Trova y algo más...

sábado, 26 de septiembre de 2009

A río revuelto, ganancia de manipuladores...

“Pa’ mí —dijo mi primo el Chato Peralta undomingo estando herrando—, el tal Osama bin Laden no es nadie más que Antonio Banderas disfrazado y filmado en un estudio de Hollywood para meterle más miedo a los gringos, que ya de por sí andan como el personaje melódico de aquella canción de Oscar Athié (¡qué moderno el compa, eh!) que se lamentaba porque estaba flaco, ojeroso, cansado y sin ilusiones, más o menos como anda cualquier varón bien nacido la mañana del domingo, después de una noche de copas, de una noche loca, y con el griterío de la vieja a todo lo que da, sin dejar ver calmadamente el futbol...”, y luego se volvió a ocupar de esa lata más fría que las patas de un pingüino que traía pintada una águila como de la Tecate, y que ya desde hacía rato que no le prestaba la atención debida, faltando a la ética de todo buen bebedor social que se precie de serlo... Psí...

Pues sabe si mi primo tendrá o no razón en alguna de las partes que expuso en el párrafo anterior, pero en lo que toca a la aparición del Bin Laden ciertamente que hay un alto grado de sospechosismo en todo este asunto de la reaparición del Bin Laden después de tres años, sí que lo hay. Y —de acuerdo a la perrada experta en el tema de lo policiaco y truculento—, no por nada aparece un video del barbón personaje rindiendo honores a los aerosuicidas, justo a escasos días de la trágica fecha 11 de septiembre, cuya parafernalia se acerca más al Mardi Grass que a un día para la memoria sensata e inteligente, sin disfraces ni himnos ridículos, algo así como lo que publican los diarios casi a diario, “que viene a ser algo así como un ditirambo”, dijera Rosa Elvis... ¡A qué la...!

Y es que en este asunto del manipuleo generoso, nos sobran las direcciones electrónicas de la prensa vendida (jamás será vencida), pero uno que es un suricato cruzado con güaimarán, como veíamos con precisión los días de esta semana, sabe que hay muchos caminos para llegar a Roma y no perder la vida o la dignidad (lo que ocurra primero) en el intento.

Dicho en palabras rancheras, hay muchas otras cosas a las que podemos recurrir para dejar de lado la utilización comercial del 11 de septiembre (presente lo tengo yo: de dos aviones certeros un par de torres cayó... un par de torres cayó-oooo — con música de Rosita Alvírez, por favor—) y todo el rito de liviandad que quieren vacunarnos con las niñas reales que van a la escuela y las princesas del pop que han dejado de serlo gracias a su proclividad por la vida licenciosa (uhhh: ya llegó el envidioso) y el desenfreno propio de los que están podridos en lana y en sus propios desperdicios morales.

Yo, por ejemplo, recuerdo ahora mismo la historia de un amigo a quien el amor le secó el hemisferio izquierdo del cerebro y le infartó la parte de abajo del corazón. Ya sé que no me van a creer, pero se los juro por ésta (dedos en cruz, no lo que Usted imagina, cochinón lector, eh) que lo que les digo es la verdad, sólo la verdad y nada más que la verdad. Y es tan actual, que no hace mucho sucedió... digamos que un año y medio. Le pasó a un vecino del barrio. En Santa Fe.

Aunque ya no vive por ahí. Ahora radica un poquito más al poniente, en un lugar ubicado sobre el bulevar El Llano, más allá de Los Lagos. Y ¿saben por qué? Simplemente porque se enamoró. En serio. Se enamoró como adolescente. Con un amor plomeramente silvestre, como debe ser el amor más puro. Me imagino.

Y es que el amor es una cosa esplendorosa. Nos levanta por encima de donde nos encontramos. Lo único que necesitamos es amor. Que frases tan lindas, y tan ciertas. “¡Es tan hermoso estar enamorado!”, dicen los personajes más cursis de las telenovelas mexicanas. Y también las canciones de Juan Gabriel, en ese lenguaje cifrado que manejan los artistas.

Alguna vez en nuestra existencia hemos llevado a flor de piel este sentimiento. Algunos a distintos niveles que otros, pero todos hemos amado. Hemos amado a nuestros padres, a nuestros hermanos, nuestros abuelos, parientes; incluso a nuestros maestros, porque dicen los sicólogos que de verdad saben del asunto que todas aquellas personas que se encargan de satisfacer nuestras necesidades primarias despiertan un fuerte sentimiento de aprecio en nosotros. Así que no es raro que uno se enamore hasta de su abuelita.

Aquella famosa frase popular que reza “El amor es ciego” es muy cierta. Puesto que al enamorarnos, muchas veces dejamos de apreciar acciones y actitudes en el ser amado que normalmente serían muy notorias. O sea, ya no nos fijamos si el objeto de nuestras pasiones es malhumorado, egoísta o tiene cierta inclinación hacia la bebida que lo pone como bestia y termina bailando con uno mismo La playa sola de los Invasores de Nuevo León. ¡Qué sopor y qué bochorno, raza!

Pero el amor, esa cosa esplendorosa, todo lo puede, dicen los enterados. Y es que cuando uno es herido por las saetas de cupido, no hay nada que valga más que lo que la otredad provoca en uno. “Es una sensación de plenitud que ni medio kilo de carne asada hace que uno sienta”, dijo el otro día el Simeón, sirviéndose el octavo taco. Acaso así sea el amor: un camino nebuloso que nos lleva a destinos que tal vez ni dios pensó. Y eso fue lo que le pasó a mi amigo de allá de Santa Fe.

En serio: no me lo van a creer, pero mi ex vecino se enamoró de un tinaco. En serio. Se enamoró como si fuera un rinoceronte de Sumatra. Y es que con el tandeo (no me digan que no lo recuerdan, eh), el tinaco se volvió un artículo de primera necesidad. Casi casi una obligación que pinta rayas sociales y que separa a los hombres de los niños, para decirlo de manera socialmente aceptada.

Así que cuando su mujer le ordenó a mi amigo que buscara un tinaco en los catálogos de oferta de una reconocida tienda departamental, al ver el marcado con el número 595784 perdió la razón, al grado tal que aquella obsesión le infundió la serenidad esponjosa de la inapetencia sexual por su esposa, a quien dejó en tal grado de abandono que ella tuvo que buscar consuelo en los brazos del repartidor de Aqua Pura, al que le toca entregar lunes, miércoles y viernes la dotación correspondiente (con su repechadón gratuito: ¿Tienes el valor o te vale? En otras palabras: el que a hierro mata, a hierro muere).

La última vez que fui a visitar a mi amigo a la Cruz del Norte, tenía en su celda una foto de un Tinaco Rotoplas y enseguida una de la Lola. “Y es que le agradezco que me haya indicado el camino del amor”, dijo con un tonito de Joan Sebastián que apenas podía con él. Después acarició la foto del número 595784 y soltó un llantito delgado que parecía moco de guajolote. Yo nomás sentí pena.

Después, secándose las lágrimas, dijo a media voz: “¿Cómo no me iba a enamorar de un tinaco Rotoplas 1100, protegido con plásticos anti-bacterias en el interior, tapa con rosca para sellar cien por ciento y evitar el paso del polvo, y además con los accesorios más finos, como un flotador del número 5, válvula de llenado de 19.05 milímetros, multiconector reforzado, válvula de esfera también de 19.05 milímetros, jarro de aire aprobado por la FDA gringa, plásticos anti-bacterias desarrollados para cuidar la salud de toda la familia, y encima de todo, una hermosa doble capa: la exterior negra impide el paso de la luz solar; la interior blanca facilita su limpieza?”, dijo mi amigo en ese éxtasis que sólo el amor por un tinaco puede inspirar. Y todo gracias, como dijo mi amigo, al tandeo. ¿Quién iba a pensarlo, eh?

Les digo: uno fácilmente tiene historias cercanas que pueden hacer que la vida tome un sentido más humano, en lugar de andar perdiéndose en esas fastuosidades del comercio de la noticia por asuntos que tienen que ver más con la ambición de un puñado de individuos aspirantes a tiranos que no el dolor real de un pueblo entero. Para mí que Antonio Banderas, Bin Laden y mi amigo enamorado de un tinaco son la misma persona. Fijándose poquito, son idénticos. En serio...

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