— La lluvia es una bendición...
— Pues será una bendición —respingó la Araceli—, pero mientras el techo esté con tantas goteras, no puede ser más que una monserga, un fárrago, un embrollo, una insolencia... —y siguió trapeando la cocina tratando fatigosamente de sacar el agua que habíase estancado debajo del refrigerador, con el riesgo de sufrir una magnífica electrocutada, mientras los ratones la observaban desde los huecos de la nostalgia con cierto temor, como los integrantes de la feliz feliz Rondalla Universitaria... mmm...
— Y sí, tendrás razón —volvió a decir el poeta, porque en eso de decires y no haceres, los poetas se pintan solos, y es que no saben hacer otra cosa, pues, y luego el de la voz se quedó mirando al techo como el personaje aquel de la canción de mi primo el Nano (oséase, Joan Manuel Serrat), quien mirando al cielo, buscando inspiración, se quedó “colgao” en las alturas, y luego pensó: “Por cierto, Araceli, al techo no le iría nada mal una mano de pintura...”, para después pasar a retirarse a soportar plácidamente el informativo Entre Tontos y a degustar una deliciosa cochinita pibil envuelta en noticia... ñam, ñam...
Pero el poeta no dejó de pensar que la lluvia es una bendición aunque aquella mujer haya dicho —escoba y trapeador en mano, al mejor estilo zapatista aquel 1994— que es una monserga in extremis. Pues qué bárbaro, ¿no?
Yo digo que la lluvia son lágrimas de dios, de un dios, de cualquier dios, para no dejar sentido a ninguno. No sé por qué son esas lágrimas, si porque está triste o feliz, o simplemente porque a veces los dioses tienen que llorar para darle servicio al tinaco o al boiler del alma. Yo qué sé. Eso mejor se lo preguntan a los representantes plurinominales de dios en la tierra, esos que son elegidos por dedazo, ni más ni menos: el papa, los cardenales —¿de Nuevo León? No, qué va—, los ministros de la iglesia luterana, los hermanos mayores de las congregaciones cristianas, más los personajes bíblicos que se acumulen en la semana. Mjú.
Y encima, la lluvia es como un puñado de palomas que posan tendidas en el alambre del cielo mientras el agua de vida se escapa de esa inmensa y celeste fuga y cae en picada cual papalote de Silvio Rodríguez buscando la garganta febril de esta tierra sembrada de verano y del recuerdo grisáceo de un tandeo politizado por la ignorancia cero por ciento grasa de un tiempo que no volverá, dice el oráculo del Congreso, cámara y grabadora en mano. Amén.
Como sea, si monserga o bendición, la lluvia es la oportunidad que tenemos en esta región de sentirnos vivos —seres normales compuestos por dos terceras partes de agua y una de carne asada— que vamos y venimos por los diferentes ríos del día bajo un sol como ojo de cuico en busca de la infracción; sol que nos tuesta como a granos de café y nos deshidrata las emociones, así que cuando llegamos a casa no somos más que guiñapos lentos que somos bebidos lentamente, sorbo a sorbo, por esa mujer o ese hombre o ese híbrido de la pasión que nos abraza en agonía amorosa bajo la cadencia mágica de la complicidad de la medianoche para dejarnos como sobrecito de te Lipton, con el cordón todo mojado y guango y la etiqueta como lengua de fuera: ¡bendita sea la lluvia!
Yo espero la lluvia cada vez que veo cruzar por el cielo insectos manchados de blanco. Y es que me viene el recuerdo exacto e inevitable, como llamada mañanera de Liverpool pasadas sólo unas horas del límite de pago, de aquella infancia navojoense, en el patio de aquella casa de la avenida Morelos, a la sombra inmensa de un guamúchil, cuando los niños que fuimos en aquel barrio atrapábamos caballitos del diablo —aquellos insectos formidables con antenas enormes que ahora envidiamos, según me han confesado algunos miembros de mi degeneración preparatoriana, para presumir virilidades de la ficción por fatigadas ciertamente— y le echábamos puñados de ceniza en el lomo antes de soltarlos porque sabíamos, estábamos más que seguros porque la ciencia es ciencia hasta en Navojoa, que esos insectos voladores llegarían hasta el mismísimo San Pedro y harían ver el reclamo de lluvia que unos simples pero felices mortales le hacíamos en medio de la canícula amarilla de esos años.
Era el tiempo también de la caza de mayates en busca de la lluvia, a los que atábamos un hilo de coser a una de sus patas o por la cintura —hilo tomado subrepticiamente de la cajita de costura de doña Olga, de doña Centolita, de doña Carmen, de doña Socorro y de todas las doñas que personificaban a nuestras madres, bohemios, dios tenga a buen recaudo a la mayoría de ellas— y después lo soltábamos para que volara frenéticamente a nuestro alrededor hasta que el animalito se enfadaba como chofer de Multirrutas sin radio, o nosotros nos enfadáramos como pasajeros de Multirrutas a expensas de un chofer con radio: qué paradoja tan del pasaje urbano.
Con los años, la mayoría de aquellos niños fascinados por los insectos de la lluvia dejamos de cazar aquellos animalitos verde bandera, pero no todos, pues algunos trasnochados con figura de ballerinas ampliaron su coto de caza alrededor de los cuarteles no para implorar una lluvia benéfica para una ciudad sedienta, sino para reclamar al menos un jirón de llovizna para ese rincón estéril de la ternura, más reseco que el desierto de Tacama.
Y es que entre los mayates de la infancia y la lluvia que habitaba bajo sus alas, y los mayates del presente y los restos de humedad, hay un millón de palomas de distancia, tendidas por cierto en el alambre de las nubes que en tardes como las de ayer nos llevan a viajar al pasado, a esperar con impaciencia la lluvia —bendición o monserga, insolencia o felicidad— para saltar jubilosos bajo los chorros de agua en pantalones cortos ante la mirada cuidadosa de mamá, que un día de lluvia se nos fue de entre las manos como arena entre los dedos, diría el poeta…
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