Dice el sociólogo argentino Daniel Víctor Sosa en su excelente artículo “¿Menos Estado, más ciudadanos? El cimiento fracturado y en crisis”, aparecido en la revista El Arca No. 50, que las notables carencias del papel del Estado a nivel mundial trae aparejado una creciente indefensión de los ciudadanos. Esto constituye —dice nuestro amigo sudamericano— un desafío para la sociedad civil y le impone preservar sus valores más esenciales: la identidad y la cultura de sus pueblos.
Así, el orden social se convierte en una fina película que se rasga a cada minuto para cientos de millones de personas, malvivientes de periferias urbanas a la deriva y comunidades rurales olvidadas, terreno apto para la anarquía, la criminalidad, la tiranía, las crisis humanitarias y el descontrol sanitario. Esa es la cara oculta de algunas comunidades que se “organizan” desproporcionadamente, con diferencias de pocos kilómetros desde las parcelas opulentas y bien servidas hasta los tugurios de los condenados. Es un escenario común no nada más en los pueblos de Latinoamérica, sino en casi todos los países del mundo.
En ellos, un doble fenómeno se contrapone en esas zonas: la creciente ausencia de instituciones estatales y la organización popular, que recrea formas elementales de solidaridad. El Estado permanece ausente de la escena, por carencia de líderes comprometidos con la paz y el desarrollo, falta de recursos humanos capacitados y honestos para administrar el gobierno, o insuficiencia de voluntad política que permita superar conflictos prolongados por generaciones. En otros casos, exhibe un perfil débil e incompleto, debido a su creación reciente, o bien por la constante violencia, anarquía y corrupción. El resultado, entonces, es favorable a grupos facciosos y al crimen organizado: reina la ley del más fuerte.
En este caldo de cultivo del olvido, los ciudadanos no tienen otra opción más que organizarse, apoyándose en su propio saber hacer, sus tradiciones, sus organizaciones ancestrales y, sobre todo, en su determinación. Nacen así un orden y unos servicios básicos que poco a poco se van imponiendo al margen de las distantes instituciones públicas.
Y en esa convergencia de fuerzas podría acelerarse la emergencia de un Estado poderoso y de derecho. Pero ante su ausencia, la sociedad civil suple muchas veces las carencias del Estado y preserva lo más esencial: la identidad y la singularidad de cada pueblo. Como se dijo líneas atrás, esto puede verse hoy a lo largo y lo ancho del planeta, inclusive en ciudades saqueadas, arrasadas y divididas, donde sólo subsisten escasos edificios públicos.
Frente al vacío y la coerción, la población suele reaccionar apoyándose en su “capital social”, en su voluntad de salir adelante y en las organizaciones que crea para lograrlo. Genera así una dinámica de progreso material centrada en dos factores: Por un lado, la lucha contra la pobreza y el sostenimiento de la identidad, tomando las riendas de su destino a partir de sus tradiciones y conocimientos; y por otro, una acumulación política, a través del desarrollo de una democracia participativa local.
La cuestión radica en si es posible que la extensión progresiva de estos poderes locales autónomos sea el camino para construir, esta vez “desde abajo”, un nuevo tipo de Estado, acorde con las expectativas y las necesidades comunitarias, y por tanto, inevitablemente diferente del tipo de Estado “importado” de los países industrializados. No lo sabemos.
Lo que sí sabemos es que gracias a ese caldo de cultivo, programas de supuesta ayuda social emergen de la nada y fortalecen esa ausencia del Estado asumiendo el papel rector de los esfuerzos de la población: no es gratuito que en México Televisa se apropie, en esa negociación a escondidas, de la figura del ángel de la salvación social y encabece un Teletón que beneficia propiamente al Estado y a los grandes consorcios que sostienen económicamente al aparato gubernamental en un país donde habitan cerca de 70 millones de ciudadanos en la pobreza radical y casi 40 millones en una clase media sumamente empobrecida.
Lo mismo hace TV Azteca y las grandes empresas que han nacido amparadas por las sombras del sospechosismo del tráfico de influencias, que han sabido capitalizar las debilidades del Estado de diversas formas, entre ellas la simulación para evitar las facturas de Hacienda.
La pregunta resulta irónicamente increíble, pues con una población así, cuyos ingresos se ubican a penas y apenas en el límite de la sobrevivencia, ¿cómo es posible que un programa reúna tantos millones de pesos como los que supuestamente ha reunido Teletón en dos días? Misterio.
¿Misterio? No: es el resultado de nuestro dadivoso corazón, como le gusta pensar a esas empresas, y hasta hacen anuncios cursis para ensalzar nuestra generosidad...
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