Muchos de los funcionarios culturales reduccionistas —aquellos que creen y aseguran en su ignorancia que la cultura se reduce al arte y sus quehaceres— creen que la “cultura” no tiene que ver con nada que no sean los fenómenos y manifestaciones de su campo de estudio. En otras palabras, nuestros queridos burócratas culturales piensan y aseguran que la cultura —o su ausencia— nada tiene que ver con que los camiones urbanos dejen de correr a las ocho de la noche, nada tiene que ver con el precio de los boletos, nada tiene que ver con el hecho cotidiano de escoger entre cenar bien o ir al cine, porque las dos cosas no se pueden hacer la misma noche, como silbar y comer pinole.
Igualmente, la mayoría los funcionarios y/o teóricos de la educación están convencidos que la educación, sus fenómenos y manifestaciones se reducen a la enseñanza del dos más dos y a la repetición al infinito del a be ce, y no les pasa por la cabeza que la educación también tiene que ver con esas fallas ocultas del sistema —los llamados errores silenciosos del "sistema"—, que van desde el hambre y la pobreza, la tecnología mal aplicada y las familias disfuncionales, hasta la supuesta lucha entre el cuerpo y el espíritu —el alma, pues—, como si no tuviéramos una parte espiritual y una parte animal que nos conforma y nos da vida y sentido. Y no es un asunto de creer en dios o no, simplemente es aceptar la existencia de una energía vital que nos atraviesa como electricidad y nos impulsa a seguir adelante con la lectura cuando nuestro cuerpo con hambre y sueño nos pide a gritos de tripa que ya chole con García Márquez o con las ecuaciones diferenciales.
Pero —nos guste o no— una cosa sí tiene que ver con la otra: la cultura reduccionista, para no agrandar nuestro el área de influencia del concepto bien definido, y la educación tienen que ver con todo lo que nos hace humanos, con lo que se ve y también con lo que no se ve, que estamos hechos de carne y espíritu, y nutrimos esas “partes” con diferentes alimentos. Frijol y literatura, por ejemplo; carne y música, tortillas y pintura.
En su libro La literatura como Ciencia Social. Aportaciones a la Etología Humana, la maestra emérita de la Universidad de Sonora Josefina de Ávila Cervantes, nos ahonda maravillosamente sobre el tema, y de su libro comparto algunas ideas:
La educación escolar, tal como se encuentra estructurada, apunta a mantener dependencias que se alargan hasta la edad adulta, especialmente con el sentimiento mágico, que nos hace vivir esperando respuestas que sabe quién dará. Maestros y alumnos, atrapados en la organización circular cuyo centro es el ego y luchando estérilmente en cambiar lo de afuera sin comprender cómo es dicha estructura, terminamos extenuados y sin haber avanzado un milímetro.
Si nos detenemos a observar cómo trabaja nuestra mente con relación a nuestro cuerpo, veremos que éste, por considerarlo ajeno a los procesos anímicos, nos es totalmente desconocido. No sabemos cómo ni cuándo actúan uno sobre otro o si interactúan. Desde la separación platónica, el alma y el cuerpo -suponemos- se mueven de manera independiente. Por ello prevalece el dicho Mente sana en cuerpo sano. Hay quién cree que la salud del alma no afecta al cuerpo y al revés. La pérdida paulatina de la sensibilidad conforme crecemos termina por verse como algo independiente del cuerpo, a pesar de miles de señales de que el alma, la mente y el cuerpo no están separados.
Veamos cómo el lenguaje denuncia dicha división. Al hablar de alma y cuerpo no estamos considerando, como en el caso del dedo y de la mano, que se trata de lo mismo con diferentes designaciones sino que lo pensamos y vivimos como si fueran algo diferente, separado. Se insiste demasiado en las enfermedades nerviosas como si éstas no tuvieran que ver con el cuerpo.
Decir que algunos malestares son nerviosos minimiza su importancia y remite al paciente a una especie de autodominio de los nervios; supuestamente ello es posible, en cambio la enfermedad del cuerpo no puede ser controlada por el paciente: necesita del médico para curarse. Y allí vamos todos nerviosos, sin saber bien a bien que se quiere decir con eso, sufriendo los malestares y, además, sintiéndonos culpables pues estamos fingiendo estados de ánimo que se pueden resolver ¿cómo? Ni médicos ni conocidos ni bienhechores saben de qué se trata.
Termina uno por habituarse a los dolores inexistentes para los demás y molestos para el que los sufre. Las tensiones, los infartos, las subidas y bajadas de presión, las trombosis y todas las enfermedades que no tienen como origen un virus, no tienen nada que ver -se supone- con la manera de vivir la vida. Mucho hay qué caminar en tal sentido. El día que seamos capaces de ver nuestro ser de manera unificada, vamos a saber reconocer que el alma no está separada del cuerpo, y que todo se toca con todo. Somos un ser, indivisible aunque diferenciable en sus partes; el hecho de que podamos distinguir la cabeza de los pies no nos ha hecho creer que los pies sean algo diferente del resto del cuerpo. Ciertamente hay centros más sensibles que otros: todos sabemos que una mala caída puede provocar la muerte si el golpe fue en la cabeza y una simple rotura si fue en la cadera (aunque ello, indirectamente y por descuidos ulteriores -hospitalarios, por ejemplo- pueda también conducir a la muerte).
A la inversa: si recuperamos nuestra sensibilidad inicial, seremos capaces de advertir que todo malestar responde a un estímulo concreto sobre nuestra naturaleza, sea emocional o física. Ambas palabras son diferenciadoras de dos aspectos de una misma realidad: la de nuestro ser. No se trata de integrar nada puesto que ya estamos enteros.
Hablar de integración implica unificar por fuera lo que no está unido desde adentro pero no lo sabemos. Es de suma importancia observar el comportamiento de nuestro cuerpo y cómo, de acuerdo con los patrones culturales establecidos -y nunca puestos en duda-, sentimos que el alma es algo diferente al cuerpo. Lo retomo desde otra perspectiva: cómo lo que llamamos educación ha mantenido la división entre alma y cuerpo, a pesar de las innumerables señales de que no están separados.
Y hasta aquí se queda el tema. Ya lo retomaremos algún otro día, que hoy siento que mi cuerpo y mi alma andan por rumbos diferentes, acaso buscando sus propios alimentos. Yo qué sé...
--
-