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Yo tengo muchos mejores amigos, como ocho. Uno de ellos, a quien llamaremos Cidonio para proteger su identidad (y es que en realidad se llama Cidonio), goza fama de ser filósofo: A la cuarta o quinta cahuama le da por desgranar la realidad y los sueños en discursos y arengas tan arrebatadoras que cualquiera tiembla ante el huracanado viento de su retórica.
Era el pensador del barrio allá en Navojoa, de ahí que en aquellas rondas nocturnas en torno a una hielera rebosante, sus vecinos le apoden cariñosamente “El Platón”. Pero bueno y sano, mi mejor amigo es sólo un ciudadano más que se levanta temprano y se va al trabajo a arrebatarle a los días unas cuantas monedas para mal que bien mantener a su numerosa familia.
Sobrio, el Cidonio no sabe de macroeconomías ni de blindajes económicos ni de las fluctuaciones del precio del petróleo ni de los flujos y reflujos menstruales de la política y los políticos mexicanos: su única fuente de información son los noticieros de televisión que le dicen entrelíneas lo que quiere decir el gobierno a través de sus voceros.
Así, en seco, aquel hombre es una alma de dios, un individuo callado que se pasa las horas martillando ángulos y tubulares para hacer refuerzos de ventanas o anclas para las puertas, y que ha dejado lo mejor de su vista en largas jornadas frente al resplandor de la soldadura. Y es que él es un simple herrero que cada vez golpea con menos fuerza el acero para forjar molduras o hacer figuras que malbarata en su afán de conseguir el sustento diario.
Ah, pero con la heladez de la cerveza corriendo jubilosa camino abajo por su garganta, aquel hombre taciturno se convierte en una mezcla del Hombre Araña con Carlos Monsiváis y una pizca de Adal Ramones, por aquello de lo intrépido, sabihondo y locuaz: es capaz de sostener arrebatadas alocuciones sobre temas inverosímiles, planetas no descubiertos, aparatos no inventados todavía, y circunstancias de un puñado de individuos que nos califican a todos de tal o cual manera.
A veces, en medio de una cahuama, el Cidonio levanta la vista, se queda mirando el firmamento oscuro de la noche durante algunos minutos y de repente exclama, sin prevenirnos siquiera: “¡No, pos sí!” sin referirse a nada y refiriéndose a todo al mismo tiempo, yo no sé cómo.
Visto así, el Cidonio es como cualquier persona, como usted y yo, sin mayor mérito en la vida que su esfuerzo por seguir sobreviviendo, respirando, observando, disfrutando a veces y sumiéndose en sus cavilaciones personales que acaso nada tienen que ver con el devenir histórico y el movimiento infinitesimal del universo: sí, exactamente como usted y yo, lector amigo.
Una tarde, mientras segueteaba un ángulo de dos pulgadas, rascándole palabras al silencio me contó de su infancia allá en Guanajuato, de cuando se iba a cortar nopales al monte para darle de comer a los cochis. “Fíjate —me dijo en tanto sacaba el nivel del corte—, y ahora ya los nopales los tenemos que importar de Italia... bueno, eso dijeron en las noticias”, concluyó como resignado.
Hora y media hora después, luego de empinarse una cahuama y del eructo de rigor, me dijo sin mirarme siquiera: “¿A poco no son fregaderas?, es como ir a Roma a venderle imágenes de santos al meritito Papa...”
En el jardín de la noche, como canta Silvio Rodríguez, hay un montón de voces que a veces dicen más de lo que leemos en los periódicos y en las revistas, o vemos en los noticieros o cuchicheamos en los cafés. Y como el Platón aquel de cotidianidades tal vez insignificantes, en México hay cien millones de filósofos que alrededor de una hielera rebosante de sueños o junto a la lumbre suave de la madrugada o frente a la taza de café por las tardes piensan y sienten y sufren y disfrutan esta patria que nos ha tocado sobrevivir acaso sin mayor ambición que llegar al final del camino no con las manos limpias sino con la dignidad enterita, reluciente y fortalecida cada día por la esperanza... sí, exactamente con los mismos sueños de usted y míos, náufrago lector de estas banales líneas.
Con todo, pese a que “la vida es soportable sólo porque ocurre en tajadas: uno se levanta, se afeita, se desayuna, va haciendo las cosas lentamente; por eso la vida es menos espantosa”, como alguna vez dijera Jorge Luis Borges, yo creo que la vida es formidable porque es la única oportunidad que tenemos para demostrar nuestros afectos, nuestras pasiones, rencores y odios.
Es la única oportunidad, que se repite cada día de la vida, que tenemos para tratar de mejorar, de ir más allá, de equilibrar nuestros aciertos y nuestros defectos y ponerlos en la balanza común que somos todos; es la ocasión permanente de razonar nuestras acciones, de interpretar las luces en lo alto, de reflexionar sobre lo que somos y lo que vamos dejando cada día, como ceniza de un presente que se incendia sin remedio.
Uno no pierde la capacidad de asombro: ahí están los hijos y (creo) los nietos que revitalizan cada momento y nos ofrecen nuevas formas de aquilatar la vida.
También están ahí los personajes públicos que cuando pierden la vergüenza no nos dejan otro camino que perderles el respeto.
Y en un peldaño cálido están los amigos, que moldean a nuestro lado los momentos alegres y amargos de la vida: son ellos muchas veces quienes nos salvan del naufragio con una palmada, una llamada, una mirada o con el recuerdo afectuoso.
Si, en algún peldaño de la vida sigue estando ese mejor amigo con su mirada de siempre, ése al que se refiere Víctor Heredia en “Tiernamente amigos”: El perdió lo suyo y yo también perdí lo mío, algo nos cambió el perfume tierno del estío; entre bambalinas yo juego a estar vivo, él cepilla un perro todos los domingos; ya no creo que recuerde nuestro río, mas les puedo asegurar que no tuve nunca más un amigo igual...
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