Uno se cree que las mató el tiempo y la ausencia, pero su tren compró boleto de ida y vuelta, son aquellas pequeñas cosas que nos dejó un tiempo de rosas en un rincón, en un papel, en un cajón... cantaba Serrat en los viejos tiempos de la adolescencia, cuando uno creía que esas pequeñas cosas de la nostalgia nunca se acumularían en el recuerdo, en ese campo generoso que nos distingue como ciudadanos de la grisedad cotidiana y nos separa de la gente feliz que aparece en los comerciales de televisión...
Ya se ha dicho largamente que los mexicanos tenemos una rara y religiosa vocación por el martirio: muchas veces es un rasgo familiar; otras, es una máscara adquirida en los campos de los medios y de los discursos políticos.
Tenemos una inalterable fe en la virgen que la vemos hasta en el hollín de los sartenes como último recurso de la esperanza, cuando la realidad ya no nos ofrece más opciones que la magia intangible del mañana, ese invisible estado de cosas en el que nuestra vida y sus recovecos encuentra todas las soluciones de la felicidad.
Para decirlo a la manera de Benedetti, el mañana entonces se convierte en algo así como la respuesta a las preguntas que nunca hemos formulado.
El martirio existe, así como existen los domingos de futbol, las canciones del Vale y la crisis: requisitos fundamentales para salir cualquier 15 de septiembre a gritar nuestro amor a la patria, aunque en rigor no existan muchas razones para ello, porque ante lo visto cada día, con todos sus cotos sociales, o cambiamos de autoridades o cambiamos de país o cambiamos de historia... lo que ocurra primero.
Porque en la inverosímil mezcla de esa agua y ese aceite que son la religión y la política, nuestra identidad surge como monstruo de cien millones de cabezas del pantano amoroso que es la televisión mexicana.
Si algo nos diferencia a los mexicanos frente a la humanidad completa es precisamente esa fe ciega en la desesperanza que nos lleva a abrazar causas perdidas o nadar en las lagunas de la utopía que nuestros gobernantes han llenado con el agua dicharachera de su manejo de los medios.
Pero hete aquí que no todos los mexicanos son clientes de la desesperanza: los hay quienes lucran con la agonía, el desempleo, la tristeza, el llanto de cien millones que sostienen las empresas de unos cuantos.
Para ellos la patria es el patio trasero de su casa, un lote de terreno fértil en el que pueden sembrar lilas, dalias y petunias para adornar su presente, no su mañana.
Aquí la vocación religiosa por el mañana es un concepto diferente de ganancias millonarias, intocables, inimaginables como los mantos friáticos de la Costa de Hermosillo tan defendidos por los amigos de los agricultores de la exportación.
Nuestra fe por lo ilógico se torna incomprensible cuando asistimos todos, míseros, misericordiosos y miserables, a la ceremonia de sacrificio nacional en la que el gran tlatoani nos extrae el corazón para ofrecérselo a un dios habitante del Congreso que en su canibalismo político se devoran entre sí como mantis religiosa antes de aparearse en los informes de Gobierno.
Acostumbrados, pues, como estamos a permanecer siempre al final de la fila, la mayoría de los mexicanos somos una especie de carne para la ajenitud, el soporte necesario para mantener los cuadros que los demás nos imponen en un mundo y una realidad que se deshila en sus trescientas guerras diarias.
Nos hemos acostumbrado a vivir bajo la metralla mediática de las batallas cotidianas que libran los grandes consorcios de la diversión e información electrónica, en las cuales nuestra voz tiene tan poco peso que acaso sea sólo un rumor perdido en las sombras de lo inmediato.
Nada nos identifica ante los monstruos de la comunicación (radio, prensa escrita, televisión) salvo ese anonimato mediocre que de cuando en cuando es utilizado para justificar los ratings prefabricados para sumar puntos al final del día.
Si hemos de inclinarnos hacia algún lado, es preferible asomarse al breve pero no menos hermoso texto del escritor uruguayo Eduardo Galeano, para hacer de los granos de la cotidianidad los motivos para delinear nuestro futuro:
Son cosas chiquitas. No acaban con la pobreza, no nos sacan del subdesarrollo, no socializan los medios de producción, y de cambio no expropian las cuevas de Alí Baba. Pero quizás desencadenen la alegría del hacer y la traduzcan en actos. Y, al fin y al cabo, actuar sobre la realidad y cambiarla aunque sea un poquito, es la única manera de probar que la realidad es transformable, para ofrecer nuestro mínimo esfuerzo y hacer de nuestro medio un lugar más habitable a partir de hoy, fecha inscrita en nuestra fundamental acta de nacimiento nacional...
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