Le decían El dueño del sol.
Yo no sé si había algo de cierto en eso, pero de que se sabía todos los dimes y diretes solares, se los sabía.
Dicen que se enamoró del sol desde pequeño, y que desde pequeño, como diría Joaquín Sabina, le subió la falda a la luna para mostrarnos el cielo estrellado en toda su magnitud.
Yo nunca fui su amigo en verdad, y no sé porqué.
Debo decir que lo lamento, aunque ya es tarde.
Pero tuve el privilegio de estar en la misma mesa con él en algunas ocasiones, creo que casi siempre porque presentábamos algún libro.
La última vez fue en octubre pasado, cuando nos reunimos en el jardín de lo que algún día fue la Escuela de Altos Estudios y hoy es el Departamento de Letras y Lingüística de la Universidad de Sonora.
Hoy me topé con la noticia de que falleció. Así nomás. Como si morirse fuera tan fácil. Como si no importara todo el bagaje cultural y toda la divulgación científica que hizo durante muchos y largos años. Peor para el sol, Antonio, peor para el sol, porque ya no estará tu voz para decirnos sus misterios con esa claridad con que lo hacías.
Cuando escribió, al alimón con Omar Alí López el libro Nuestro Sistema Solar. Un nuevo concepto para educadores, me sentí honrado de que me hubieran invitado para presentarlo.
Lo hice una tibia noche de octubre del año pasado, frente a un puñado de entusiastas seguidores de Antonio y de Omar Alí... y de la astronomía, por supuesto.
Y en memoria de Antonio Sánchez Ibarra, El dueño del sol, pongo aquí las palabras que en tropel dije aquella noche, con el permiso de ustedes...
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A principios de los años sesenta se publicó en Francia El Retorno de los Brujos, de Louis Pauwels y Jacques Bergier, un libro que rápidamente se convertiría en uno de los más importantes y polémicos de aquella década. En él se relataba la historia de la evolución del hombre: Un viaje fantástico por la ciencia, la alquimia, las sociedades secretas y el conocimiento.
Como se ve, algunos de los grandes temas que hoy nos preocupan ya eran tratados hace más de cuarenta años esa obra con la mirada totalizadora de la ciencia. Quizá por ello, Louis Pauwels dijo: “Si pudiera volver a vivir mi vida no elegiría ser escritor y ver pasar mis días en una sociedad retrógrada en que la aventura yace debajo de la cama, como un perro. Necesitaría una aventura-león. Me haría físico teórico para vivir en el corazón ardiente del romanticismo verdadero”.
Casi por la misma década, el miércoles 12 de mayo de 1971, como a las 10 de la mañana, la maestra Dora Moroyoqui, profesora de Ciencias en la escuela secundaria allá en Navojoa, buscando azuzar a nuestro perrito interno con las cuestiones científicas, dejó de tarea que revisáramos algunas enciclopedias para darnos una idea de cuántas estrellas podría haber en el firmamento.
Como en ese tiempo yo era más que obediente, me puse a revisar los libros que tenía a mi alcance, que no eran muchos, ciertamente, pero además, como toda la familia dormía en el patio, en catres desparramados al abrigo de un guamúchil, en un arrebato de método científico me puse a contar las estrellas que como tachuelas parpadeantes estaban clavadas en el manto oscuro del cielo.
No recuerdo con certeza cuántas estrellas conté, pero de seguro no habrá sido un número muy grande porque mi hermano Salvador me distraía a cada rato con sus remedos de inglés quelitero tratando de seguir las canciones que por aquellas noches transmitía Radio Cañón desde Ciudad Juárez: Venus, American woman, Let it be, Travelin’ band y un montón de canciones más que, entre comerciales de los Laboratorios Mayo de Los Ángeles, California, ahora no son más que arqueología. Simple, pura y apolillada arqueología musical.
En esa contradicción que dicen que tenemos quienes hemos vivido en Navojoa, la maestra Moroyoqui nos indicaba en aquellos hippiosos años, en un alarde de pedagogía revolucionaria: “Muchachos, a todo en la vida búsquenle una explicación científica... a todo… porque si no lo hacen los va a castigar dios...”
La maestra, como se ve, era lo que se podría calificar como una de las más genuinas representantes del movimiento científico-teológico que, en verdad os digo, tiene muchos seguidores.
Recuerdo ahora al Ing. Benjamín Valenzuela, investigador en el área de Mejoramiento del Maíz y Trigo en el Campo Agrícola Experimental Costa de Hermosillo del Ciano, donde laboré por espacio de casi diez años.
Alguna vez, el Ing. Valenzuela, en un desliz de ingenuidad silvestre, explicó, en una reunión de su área técnica, ante científicos colegas de otros campos experimentales: “Hemos tomado bloques al azar, procedimos a aplicar las tecnologías señaladas en el experimento, siguiendo punto a puntos los materiales y métodos, utilizaremos láminas de 2.5 centímetros de agua nitrogenada y esperamos que en el término de diez días nazcan los testigos... con el favor de dios...”
¿No les digo...?
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Y así fue que andando los años llegué a habitar por espacio de casi cinco años una oficina ubicada en el segundo piso de un edificio maltrecho, cuyo ventanal mira hacia el oriente, a un cerro de la Cinco de Mayo con un letrero blanco como paloma y enorme como la esperanza, que dice con todas sus letras: JESUCRISTO VIENE. Cinco años estuve leyendo ese letrero y al final no supe si era un anuncio o una amenaza: Non nobis, Domine, non nobis, sed nomine tuo ad gloriam...[1]
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Por aquel entonces secundariano, mi amigo Rafael “El Marro” Almada, de allá de Tapizuelas, era el filósofo del salón. Ya saben ustedes que en ese periodo geológico nunca podía faltar un filósofo en el grupo, no sé ahora: Con tanta modernidad...
“Lo que hay es lo que es”, decía el Marro cuando no encontraba respuestas ciertas a lo que uno le preguntaba, y recuerdo que en un momento de inspiración divina en pleno examen de matemáticas, mencionó: “Seguro que hoy salgo reprobado porque a veces me siento y pienso, y a veces nomás me siento... y ahorita nomás estoy sentado”. En fin...
Lo que hay es lo que es. Así nomás. En el tiempo al que me refiero había nueve planetas en nuestro sistema solar, y la Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas (la URSS aquella llena de diablos comunistas, según Richard Nixon, Watergate en proceso) estaba conformada por 15 repúblicas.
Nunca pude terminar de contar las estrellas. De hecho, pocas veces lo volví a intentar. No sé si hoy hay más o hay menos que en aquel viejo 1971. Lo que sí sé es que para el ojo humano, tendido en cualquier catre de la nostalgia, es casi imposible ya no contar las estrellas, dejemos eso, sino simplemente mirar la luna, esa gota de semen solar, como dijo alguna vez un poeta lunático atravesado de quesos y conejos.
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En un libro de aquella época se nos decía con toda claridad: “Los planetas aparecen al ojo humano con el aspecto de estrellas, pero a diferencia de éstas, que permanecen aparentemente fijas en el firmamento, se mueven con trayectorias que hoy pueden ser calculadas con exactitud, aunque a los antiguos les parecían caprichosas, por lo que los romanos los llamaban stellae errantes (estrellas errantes)…
“El nombre planeta, que apareció tardíamente en latín, sustituyendo a stellae errantes, proviene del griego planétes (errante, vagabundo), una variante de planes, planetos con origen en el verbo planasthai (andar errante), presente en la expresión griega plánetes asteres (astros errantes)…
“Aunque se han hallado indicios de la existencia de planetas fuera del sistema solar, la astronomía sólo conoce hasta hoy los que giran alrededor del sol que, ordenados de acuerdo a su distancia del astro central son: Mercurio, Venus, Tierra, Marte, Júpiter, Saturno, Urano, Neptuno y Plutón.
Recientemente se han hallado algunos cuerpos celestes “transplutonianos” (más allá de la órbita de Pluton), pero no hay consenso acerca de si deben ser considerados planetas…”
Recordemos que esta cita está tomada de un texto de la década del setenta, cuando la maestra Moroyoqui nos indujo al estudio de las ciencias navojoenses. Y entonces había nueve planetas en la concavidad celeste del sistema solar. “¡O tempora, o mores!”, diría Marco Tulio Cicerón.
Si se puede decir así, con Alfonso X de Castilla, el Sabio, la cosa cósmica fue más sencilla, pues en los Libros del Saber de Astronomía se hablaba sólo de seis planetas: Mercurio, Venus, Tierra, Mars, Júpiter et Saturno. Assi como feziste dela luna.
Con un rigor muy distinto al actual, y en perfecto castellano antiguo, los Libros del Saber de Astronomía, recopilación de 16 libros o tratados de obras traducidas del árabe a instancias de Alfonso X, hablaba de los planetas conocidos en aquel año del Señor de 1276, y constituyen una obra única en muchos sentidos, pues atestigua un uso muy temprano de una lengua vulgar para las materias científicas, representa el esfuerzo primario por crear una obra astronómica original y constituye de forma esencial a la renovación experimentada por la iconografía de las constelaciones a mediados del siglo XIII.
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Tiempos traen tiempos. Durante mi infancia eran nueve planetas desparramados con una precisión quirúrgica en las trayectorias del sistema solar. Y al paso de los años supe que además de estrellas y planetas, también había ahí arriba satélites, asteroides y cometas, y que eran tantos que necesitaría cientos de años tirado en el catre, bajo el guamúchil del patio de la infancia, para contarlos… y ahí fue donde mi pasión por la astronomía se quedó dormida debajo de la cama, “como un perro”, diría Pauwels. Quizá por eso me incliné por la literatura.
Ahora, tardíamente, llega a mí este libro: Nuestro Sistema Solar. Un nuevo concepto para educadores, cuando ya mi alma de perro literario se ha cansado de ladrarle a la luna como un borracho cantando bajo el balcón de su amada hasta la llegada del amanecer, que termina con todas las fiestas, señaló Ismael Mercado arrastrando una ristra de planetas.
Bien visto, este libro intenta transmitir, con éxito, ciertamente, utilizando un lenguaje sencillo, no sólo el interés por el estudio del Sistema Solar, sino su nueva disposición.
En su contenido incluye una interesante visión histórica de los planetas y sus nombres, los descubridores de los nuevos mundos celestes y el caso de Plutón, la controversia en torno a su denominación como planeta y finalmente su nueva definición, acorde a sus características y tamaño.
Destinado a ser un apoyo para educadores, esta obra cumple puntualmente la función de complemento curricular para estudiantes de secundaria y grados más avanzados por la sencillez del texto y las atractivas gráficas que le dan un soporte visual más dinámico.
No es fácil desentrañar los misterios de la ciencia y luego divulgarlos en un lenguaje sencillo, pero Antonio y Omar Alí lo han logrado puntualmente en Nuestro Sistema Solar. Un nuevo concepto para educadores.
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Si se me permite, tomaré las últimas líneas de este libro para decir que yo soy de los que padecen esa nostalgia de adulto que pasó toda una vida con nueve planetas; sin embargo, no hay inconformidad alguna de mi parte por el hecho de que hoy por hoy tengamos de manera oficial sólo ocho.
Inclusive, yo no tendría inconveniente en que nuestro sistema solar estuviera o estuviese habitado por 66 planetas, como para rendir casual homenaje a la Universidad de Sonora en su 66 aniversario.
Aunque en nuestra Universidad la cultura es menor que la sabiduría y ésta menor que el conocimiento, lo que es un contrasentido, pues se supone que la cultura engloba al conocimiento. Pero así pasa aquí, al menos en los nombres de la calles de nuestra máxima casa de estudios.
Con todo, me parece increíble que algunas personas se hayan molestado porque la ciencia redefinió los criterios y ajustó el número de planetas de nuestro Sistema Solar, cambiando de categoría a Plutón, que ahora es un planeta enano, específicamente el número 134340, reconocido como el prototipo de una nueva categoría de objetos transneptunianos.
Es como si uno se estuviera muriendo de nostalgia porque después del 25 de diciembre de 1991, la Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas no existe ni siquiera como denominación.
Aunque debo confesar que ignoro si en términos simplistas eso sea bueno o malo.
Lo que hay es lo que es.
La ciencia, finalmente, tiene la prerrogativa, pero también el obligado deber, de modificar los conceptos erróneos que pudieran haberse formulado en cualquier campo, acaso válidos para algún periodo, pero que al paso del tiempo y con el apoyo de una tecnología en constante desarrollo se pueden descubrir los entramados que conforman los tejidos de la realidad que vivimos cada instante, que siempre es la misma y siempre es diferente.
Fuera de chantajes prohijados por los diversos fanatismos, resulta sumamente difícil respondernos si tener ocho planetas en nuestro sistema solar es mejor que tener nueve, porque la pregunta no podría plantearse de esa manera tan plana.
Si los humanos todos recibiéramos una compensación en el cheque quincenal por tener nueve planetas, seguramente que todos nos hubiéramos opuesto a que recategorizaran a Plutón, porque según algunos, ciencia que no se refleje en el cheque, no es ciencia.
Pero no es así. La ciencia no funciona así. La ciencia revisa y vuelve a revisar como editor obseso lo que ya ha revisado mil veces y más. De ahí que muy pocas cosas se escapan al ojo múltiple de la ciencia.
“Lo que hay es lo que es”, decía el Marro Almada hace ya casi 40 años.
Hoy yo lo parafraseo y digo, de manera inversamente proporcional: Lo que es, es lo que hay. Sin más ni más, en favor de la ciencia, no como la literatura, que según Pauwels, en su caracterización de aventurero león, a veces se sienta y piensa, y a veces nomás se sienta.
Muchas gracias.
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[1] Nada para nosotros, Señor, nada para nosotros sino para la gloria de tu nombre...
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