Cuando Ataúlfo J. Barrientos murió víctima de un infarto del miocardio, en diciembre de 1973, en un hotelucho de mala muerte del centro de la Ciudad de México, acompañado de una mujer pasajera, nadie imaginó el daño que le estaba haciendo al país: J. Barrientos era a la sazón líder del Sindicato de Trabajadores del Zinc, Similares y Conexos de la República Mexicana, lo que en nuestro país significa ser un semidios, y es sabido que ni en el paraíso de dios ni en el cielo de la política deben quedar espacios sin ocupar porque se sueltan los demonios y aquello se vuelve una fiesta perversa y un desayuno de güeros (y lo digo así porque me he enterado que mencionar “cena de negros” es algo como racista). Psssí.
El caso es que J. Barrientos estiró una de sus sindicales extremidades inferiores en un cuarto de hotel y hasta ahí llegó, motivado por un llamado urgente del encargado del hotel, un agente del ministerio público a realizar el levantamiento del cadáver, pero la cosa se complicó porque no encontraron de inmediato al forense, cosa muy común y muy corriente en los países emergentes, bananeros y prefoxistas del mundo entero, y lo que se suponía iba a ser un asunto que se despacharía fácil y rápidamente se enmarañó con la tardanza de aquel funcionario público que gustaba de comprarse un mapa de los antros de la ciudad y perderse en él. O sea: ¡Helloooo!
Como es lógico, en aquellos tiempos todavía sensibles por los acontecimientos del 68 y del 71, se corrió la voz como mitote de espectáculos, y el transitorio hostal do estaba ubicado el frío e inmóvil cadáver se llenó gradualmente de personas que iban y venían como hormigas en busca del agujero. Mjú.
Según cuentan las crónicas de los hechos, no pasó mucho tiempo sin que llegara al lugar el entonces segundo en importancia del sindicato, el compañero Baldomero Palomares Blanco, vestido a la usanza de padrote para matar, y aprovechó la funesta circunstancia para mañosamente apoderarse de la Secretaría General, cosa que también sucede con frecuencia tanto en la política como en la sucesión papal, por aquello de los huecos que se deben llenar ipso facto para que el mundo no pierda su equilibrio. El recién llegado comenzó su exordio con aquellas célebres palabras al pie del lecho de muerte: “Hete aquí, pues, Ataúlfo J. Barrientos, viejo luchador...” etcétera.
Y, bueno, se cuenta que para apoyar a Palomares Blanco, y sin que viniera al caso, el Congreso del Trabajo lanzó a los obreros y trabajadores manuales y administrativos a la huelga y materialmente paralizaron al país en un santiamén, mientras el cuarto donde el muerto seguía cadáver se llenaba de personas que nada tenían que hacer ahí en principio: las dos esposas del difunto, los parientes de las esposas, los ayudantes de los ayudantes del ministerio público, un taquero, una pareja que necesitaba desfogar las urgencias del cuerpo en materia sexual, algunos periodistas y hasta una banda de guerra con mantas alusivas y edecanes con cara de zinc región cuatro.
Aprovechando el momento, Baldomero Palomares Blanco salió al balcón de la habitación y —adoptando la posición de híbrido entre presidente de la República en plena noche del 15 de septiembre y de cardenal Norberto Rivera Carrera (el padre putativo de Pável Pardo, según el Perro Bermúdez) arengando a los guadalupanos a no facerle caso a López Obrador—, en un discurso propio de Aquiles, el de los pies alados, ante los mirmidones, los de los pies helados, el sindicalista lanza una magistral joya discursiva en la cual, se dice, se han basado todas las soflamas de los dirigentes desde diciembre del ’73 (Oh, what a year!) a la fecha presente —es decir, demagogia pura—, incluyendo los rollos vacilantes del Pavorreal Corrales, el silencio ominoso de Francisco Hernández Juárez y la triste figura de Napoleón Gómez Sarra y su Napito del alma en calidad de vesícula biliar extirpada. ¡Ups!
Al final, en virtud de que el Sindicato de Trabajadores del Zinc, Similares y Conexos de la República Mexicana pagó los tacos, las coronas y la cerveza, la muerte de Ataulfo J. Barrientos derivó en una bacanal ciertamente ordenada, sin gritos obscenos ni tentadas corporales fuera del natural roce de pieles que provoca la aglomeración en un cuarto de dimensiones reducidas, en tanto el compañero Palomares Blanco era ungido como nuevo Secretario General —sin tanto alarde de democracia ni conteo de votos: ¿Pa’ qué, pues?— y como tal marchó por las calles de la capital dejando atrás el cadáver de J. Barrientos sepultado bajo un pesado polvo de olvido inmediato, ése que por generación espontánea aparece en estas situaciones.
Como sea, los que somos muy metiches sabemos que Jean-Paul Sartre (“¿El nuevo jardinero derecho de Los Naranjeros?”, preguntarán los lectores de El Imparcial, haciendo un lado el vasito de cheve. Ja: ¡Brincos dieran, caones...! es de Las Águilas de Mexicali...) reflexionó sobre la soledad, la angustia, el fracaso y la muerte, lo que induce un cierto retorno a la concepción del sujeto como centro de significaciones.
O como dijera Oscar Athié: es como andar flaco, ojeroso, cansado y sin ilusiones: ¡la muelte, chico!
Bueno, el caso es que Sartre sostuvo que la existencia precede a la esencia, que el infierno son los otros y que el hombre es una pasión inútil, por lo que la vida no es más que un chispazo entre dos tinieblas. O algo asina. Entonces, piensa el Armando (¿piensa el Armando...? ¡Oh, qué la...!), el único sentido de la existencia es lograr que ese chispazo se vuelva una llamarada que perdure en las retinas de las mujeres, los hombres y los perros de buena voluntad, cualquiera que sea su ideología. Pero el Tomás Mojarro (ah... mucho gusto) no se quedó atrás y dijo en una incierta ocasión que la muerte a nadien redime, y muy pocas veces la oración fúnebre concuerda con la biografía personal del difunto.
Y todo esto viene a colación porque el otro día vide en la televisión un programa do hablaron de Leonardo Rodríguez Alcaine, alias “La Güera”, extenso Secretario General del Sindicato Único de Trabajadores Electricistas de la República Mexicana (Suterm), puesto en el cual se fizo millonario, y dirigente de la Confederación de Trabajadores de México, CTM, a la muerte del eterno Fidel Velásquez; justo ahora que se habla tanto de líderes morales y demás mañosos que pululan por aquí y por allá.
De la Güera, en ese programa, se hablaron tantas mentiras vueltas bondad y verdad oficial que casi se me olvida todo lo que Rodríguez Alcaine era y representaba para el poder: un individuo cuyo mal natural y bajas pasiones (envidia exacerbada, desmedida ambición, codicia desbocada) impulsó a invertir el tiempo de su vida (et de bajada) en arrastrarse ante el poder y aplastar a los desprotegidos.
Que los muertos entierren a sus muertos, dijo un Cristo poco sutil a uno de sus seguidores, y en el caso de la Güera podría perfectamente hacerse la paráfrasis de que se duelan por su muerto quienes en vida se beneficiaron de él: Todos los integrantes del sistema de poder, comenzando por los patrones y los empresarios, el gobierno y los grandes capitales. No nosotros: Habemus iodidoe.
Así, una costumbre hipócrita determina los cánones del ritual: Si en vida fue codicioso, traicionero y depredador, una vez difunto ¿que descanse en paz? Mmm... “Ya está juzgado de Dios”, dicen los santurrones que nunca faltan. Pero no, la muerte a nadie redime, y ese individuo inculto, agresivo, malhablado y vulgar siguió siendo obsceno, escatológico y altisonante aún después de muerto.
Conviene recordar lo que en 1990 juraba: “Nosotros los trabajadores respaldamos al neoliberalismo de verdad. Con esto, el pluralismo le hará a los trabajadores lo que el viento a Juárez. La crisis económica es como un huracán que beneficiará a la clase trabajadora. Las crisis son como huracanes: a unos beneficia y a otros perjudica; pero en el caso de los trabajadores, ellos van a resultar beneficiados porque esto permitirá que la economía se estabilice...” Sí: sus acuerdos con Fox a partir del 2000, el sector patronal y el entonces titular de la Secretaría del Trabajo, Carlos Abascal, representaron un riesgo para los trabajadores del país, y hasta hoy no ha habido estabilización alguna.
Y no está de más traer una muestra de sus constantes fanfarronadas ante los periodistas: “¡Los reto a todos a que me demuestren que hay trabajadores en pobreza extrema! ¡Díganme en dónde está la pobreza extrema! Los desempleados ganan mucho más que yo. El más pobre, un pinche payasito, gana 300 pesos diarios. ¡Es increíble! Y ese ni impuestos paga... Sí, yo soy un cabrón para contestar, pero reafirmo: México no es un país de obreros jodidos. Los trabajadores mexicanos estamos orgullosos de cargar con todo el peso que ocasiona el bache económico provocado por la globalización. Yo convoco a la radio y a la televisión a orientar a ciudadanía sobre las condiciones adversas que se viven en el país y de las que más o menos hemos salido adelante con gallardía. Porque miren lo que les voy a decir: ¡El que piense que la política presupuestal de Fox es una puñalada al pueblo, es un pendejo...!”
Hete ahí, pues, Leonardo Rodríguez Alcaine; hete ahí, Napito vesícula biliar; hete ahí, Francisco Hernández Juárez y demás fauna nociva... hete ahí, pues...
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