Trova y algo más...

viernes, 18 de septiembre de 2009

Como atravesado por el recuerdo...

Recuerdo que hace algunos meses, quién sabe por qué metafísicas cuestiones, me invitaron a participar en una de las mesas del “Tercer Congreso Internacional de Investigación y Didáctica de la Lengua y la Literatura” (chin chin al que no lo diga de corrido y sin respirar), que se realizó gracias a los buenos oficios del Colegio de Bachilleres en coordinación con la Universidad de Sonora, y allá fue el Armando, con su paso vacuno y su presencia chévere (o al revés, no sé), a participar en dicho congreso.

“La literatura sirve para muchas cosas, pero básicamente sirve para hacer amigos”, dijo en alguna célebre ocasión el poeta Jorge Luis Borges, a quien jamás se le entregó el Premio Nóbel que tanto merecía. El caso es que no fue sino hasta hace muy poco que descubrí estas maravillosas palabras y la luz se hizo en mí: al margen del Nóbel que nunca le concedió la Academia Sueca a Borges, creo saber ahora para qué le dedico parte de mi vida a este oficio vespertino y solitario que nos marca a quienes lo practicamos con esa sombra que cruza nuestro rostro con un aleteo de somnolencia: para hacer amigos. Básicamente para hacer amigos.

Hacer amigos sin moverme del sillón que me permite derramarme en sus rincones y desde ahí construir múltiples rostros que cada día se asoman a estas letras y se observan en el espejo de las sílabas y en la taza de café que nos atempera el alma, el niño que fuimos hace mil años y que cada generación renacimos en la mirada del bisabuelo, en el cabello oscuro y ondulado de la abuela, en los hoyitos de las mejillas de la madre, en la barba rasposa del papá, en su cigarro oloroso a vainilla, en su chasquido de dientes de repente, en su sonora maldición cuando el motor del carro dijo “basta” aquella tarde de noviembre en la nostalgia.

Decir amigo y escribirlo en silencio para que nos acompañe un rato cada mañana, y hermanarnos en la humedad maravillosa del recuerdo de un río y de unos ojos que nos veían desde la otra orilla del primer amor, o desde la callejuela adoquinada en aquel pueblo que se ha dormido en la memoria como libro olvidado debajo de los árboles de todos los veranos.

Al fin entiendo que escribir este puñado de párrafos ha sido para construir los nombres y las voces que están al otro lado de estas historias, nombres y voces que jamás llegaré a conocer uno a uno pero que igual alimentan mi esperanza de alcanzar la playa fantástica del día que se viene como tren cuesta abajo una y otra vez; alcanzar el día siguiente para estar todos aquí, en el filo maravilloso de la mañana monacal, en la complicidad intangible de un hatillo de sustantivos y verbos y adjetivos que han levantado estatuas personales en la historia común de aquel ser universal que nos sueña para darnos vida y que a la vez soñamos en el vuelo de mariposas amarillas de un Mauricio Babilonia enamorado de la aurora.

Acaso este jirón de sueños que propongo día a día sirva para trazar una línea como arco iris en un mapa invisible, y recorrerla lentamente abrazado de esa persona que le habita el amor, deteniéndose cada quince pasos en los pozos sin fondo de los besos para beber la felicidad a grandes bocanadas, enérgicas y pasionales, orgánicas, como dios sugiere y la naturaleza ordena.

Acaso este breve espacio en que sí estamos cada día nos permita rescribir los deseos que nos dictan los fantasmas de la almohada durante la frágil noche sabatina habitada por los gatos de la algazara, y pongamos encima de todo, al tope de la lista del corazón, con letras grandes y redondas, los rostros atravesados por el recuerdo.

Y así fue que en el congreso de la lengua y la literatura me encontré con viejos amigos de Navojoa, habitantes de la nostalgia y de los sueños. Y de repente, aquella vieja ciudad de mis recuerdos, cincelada en mi memoria de largo alcance como centro de muchas vivencias fundamentales, se me echó encima. Para utilizar un tropo equino, diré que llevo su hierro grabado en el anca izquierda de mi alma como mariposa que aletea misteriosa cada vez que la nostalgia grazna entre las benjaminas del patio justo antes de que el sol se oculte. O algo así.

Recordé todo lo que vivimos de niños encaramados en los muros del tiempo, cortando los guamúchiles de la esperanza y soñando con alcanzar un futuro que no sabíamos dónde estaba ni en qué tren vendría ni a qué horas llegaría a esa pequeña parcela de la vida que uno cultivó con los bueyes de la infancia y la adolescencia, a paso lento por entre los surcos de la felicidad, que no era más que ir a la escuela y buscar en los pupitres las trenzas enhiestas de la niña que nos sonreía nerviosa, como si no supiera cuánto era tres por siete. Y el mundo reventaba de colores en cada flor de la maravilla.

Y es que uno, que es joven de edad avanzada, como dice alguien por ahí, o quizá un viejo prematuro, como otro nos califica a los remisos de la melancolía, necesita a veces echar mano de las referencias más elementales, quizá las más sencillas que hayamos vivido, para poder resolver satisfactoriamente, con los números amarillos del corazón, las ecuaciones de la cotidianidad junto a esas manos y esos ojos y esos labios que nos dan las buenas noches en silencio, en un abrazo acaso cansado pero lleno de ternura, como cada noche de los últimos veinte años. Bendito sea entonces el pasado porque sin él el presente simplemente no existiría como es.

Y luego mi memoria me llevó a aquella casa de la avenida Morelos, frente al Abarrotes Centolita, y vi por ahí caminando entre los cimientos de la alegría a un chiquillo de ocho años que imaginaba que los señores que escribían libros eran habitantes de otro planeta o simplemente vivían en un país lejano, cruzando el Atlántico, en un pueblo de casas de muchos pisos y ventanas enormes que daban todas al mar.

Aquel niño conocía todos los secretos de la naturaleza: los gusanos se arrastran, los pájaros vuelan, los caballos galopan, los delfines nadan y las flores floran. Y ahora ese niño, sentado aquí frente a ustedes, escuchando las noticias malas y peores de la tarde, sólo se queda en silencio y piensa, como el Borges de veras: “La literatura sirve para muchas cosas, pero básicamente sirve para hacer amigos...

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