar.
Pero si no es la ciencia, ¿entonces quién puede aclararnos qué es exactamente el aprendizaje? (Sabe). Y ¿cómo podemos entonces aprender a pedir correctamente una cerveza en el Pluma Blanca?
Ya veíamos que la sociedad no es producto de la naturaleza, sino producto del hombre en cuanto individuo quien voluntariamente se asocia con sus semejantes. Sin embargo, la historia ha opacado este hecho elemental registrando tan sólo las distorsiones manifiestas a través de los tiempos. Como consecuencia de ello se ha incrustado la convicción general hasta en las ciencias, de que la colectividad es lo natural y el individuo el artificio de aquella.
Es decir, que el asunto no está tan facilito. Es más, según Rousseau, la primera ley del individuo es velar por su propia conservación, que él es el único juez de los medios para lograrla, por lo cual deviene en su propio maestro. Y de paso, convendría revisar el concepto de maestro, cuya noción prevaleciente es la de aquel que enseña una ciencia, arte u oficio, o tiene título para hacerlo.
Yo, por mi parte, hasta aquí no he entendido nada de lo escrito, salvo los dos primeros párrafos. Y me queda la pregunta, que seguramente todos nos hacemos respecto al título de esta entrega: ¿Y la cerveza? (Bien helada, por favor: Ya ven, ¿qué nos cuesta ser educados?).
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martes, 29 de septiembre de 2009
Como si no tuviera nada que ver...

Muchos de los funcionarios culturales reduccionistas —aquellos que creen y aseguran en su ignorancia que la cultura se reduce al arte y sus quehaceres— creen que la “cultura” no tiene que ver con nada que no sean los fenómenos y manifestaciones de su campo de estudio. En otras palabras, nuestros queridos burócratas culturales piensan y aseguran que la cultura —o su ausencia— nada tiene que ver con que los camiones urbanos dejen de correr a las ocho de la noche, nada tiene que ver con el precio de los boletos, nada tiene que ver con el hecho cotidiano de escoger entre cenar bien o ir al cine, porque las dos cosas no se pueden hacer la misma noche, como silbar y comer pinole.
Igualmente, la mayoría los funcionarios y/o teóricos de la educación están convencidos que la educación, sus fenómenos y manifestaciones se reducen a la enseñanza del dos más dos y a la repetición al infinito del a be ce, y no les pasa por la cabeza que la educación también tiene que ver con esas fallas ocultas del sistema —los llamados errores silenciosos del "sistema"—, que van desde el hambre y la pobreza, la tecnología mal aplicada y las familias disfuncionales, hasta la supuesta lucha entre el cuerpo y el espíritu —el alma, pues—, como si no tuviéramos una parte espiritual y una parte animal que nos conforma y nos da vida y sentido. Y no es un asunto de creer en dios o no, simplemente es aceptar la existencia de una energía vital que nos atraviesa como electricidad y nos impulsa a seguir adelante con la lectura cuando nuestro cuerpo con hambre y sueño nos pide a gritos de tripa que ya chole con García Márquez o con las ecuaciones diferenciales.
Pero —nos guste o no— una cosa sí tiene que ver con la otra: la cultura reduccionista, para no agrandar nuestro el área de influencia del concepto bien definido, y la educación tienen que ver con todo lo que nos hace humanos, con lo que se ve y también con lo que no se ve, que estamos hechos de carne y espíritu, y nutrimos esas “partes” con diferentes alimentos. Frijol y literatura, por ejemplo; carne y música, tortillas y pintura.
En su libro La literatura como Ciencia Social. Aportaciones a la Etología Humana, la maestra emérita de la Universidad de Sonora Josefina de Ávila Cervantes, nos ahonda maravillosamente sobre el tema, y de su libro comparto algunas ideas:
La educación escolar, tal como se encuentra estructurada, apunta a mantener dependencias que se alargan hasta la edad adulta, especialmente con el sentimiento mágico, que nos hace vivir esperando respuestas que sabe quién dará. Maestros y alumnos, atrapados en la organización circular cuyo centro es el ego y luchando estérilmente en cambiar lo de afuera sin comprender cómo es dicha estructura, terminamos extenuados y sin haber avanzado un milímetro.
Si nos detenemos a observar cómo trabaja nuestra mente con relación a nuestro cuerpo, veremos que éste, por considerarlo ajeno a los procesos anímicos, nos es totalmente desconocido. No sabemos cómo ni cuándo actúan uno sobre otro o si interactúan. Desde la separación platónica, el alma y el cuerpo -suponemos- se mueven de manera independiente. Por ello prevalece el dicho Mente sana en cuerpo sano. Hay quién cree que la salud del alma no afecta al cuerpo y al revés. La pérdida paulatina de la sensibilidad conforme crecemos termina por verse como algo independiente del cuerpo, a pesar de miles de señales de que el alma, la mente y el cuerpo no están separados.
Veamos cómo el lenguaje denuncia dicha división. Al hablar de alma y cuerpo no estamos considerando, como en el caso del dedo y de la mano, que se trata de lo mismo con diferentes designaciones sino que lo pensamos y vivimos como si fueran algo diferente, separado. Se insiste demasiado en las enfermedades nerviosas como si éstas no tuvieran que ver con el cuerpo.
Decir que algunos malestares son nerviosos minimiza su importancia y remite al paciente a una especie de autodominio de los nervios; supuestamente ello es posible, en cambio la enfermedad del cuerpo no puede ser controlada por el paciente: necesita del médico para curarse. Y allí vamos todos nerviosos, sin saber bien a bien que se quiere decir con eso, sufriendo los malestares y, además, sintiéndonos culpables pues estamos fingiendo estados de ánimo que se pueden resolver ¿cómo? Ni médicos ni conocidos ni bienhechores saben de qué se trata.
Termina uno por habituarse a los dolores inexistentes para los demás y molestos para el que los sufre. Las tensiones, los infartos, las subidas y bajadas de presión, las trombosis y todas las enfermedades que no tienen como origen un virus, no tienen nada que ver -se supone- con la manera de vivir la vida. Mucho hay qué caminar en tal sentido. El día que seamos capaces de ver nuestro ser de manera unificada, vamos a saber reconocer que el alma no está separada del cuerpo, y que todo se toca con todo. Somos un ser, indivisible aunque diferenciable en sus partes; el hecho de que podamos distinguir la cabeza de los pies no nos ha hecho creer que los pies sean algo diferente del resto del cuerpo. Ciertamente hay centros más sensibles que otros: todos sabemos que una mala caída puede provocar la muerte si el golpe fue en la cabeza y una simple rotura si fue en la cadera (aunque ello, indirectamente y por descuidos ulteriores -hospitalarios, por ejemplo- pueda también conducir a la muerte).
A la inversa: si recuperamos nuestra sensibilidad inicial, seremos capaces de advertir que todo malestar responde a un estímulo concreto sobre nuestra naturaleza, sea emocional o física. Ambas palabras son diferenciadoras de dos aspectos de una misma realidad: la de nuestro ser. No se trata de integrar nada puesto que ya estamos enteros.
Hablar de integración implica unificar por fuera lo que no está unido desde adentro pero no lo sabemos. Es de suma importancia observar el comportamiento de nuestro cuerpo y cómo, de acuerdo con los patrones culturales establecidos -y nunca puestos en duda-, sentimos que el alma es algo diferente al cuerpo. Lo retomo desde otra perspectiva: cómo lo que llamamos educación ha mantenido la división entre alma y cuerpo, a pesar de las innumerables señales de que no están separados.
Y hasta aquí se queda el tema. Ya lo retomaremos algún otro día, que hoy siento que mi cuerpo y mi alma andan por rumbos diferentes, acaso buscando sus propios alimentos. Yo qué sé...
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El Beckham que todos llevamos dentro...

“Soy un hombre aburrido”, dijo David Beckham el otro día, y por fin entendí que entre este tipo fashion y yo, que también soy fashion nomás que a mi manera, tenemos en común no sólo esa millonada que nos señala como estigma (sólo que a él, de money; a mí, de sueños; de hecho, la fortuna de David se calcula en más de 100 millones de euros; la mía, en igual cantidad pero de deseos: ¿está mal repartida la riqueza en el mundo? sí, pero no lo digan en voz alta), sino también un aburrimiento por todas las cosas tan pueriles de las que somos testigos involuntarios y de las que luego nos quieren hacer cómplices, como si no tuviéramos demasiados problemas con el solo hecho de tratar de sobrevivir dignamente a cada día, no necesariamente como Ulises después de las guerras helénicas, sino como simple héroe de la cotidianidad, héroes como tú y yo, amigo lector.
Porque has de saber que los héroes como yo, que no tenemos guerras que combatir ni océanos que navegar ni dolores que simular vivimos una vida difícil: todos creen que vamos por la vida plantando caléndulas en los bulevares, pero no, estamos siempre listos para cualquier llamado a las armas, para cualquier atentado que evitar, para cualquier agravio que lavar, y vivimos una vida difícil enmedio de tanta paz urbana, necesitamos guerras qué pelear: cuestiones de honor, crímenes sin sentido, invasiones a países indefensos, ofensas gratuitas, lecciones que darle a quienquiera que trate de pasarse de listo.
Los héroes como yo, que no tenemos cruzadas que defender ni continentes que descubrir ni religiones que predicar, vamos por la vida arrastrando la nostalgia por aquellos días en que las grandes naciones se volvían imperios y dominaban todos los rumbos de la rosa de los vientos...
Los héroes como yo, que sobrevivimos con un bizantino salario mínimo, que le debemos todo a todos (a Salinas y Rocha, a Sear's, a Elektra) y que no tenemos con qué ni en qué caernos muertos, vamos por la vida con bizarría inaudita, buscando dragones en cada esquina, sarracenos en los camiones urbanos, princesas encantadas en los escaparates, derechos de pernada en los moteles y usurpadores monacales, para blandir la cerveza cual espada en una cantina maloliente y bulliciosa perdida en el sucio centro de la ciudad...
Los héroes como yo, que amamos mujeres ajenas, hembras de pechos magníficos a la luz de cualquier luna, fotografías silenciosas en la bruma de los años, cuerpos olorosos a sudor entre las sábanas de un miércoles lluvioso, fantasmas desnudos de piel temblorosa al ataque agreste de un estoque furibundo, sabemos lo que es el dolor solitario en la entrepierna de las fantasías...
Los héroes como yo que sólo tenemos una patria, madre fértil que todo nos perdona, vamos por la vida buscando nuevas rutas que nos lleven a otras naciones, a mares ignotos, a huecos salobres para armar un presente decoroso sustentado en un pasado incierto, lejano, perdido en el laberinto del olvido, extraviado en la historia del mundo per secula seculorum...
Los héroes como yo, que un infeliz día tuvimos la certeza de estar en el lugar justo en el momento justo con el arma justa y nos enfrentamos a la vida tardíamente, conocemos el sabor de los naufragios justo antes de que el despertador nos marque las ocho de la mañana de la muerte...
Los héroes como yo, que arribamos tarde a todo, llegamos arrastrando nuestra ruidosa armadura, la mañana de un día cualquiera, al triste escritorio que habitamos la jornada de trabajo de la vida, cuesta arriba cotidiana rumbo al Gólgota de una muerte en el olvido...
Los héroes como yo, que un día sentimos en el oído derecho el soplo imperceptible de la parca, águila prometéica que devora nuestras entrañas cada hora de cada día de la vida, designamos con nuevos nombres a los amigos, a la mujer que nos ama, a los hijos que nos esperan en el rescoldo triste de la noche para armar con cuidado el día siguiente, y quemamos las naves de un pasado glorioso para atar amarras al presente: permanente paso hacia la nada...
Los héroes como yo, que quisimos ser vándalos del sueño a plena luz del mediodía, no tenemos civilizaciones que destruir ni pueblos que someter ni culturas que penetrar ni mujeres que violar ni hombres que decapitar ni niños que mutilar, por eso en el rincón más oscuro del retrete de la vida vomitamos la amargura que nos provoca esta inmundicia que tenemos por corazón...
Tú sabes, ex timado lector, que cuando uno es niño se inventa historias para pasársela bien frente a los demás: mi tío es policía, mi papá tiene un rifle, mi mamá es más bonita que la tuya, yo me saco puros dieces y demás mentiras cuyas raíces se incrustan en un pasado perdido debajo de cualquier pirámide, pero al paso del tiempo aquellas mentiras se vuelven una máscara que nos ayuda a pelear todas las guerras contra la irrealidad que nos han heredado injustamente esos perversos gobernantes que han maquillado el rostro de un país, de un estado, de una ciudad, de un barrio, con la retórica de la demagogia y de un manejo político que beneficia sólo a unos cuantos: observe usted los rostros de los comités de campaña y verá los mismos viejos y gastados rasgos de quienes han venido obteniendo ganancias a costa de la pobretud de los muchos: de la tuya y de la mía, ciertamente.
No nos sirve ser héroes de papel, personajes de literatura que nada más existen cuando alguien los lee o cuando nos invocan para ir a votar. No nos sirve con eso. Acaso es entonces que a la menor provocación se asoma el Beckham que todos llevamos dentro a aburrirse más de la cuenta con esas líneas que canta Joaquín Sabina: Los políticos y sus secuaces son tan pobres que no tienen más que dinero en un país en el que hemos dejado de creer en todo y en todos… a menos, claro, que formemos parte de ese gremio pequeño que todo lo arregla a puertas cerradas, mientras afuera la vida fluye con sus afluentes de mentiras: para decirnos que todo está bien en México, nuestros gobiernos necesitan que venga la Hillary a decirnos con palabras diplomáticas lo que con toda la propaganda masiva, que en sí misma ya es una redundancia, no han podido decirnos… aunque en el fondo ni la Hillary se lo crea ni los gobiernos se lo crean ni nosotros mismos lo creamos y nos perdamos por los caminos de la indecencia como héroes aburridos…
¿‘Tons qué, Beckham: qué te tomas…?
Tiritas pa’ este corazón partío...

lunes, 28 de septiembre de 2009
Hete aquí, pues, Ataúlfo J. Barrientos...
