Cuando yo era niño creía que todas las personas que escribían libros vivían en países lejanos que estaban ubicados al otro lado del mar, en lugares enigmáticos de Europa o del Asia Menor, rodeados de gigantescos eunucos negros, semidesnudos y armados con espantosas cimitarras, y de hermosas doncellas que corrían a su lado a la menor indicación, emitiendo grititos propios de las modelos que aparecen en “La Escuelita” de Jorge Ortiz de Pinedo.
Con el paso del tiempo, me di cuenta que los escritores bien podían vivir en el mismo continente en el que se ubica Navojoa, que era la ciudad donde dejaba pasar mi silvestre infancia debajo de los guamúchiles y los árboles de yoyomos, en un onanismo literario que por fortuna, digo yo, no me dejó secuelas en el rostro ni en las manos. Nada mejor para dejar volar la imaginación de preadolescente. En serio.
Bueno, los escritores podían vivir en el mismo continente, decía, nada más que en Sudamérica, pues de por allá eran Neruda, Cortázar, Borges (o Boryes, como le dijo el Presidente Fox) y García Márquez. Y es que en mi preadolescente ignorancia navojoense, nunca había leído a Octavio Paz, ni siquiera a Juan Rulfo o a Carlos Fuentes, que ahora de seguro todos ustedes habrán leído y gustado. Mjú...
Y aquello era algo comprensible para un chamaco como yo, que a inicios de la ácida década del setenta gustaba de garrapatear versos igual de ácidos y amargos que la década en mención, como aquel célebre poema que decía:
Narcotraficante:
aquí en la escuela es pura botana,
lo mismo en la tarde que en la mañana...
Es más, hasta canción la hicieron unos valientes. Navojoenses al fin.
Y, bueno, mi silvestre literatura estaba bien sustentada, pues si bien ahora abundan los talleres de redacción y de literatura por donde quiera, en aquella época y en aquel lugar a lo más que se podía llegar era a talleres de costura y talleres mecánicos. De literatura, nada de nada. Así que, repito, aquella ignorancia campirana estaba bien fundamentada.
Ya entrado en años, en los corredores de la Escuela de Altos Estudios de la Universidad de Sonora, aprendí que los escritores son seres comunes y corrientes (de hecho, sin agraviar aquí al que escribe, hay algunos que son más corrientes que comunes, pero es que nadie es perfecto).
En fin, los escritores son seres, decía, que viven en cualquier rincón del mundo y que, además, pueden ser (para decirlo a la manera de los funcionarios de Hacienda) como cualquier persona física que pague impuestos: Un anciano jubilado, una muchacha en edad de merecer, un ingeniero agrónomo, un proctólogo... es decir, cualquier persona que sepa distinguir entre una grafía y otra, y entre las diversas cargas semánticas, que no es otra cosa que tener la intención de decir algo de una determinada manera. Y punto.
Parece muy fácil, ¿verdad?
Y esto puede aplicarse a todas las artes, pues el artista no es más que un ser adecuadamente documentado y con el tiempo suficiente para desarrollar sus habilidades de manera particular.
Sin embargo, y sin pretender entrar en discusiones gastadas, poco nos hemos dado cuenta que las artes son una necesidad en la vida humana, y es sorprendente la forma en que los humanos han aprendido a vivir sin el arte, la forma en que no sienten ninguna necesidad de él y en que permiten que su sensibilidad se atrofie. Es entonces cuando los seres humanos se vuelven burdos y vulgares.
Por eso es espantoso observar que hay tantas personas que asisten a las exposiciones de pintura, a algún recital poético o a una ópera en el Auditorio Cívico, y al salir de los eventos recobran su verdadero instinto de hombres lobo, anhelando unas tecates y queriendo subirle al estéreo para escuchar mejor toda esa filosofía que encierran las populares frases: Za, za, za, Yakuzá, Yakuzá: Mesa que más aplauda (sí), mesa que más aplauda (no) le mando, le mando, la enciclopedia del mundo animal... (o algo así).
La pregunta es: ¿está fallando el arte o nos rebasa la realidad mediatizada por MTV, Don Francisco y el Big Brother? ¿O será acaso la influencia maligna del Auditorio Cívico, que no es el mejor lugar para presentar una ópera? ¿Acaso el arte o la cultura en general es un accesorio prescindible en estos momentos de duros combates (decíamos en los setentas) cuando se pone a prueba la civilización? Ciertamente, hay más preguntas que respuestas.
Dice el filósofo chino Lin Yutang que no es sencilla la distinción entre civilización y cultura.
Yo diría que la civilización se refiere más a nuestros adelantos materiales y la cultura a nuestros logros espirituales. Creo que se puede ser civilizado sin ser culto. Los avances y los logros de la civilización son físicos, son algo exterior que se agrega al hombre; la influencia de la cultura es orgánica, penetra al ser interior del hombre y lo transforma.
De ahí que haya cada fin de semana un desfile de hombres (y mujeres) lobo por los bulevares compitiendo a ver quién es la bestia que conduce el carro más lujoso y con la música más ensordecedora.
Así que yo creo que el arte (y la cultura) no está fallando. Está fallando el sistema encargado de transmitirnos sus valores. Por eso yo a los quince años todavía no había leído a Juan Rulfo, y creía que fuera de Navojoa todo era Disneylandia.
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¿De qué está hecho el artista, qué hace al artista? “Buena pregunta”, dice la muchacha del comercial.
Permítanme volver a la literatura y a mi infancia de guamúchiles y yoyomos.
Cuando me asomo al niño que fui en mi cada vez más lejana infancia, veo en un rincón de aquel espacio que habitábamos a duras penas, un pequeño sentado, leyendo, ajeno al mundo y sus perjuicios: ¿qué sabíamos entonces de la guerra, de los demonios que rondan las calles, de las voces que se levantan a arañarnos el alma con su desesperanza?
Sobre la mesa de la cocina de aquel galerón en que floreció mi infancia, mi madre me enseñaba el significado críptico, armonioso y dulce de los sonidos que se esconden detrás de las letras y de las palabras.
Aprendí a leer como aprendimos todos en aquel barrio que ya no existe más en una ciudad perdida en la memoria del tiempo: sin fantasías cibernéticas que nos robaran la imaginación simple de niños que correteaban descalzos bajo los árboles y metían los pies en los canales anegados por el frescor transparente del agua, y se trepaban a los mangos para robarles el sabor de los sueños agridulces a aquellas frutas que atemperaban el estómago con su verdor.
Entre el camino de tierra y la tarde de los sábados de catecismo aprendí a leer.
Guiado por la mano de mi madre y el bullicio de la chamacada jugando detrás de las paredes de adobe y carrizo aprendí a descifrar el significado de aquellas figuras menudas sobre el papel que brotaban de la nada como flores y conejos del sombrero de un mago fascinante vestido de mujer.
Aquel niño que fui gozaba con la lectura como con un caramelo. Acaso sería porque no había mayor diversión.
Estoy hablando de hace más o menos 45 años, y ya sabemos que entonces no existía el nintendo, que la televisión era un lujo que mis padres no podían pagar, que el internet ni siquiera se vislumbraba a nivel comercial.
La lectura, pues, era la llave de la imaginación: nos permitía viajar sin movernos un centímetro de la silla, podíamos asistir a ritos mágicos en países remotos y remontar navegando las aguas de todos los ríos como salmones de la felicidad.
Y sí: la lectura inevitablemente me llevó a la escritura. Y ahí estaba aquel niño que leía y escribía, que escribía y leía sin más horizonte que el que los pocos años podían ofrecer a manos llenas: los platones de fruta fresca, el olor de la sopa caliente, la fragancia de la colonia para después de afeitar de papá y la voz arrulladora de mamá cantando las tablas del tres y del cuatro a mis hermanos más pequeños.
Como fácilmente se podrán percatar, de mi padre heredé la calvicie, el pigmento y la vocación de solitario; de mi madre, la terquedad, las ilusiones y el gusto por la música y la literatura. Lo escaso de más que tengo, lo he ido recogiendo de la vida: buscando en los tachos de basura de los sueños, levantando los harapos de la felicidad, llenándome de fantasías poéticas que poco o nada tienen que ver con estos desaliñados siglos que nos ha tocado vivir.
Porque de seguro que algo ha pasado con la lectura desde aquella vieja infancia mía a estos tiempos actuales, y no sé a ciencia cierta qué es.
Tal vez la educación tradicional se ha relajado al grado de permitir que la lectura adquiera significados menos importantes.
Quizá el viejo precepto de los clásicos griegos y romanos, “Educar para la vida”, ha tomado una nueva dimensión en nuestros días. El concepto mismo de Educación y de Vida se ha venido redefiniendo en una aldea global donde los que más tienen —que irónicamente son los menos— gozan de los privilegios que la mayoría de los habitantes del planeta ven pasar ante sus ojos como nubes que adquieren formas fantásticas pero que jamás podrán asir con sus manos enlodadas de pobreza y esperanzas. “Educar para la vida” se ha vuelto, entonces, un referente para la sobrevivencia, acaso en la dignidad.
Pero ¿qué hay de aquellos que no tienen opciones, de los que han vivido siempre a la sombra pegajosa de las estadísticas grises de la pobreza? ¿Qué hay para ellos en este mundo dispuesto para los triunfadores? ¿Qué respuestas le ofrecemos a tantas preguntas que se formulan en el silencio de los barrios marginales, en la dolorosa realidad de la miseria, en la enfermiza cuna de las familias desintegradas, disfuncionales ante los ojos de los aparatos burocráticos? ¿Cuántos sueños, cuántas esperanzas se quiebran sin siquiera tomar la forma solitaria de los niños que en su corazón quisieran llegar a ser doctores, ingenieros, abogados, maestros, artistas o simplemente llegar a ser alguien en la vida?
Las preguntas están ahí, siempre han estado.
Pero las respuestas son tan escasas que el silencio las arropa con su manto de vergüenza.
Porque nadie puede negar que los niños y los jóvenes tienen un brillo especial en los ojos cuando se les ofrece la mínima posibilidad de ir a la escuela, de gozar en los cuadernos, de formarse en la vida; sobre todo aquellos que al llegar cada noche sienten que el cálculo de su vida es una resta constante, mientras que las sumas están en el lado luminoso de la ciudad o en la tentadora opción que representan los oficios deshonestos y la práctica de la ilegalidad.
Las respuestas son pocas. Pero ¿qué podemos hacer nosotros, los que escasamente podemos escribir libros y ofrecerlos como recetas de vida?
Y es que si el arte no nos sirve para ver al mundo de otra manera, para ofrecer nuevas soluciones a los teoremas de la realidad, de nada nos sirve entonces. Porque la dicha de estar vivos tiene mucho que ver con el arte.
Quizá muchos de Ustedes se preguntarán ahora, como algunos funcionarios de la cultura lo hacen desvergonzadamente y lo toman como argumento de la flojera: “¿Para qué escribir cuento, poesía, novela, en una época en la que nadie lee? ¿para qué manifestar el arte en un mundo amenazado por la guerra? ¿en una época en la que el desencanto por la vida echa raíces en pantallas, videocaseteras y nintendos? ¿en una ciudad donde resulta casi imposible escapar de la mendicidad y sentir el aroma de las plantas? ¿en una época en la que el artista está considerado —salvo contadas excepciones— como un muerto de hambre, un desadaptado social, un paria sin destino en el escalafón del prestigio?”
Como ven: las preguntas abundan, y tal vez no existen respuestas objetivas.
Por fortuna, el arte seguirá siendo delicioso, amoroso y libertariamente subjetivo: como la mirada de una mujer de gran corazón, los aromas de la piel o un mezquite frondoso.
Y nos dará la razón continuamente. Estará de nuestro lado. Nos mostrará que no siempre los poderosos tienen razón, que Bush puede irse al carajo junto con todos esos fanáticos de las armas y de la muerte.
Porque ser artista en estos tiempos, después de un siglo que ha condensado prácticamente todas las infamias de la historia humana, supone un compromiso con nosotros mismos, como individuos y como sociedad, como arquitectos y como obreros de la paz, además de establecer una comunión especial con un lenguaje muy particular: el idioma del arte, y de paso con el lenguaje escrito, ése que hemos relegado para llenar cheques, solicitudes, facturas, cartas comerciales y, acaso, lastimosamente, una postal con siete líneas.
Ese universo de signos que todavía es sustento de la pedagogía tradicional (esa que tendría que educar para y en la vida), cada vez lo usamos menos. Al no apreciarlo o relegarlo a fines secundarios o especulativos, no estamos haciendo otra cosa más que envilecer su nobleza y tecnificar su portentosa fuerza plástica, sus ojos de sapo y colas de lagartija que le permiten evocar demonios, navíos exóticos, hermosas mujeres, héroes con el torso desnudo y sudorosos después de vencer al monstruo de las mentiras.
Debe existir —es tan innegable como necesario— una especie de buena fe que permita al artista sentirse bien en la sociedad para la que trabaja.
La televisión entretiene, arrulla como la canción de cuna al infante, pero existe otro mundo portentoso al que podemos acceder sin tanto ruido, en libertad, acomodados en un confortable sillón y con la mente activa, bebiendo un refresco, tal vez un trago o un buen café: porque el mundo del arte es un mundo único.
Y en ese mundo del arte cabemos todos: gigantes y enanos, feos y guapos, gordos y flacos, solteros y casados. Porque a todos, azules y colorados, nos marca la imaginación con su carga de seres mitológicos, personajes bíblicos o fantasmas trasnochados.
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La imaginación es la piedra fundamental de todas nuestras fantasías. Y en ella habita ese otro yo que todo lo puede, como un Dios menor que nunca descansa porque está construyendo siempre mundos alternos con la música, la pintura, la escultura, la danza, el teatro, la literatura.
Todos llevamos a ese Dios menor con nosotros: lo alimentamos a veces sin saberlo y aparece cuando el amor nos toca con su fragancia primaveral, aún en la mitad más congelante y salvaje del invierno.
A ver: ¿Quién no ha escrito o pensado o bailado o pintado o cantado al menos una línea apasionada por esos ojos que nos miran desde el otro lado del salón y que nos prometen curar nuestras heridas del corazón con los besos más tiernos que hayan existido en la historia?
Todos estamos habitados por el Dios de las maravillas, el que nos convierte en individuos sensibles y sociables, susceptibles al dolor y a la felicidad. Somos por vocación seres perfectibles que se echan a andar por la cuerda floja de los días sin más red de protección que esa sensibilidad silvestre a flor de piel.
Y aquí es donde el arte adquiere una relevante presencia, pues nos ayudan a afinar no sólo la vocación artística, sino que nos ayuda a ser mejores ciudadanos del mundo porque nos permite encausar y elevar la voluntad y talento, nutrir el intelecto y el espíritu con todas esas manifestaciones salidas desde muy adentro y que nos forjan el carácter, que es vital para seguir andando la vida.
Pero recuerden que las vocaciones no se cultivan por decreto: es necesario que haya un mínimo interés por aprender, escuchar y aplicar los consejos. De otra manera, las semillas que el arte siembra generosamente tendrán como fin las preguntas que ya antes hemos enumerado: ¿Para qué hacer literatura en un mundo amenazado por la guerra? ¿en una época en la que el desencanto por la vida echa raíces en los noticieros de televisión...? ¡Ókela...!
Porque a fin de cuentas, se trata de llegar un poquito más allá cada vez, de brincar la raya de la desesperanza y asumirnos como seres vivos, con una propuesta personal, acaso solitaria, pero única e irrepetible.
Pintar lo que pensamos y escribir lo que sentimos es como dejar impresa la huella digital del alma en todo lo que hacemos y haremos hasta el último minuto de la última hora del último día de nuestra existencia.
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Dicen los expertos que el arte nació con el hombre mismo, que se fue haciendo una herramienta básica en la expresión de la voz interior de los seres y que ha llenado, incluso hoy, el espacio que las máquinas, la computadora y la internet no han podido ni llegarán jamás a llenar porque está hecho de ese barro simple e intangible que son los sentimientos: el amor, el odio, el deseo, los sueños, los dolores, las pasiones, el hambre y la sed de mujeres por hombres y viceversa.
Como práctica social, el arte es uno de los registros de la memoria que construye el imaginario colectivo; es decir, es una pieza clave en el rescate y preservación de cada uno de los episodios que van conformando la vida, ya sea de lo particular a lo general, o de lo general a lo particular.
Por ello, el arte no es un proceso aislado, sino que se va nutriendo de las vivencias del artista, que sentado abajo de una piocha griega en la antigüedad clásica, o metido en el rincón más oscuro y callado de una posmoderna cantina, se sumerge en la realidad, toma trozos de ella y la recrea sobre el papel para deleite y/o angustia de sus presentes o futuros espectadores.
Aunque también es innegable que en la globalización de la estupidez en la que estamos inmersos, el arte ocupa un espacio cada vez menos sustantivo y se vuelve más adjetivo en decadencia, un artículo de ornato que se valora por su utilidad y capacidad de adaptabilidad al discurso del poder.
Todos sabemos que el mundo del arte es necesario para alimentar nuestro ser espiritual: con el arte le damos forma a nuestras ideas y color a los sentimientos; con el arte alcanzamos estaturas insospechadas y llegamos a las más bajas profundidades de las pasiones humanas; con el arte volvemos a ser niños en la aventura formidable de tantos episodios del alma.
Como decía, en el mundo globalizado que vivimos hay muchísimas asignaturas pendientes en el orden de lo social y lo económico, y nuestro país no es la excepción.
Sabemos que con hambre o injusticia no hay arte que valga. Pero también tenemos claro que ese no es pretexto para no hacer nada a favor del arte y de su fomento y práctica, porque justamente en ese contexto, marcado por la internacionalización en todos los ámbitos de la vida, es necesario promover el reconocimiento y orgullo por lo propio, que es también nuestro aporte al mundo.
Por ejemplo, en la fotografía habrá quienes privilegien las formas y las propuestas, habrá quien aquilate el color y quien se incline por el juego de sombras, y en cambio existe, existirá siempre, quien no ponga atención a lo anterior y sólo oprima el botón del recuerdo para fotografiar a una niña en una piñata, o a una muchacha que sonríe coqueta, o al equipo de basquetbol de la secundaria, porque la fotografía aquí es un recurso de la felicidad íntima que sólo produce revivir, aunque sea en un trozo de papel, el instante irrepetible de la vida.
La fotografía me ha hecho viajar. Yo nunca he estado en Egipto, nunca he bajado a las pirámides de Keops, Kefrén y Micerino, pero las conocí gracias a una fotografía que vi en “El tesoro de la juventud”.
Yo era un niño contrito y cejijunto que se pasaba las horas imaginando aquellas enormes construcciones, y desde entonces a la fecha he visto miles de fotografías de las pirámides. En algunas, incluso, casi puedo percibir la humedad y sentir el polvo invisible del desierto. Para mí eso es mágico.
En cambio tengo un amigo que dice que la fotografía es algo completamente prescindible. Dice que entre el más notable fotógrafo y aquel que sólo aplasta el botón a lo loco no hay mayor diferencia: “Todos hacen click”, dice con una frescura sólo comparable al bote de cerveza que se está empinando en el momento: bestia, respetable, sí... pero bestia al fin...
Como ven, es cuestión de opinión. Pero el caso es que la fotografía, por sí misma, está presente aquí, en Egipto y en las barrocas opiniones de mi amigo.
Las fotografías de Abitia, que resguarda el Museo de Historia de la Universidad de Sonora, son un testimonio de una parte de la Revolución, y han quedado ahí como testigos de lo que fue, sin mayor vestimenta que la realidad.
La estética de las fotos de Abitia son las fotos mismas: la soldadesca harapienta y a caballo que marchaba con el rostro lleno de espanto hacia una muerte casi cierta que la dejaría tendida en mitad del campo de batalla; el dolor de venir quién sabe de dónde e ir a ninguna parte en aquel México de inicios del siglo XX; la mugretud de una realidad que escribía con faltas de ortografía la belleza esplendorosa de una noche cuajada de estrellas con el oído atento a los ruidos de la oscuridad del monte.
Las fotografías de Abitia están ahí ahora, como testigos de un jirón de aquella Revolución que por descuido degeneró en gobierno.
Y aquellos personajes que el destino, más que Abitia, puso frente a la cámara vuelven de su sepulcro cada vez que uno mira las fotografías y nos hablan con su voz de luces opacas, de grises y sepias que nos desarman el rompecabezas del corazón con su aliento de otros tiempos, de otras risas, de otro río, de otros amores que fertilizaron el ambiente, acaso con su olor maravilloso del origen de la felicidad.
La fotografía es el alfiler de los sueños, ya como arte, como testimonio, como documento histórico o como simple memoria familiar.
Así, el arte en general nos enciende la luz de la memoria. Y de alguna manera nos motiva la cascada de preguntas que se deshilan sin respuestas en un instante: ¿por qué recordar? ¿para qué recordar? El arte tiene la respuesta. O al menos puede inducirnos una respuesta.
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Decía Federico García Lorca en un ensayo sobre las artes que para que la manifestación artística tenga una permanencia, necesita “tener duende”.
Es difícil de explicar esto, pero si nos asomamos a las manifestaciones artísticas bien acabadas, cualesquiera que éstas sean, podemos encontrar “ese duende”.
Ese “duende” que nadie sabe cómo llega, porque la creatividad sigue siendo un misterio.
Alguna vez, un tremendo amigo que tengo, que además es dramaturgo y de quien sólo descubriré las iniciales de su nombre: C (de Cutberto) y L (de López), me recibió en su oficina con estas aladas palabras: «Si vieras, Armando, cómo tengo ganas de escribir, me siento como vieja panzona a punto de parir...»
Yo no sé si ustedes tengan esa agridulce experiencia de que, de repente, alguna amiga o no amiga llegue y les diga así, con amplia frescura y sin anestesia: «Estoy embarazada».
Según me han dicho, lo primero que se le ocurre hacer al niño que uno lleva dentro es adivinar de quién será el niño que algunas llevan dentro...
A ver piensa uno sin malicia ni nada: ¿De quién será el producto? (como conceptualizan los estudios médicos y sociológicos al beibi nonato), ¿o será que nada más me estarán tanteando? ¡Ci lo sa, domine... Ci lo sa!
Lo segundo que a uno se le ocurre, mientras se aclara el misterio, es poner tierra de por medio, y si son algunos continentes, mucho que mejor.
Así que cuando mi amigo dramaturgo me dijo a boca de jarro que estaba preñado, lo primero que hice fue un rápido, relampagueante movimiento (el que me permitió mi oxidada humanidad) y di dos pasos hacia atrás.
Ya posicionado en esa prudente distancia, le dije a mi embarazado compañero con voz traicionada por los nervios: «Pues qué interesante, ¿no?, yo cuando traigo la necesidad de escribir, me siento como bolsa de palomitas Act II después de tres minutos dentro del microondas: a punto de reventar, pero nunca he tenido el gusto de sentirme preñado sabrá dios por quién o por qué animal de la poesía —le señalé, y agregué—: ¿será cuestión de gustos o desviaciones?»
Después, la plática degeneró en cuestiones literarias que no vienen al caso. Lo verdaderamente importante fue ese intercambio de metáforas nada felices sobre el momento creativo, el soplo divino que hace que los hombres simples y mortales se conviertan en el dedo de dios y escriban o pinten o canten historias sacadas quién sabe de dónde, jirones de vida que se dejan en la página, golpe a golpe verso a verso, como si en ello se jugara uno el destino de la humanidad.
Hasta hoy, quienes se han atrevido a investigar acerca del momento creativo han topado con hueso; es decir, se han quedado en las mismas: sin avance, sin llegar a nada claro sobre ese particular fenómeno.
Podría, como se puede todo, verse desde mil perspectivas y tener mil respuestas simplistas que al fin de cuentas nada esclarecen: «escribir es una necesidad», dicen algunos; «pintar es un acto guiado por la inspiración», dicen otros, incluso hay quienes se atreven a asegurar que los escritores, los artistas en general, son seres tocados por dios para que los incrédulos entiendan que a veces, en momentos de suma melancolía divina, el todopoderoso se avienta sus cheves y recita El brindis del bohemio de punta a punta, con lagrimita, suspiro y todo, y es cuando se desatan esas tempestades terribles que pueden borrar una ciudad del mapa, o abrirse la temporada de huracanes en el Pacífico, con nombres que nada tienen que ver con la literatura y/o las demás manifestaciones artísticas.
Y ya como colofón de la química metabólica, hay científicos que aseguran que la inspiración es sólo una reacción química propia de los seres vivos con sus cadenas de ADN debidamente conformadas y retratadas por la investigadora hermosillense Gloria León Paz.
Como sea, el momento creativo tiene que ver más con el ser humano que con la presencia de dios; es decir, es parte de una habilidad particular que se va desarrollando en la medida que se practica.
Aunque en algunos zoológicos de Japón y Estados Unidos, los elefantes han demostrado aptitudes artísticas y se han echado en tropel (es un decir) a pintar cuadros y más cuadros que los directivos han vendido —sin importar mucho ni la calidad de la pintura ni su propuesta estética— en verdaderas fortunas que uno no alcanzaría ni vendiendo todas las ediciones juntas de sus libros, pasadas, presentes y futuras.
Así que podemos ampliar lo dicho anteriormente y decir que el momento creativo tiene más que ver con la esencia animal que con la presencia de dios. En fin: cosas de la zoología.
Y en esto, como en la práctica de la política, no hay edad fija para empezar o terminar de ejercer el oficio: ahí tienen ustedes a las «juventudes revolucionaras» de todos los partidos y a los personajes tipo la “Güera” Rodríguez Alcaine —quien desde hace mucho ya no era un pollito inocente que jugaba a dominar a las masas con demagógicos trucos, sino «verdadero abanderado del ejercicio liberador de las clases trabajadoras»—, protagonistas de nuestro devenir político que, con el transcurso del tiempo, se estancan, se echan a perder y se pudren en caudillos.
Y ni qué decir de los militantes de aquel objeto de museo llamado Partido Auténtico de la Revolución Mexicana (PARM), cuyo nombre indica el año de cosecha de sus integrantes.
Pero, en fin, como dice la Nana Lencha: esa es otra historia... pues sí: es prehistoria...
Lo interesante del asunto es que en el arte sucede lo mismo: hay quienes a los 12 años son ya unos verdaderos e insoportables genios, como Mozart, y otros, como José Saramago, Nobel de Literatura, quien ha confesado que empezó a escribir sus novelas a los 60 años.
Octavio Paz, a sus 80 años, ya era un ícono de la literatura mundial, el caudillo de las letras mexicanas, enamorado de la gloria y del poder sin medida, llorado sin consuelo por Zedillo y bendecido por los gobiernos como la máxima figura de la intelectualidad en nuestro país gracias a su invaluable obra, insuperable en muchos aspectos.
En palabras un tanto irreverentes, Octavio Paz era el Fidel Velásquez de la poesía y el ensayo, tanto por su edad como por su influencia en los medios y en el pensamiento de los gobernantes y políticos priístas, porque —dicen— que los perredistas no tienen tiempo para leer, pues pasan las horas diarias metiéndose zancadillas entre sí, y la enorme mayoría de los panistas no leen más que a Kaliman, en versión Vicente Fox, chi-quillas y chi-quillos...
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Yo sigo pensando que el momento creativo tiene que ver más con el ser humano que con la presencia de dios; tiene que ver con esa parte del ser que muestra una habilidad particular que se va desarrollando en la medida que se practica.
A ver, una pregunta de opción múltiple: ¿Por qué Mark McGwire bateaba tantos jonrones en las Ligas Mayores?:
a) ¿Porque estaba fortachón y tenía una excelente vista?
b) ¿Porque consumía andropina como si hubieran sido chochitos de homeópata?
c) ¿Porque conocía a los lanzadores contrarios y sabía cuál sería la siguiente pitchada?
En rigor, cualquiera de estas preguntas con su respectiva respuesta pudiera ser la clave de los jonrones de McGwire, pero en el fondo sabemos que eso no es cierto, porque hay más de un centenar de jugadores en las Ligas Mayores tanto o más fortachones que el susodicho.
Igualmente, hay una cantidad desconocida, pero enorme, de beisbolistas que consumen andropina, e inevitablemente, con el transcurrir del tiempo, los jugadores llegan a conocerse tanto que saben cuál será la siguiente pitchada del lanzador contrario; sin embargo, pocos son los beisbolistas que conectan un número significativo de cuadrangulares, pero que no se acercan ni remotamente a los números de Mark McGwire.
Así que para descifrar el misterio de los jonrones de este señor, hay que buscar en otros lados, en lugares que ni siquiera se perciben porque no están a la vista: acaso sea una habilidad innata que se va perfeccionando con la práctica, el estudio de la mecánica corporal y de la fisiología humana, con el solo fin de conectar más y más cuadrangulares, lo que envilece a la ciencia.
Pero, finalmente, para eso le pagaban a McGwire: para sacarle jugo a su habilidad y se soltara pegando jonrones a diestra y siniestra como si fueran promesas de político en campaña.
Otra pregunta: ¿Por qué Abigael Bohórquez es el poeta más notable que ha nacido en estas tierras sonorenses?
¿Porque nació en Caborca? ¿Porque fue hijo único? ¿Porque vivió muchos años en el DF? ¿Porque convivió con importantes escritores?
Más que todo eso, porque venía marcado con una habilidad, no con un destino, y la desarrolló en un ambiente propicio y le dio vuelo a su imaginación y a su disciplina poética para dejarnos una obra que, pese a la muerte del poeta, durará acaso para siempre.
La misma pregunta y la misma reflexión son, por supuesto, válidas para cualquier manifestación artística, para cualquier artista, cualquiera que sea su disciplina, su trayectoria, su procedencia, su dirección, su ambiente, sus referentes culturales.
Además, en el caso de Mark McGwire, el lanzador que se le enfrentaba importaba tanto que sin el pítcher, McGwire jamás habría podido conectar un jonrón, ni siquiera un rodadito de foul por la tercera.
La ecuación «lanzador contra jonronero» es la base de cualquier cuadrangular que se conecte por éste u otro beisbolista en cualquier parque del mundo.
De igual manera, la relación «artista-realidad que lo rodea» es tremendamente importante para que el uno (es decir, el artista) intente seducir y transformar a la segunda (la realidad) y ofrecer una visión personal sobre los sucesos que nos transforman a diario, ya sea el amor, la vida o la muerte.
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Pero volvemos a lo mismo: ¿qué hace que un artista se convierta en “el pincel de la inspiración” y nos pinte realidades paralelas a las que vivimos y nos interprete de manera diferente, no mejor o peor, los fenómenos que nos conforman como seres humanos?
No lo sé, sólo sé que el momento creativo es como el resfriado: no respeta edad, sexo, religión, nacionalidad o color de piel. Uno está propenso a adquirirlo en cualquier momento, y de ese catarro puede surgir un nuevo Quijote de la Mancha o un poema que antes de terminar de escribirlo ya es un sólido candidato al olvido universal.
Uno puede nacer con un brazo potente, pero si no tiene una buena técnica y un lanzamiento especial, jamás sacará outs. Igual, alguien puede traer esa habilidad para escribir el mejor poema del mundo, pero si jamás lo redacta, o si lo redacta mal, quedamos en las mismas: chiflando y en la loma de la ignorancia.
En esto no hay magia: el momento creativo surge en cualquier lado, y los temas no son tantos como para quebrarse la cabeza.
Lo difícil es el tratamiento, el desarrollo de la historia, y para hacerlo bien habrá que aprender las técnicas adecuadas y practicar lo necesario para dar a conocer lo que uno quiere decir, lo que trae en la pitchada. Lo demás es lo de menos.
Déjenme confesarles, por último, que sentirse embarazado, como mi amigo el teatrero, o como bolsa de palomitas después de cuatro minutos en el microondas, porque uno quiere ponerse a darle rienda suelta a la creatividad, es un placer sólo comparado con el clímax sexual, con el primer trago —largo y sin respirar— a una caguama helada helada, o con recibir el cheque quincenal con el triple de lo que uno esperaba, sobre todo esto último, que es lo que permite lo otro.
Y con esto ponemos fin a esta intervención...
¿En serio...?
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