Trova y algo más...

lunes, 21 de septiembre de 2009

Los señoritingos...

En boca de Andrés Manuel López Obrador la palabra sonaba hasta chistosa. Pero en la vida real, los señoritingos son una digamos que especie dañina y que por desgracia no está en peligro de extinción. No, jeñor...

Yo supe de esta clase de individuos cuando niño, allá en el país de la niñez (donde uno y uno sumaban tres), Navojoa: era una familia con ascendencia vagamente europea. A veces cierro los ojos y hasta parece que los estoy mirando.

Y cómo no, si todavía me acuerdo de ellos. Y es que todos en aquella familia (hombres, mujeres y niños, y creo que hasta el perro y el gato) eran altos y güeros, ojos azules, lampiños (sobre todo los varones), mandíbula cuadrada, y un aire entre tierno y triste, como un gorrón, diría el primo de Serrat. Ciertamente parecían salidos de una película noruega, y se conducían como si ellos hubieran sido los carceleros de Auschwitz y todos los demás habitantes de aquel viejo barrio de Navojoa —o sea, nosotros—, hubiésemos sido judíos impuros perseguidos por Hitler y fanáticos matarifes que le acompañaban.

Los señoritingos. Así les decíamos a los integrantes de aquella familia. Creo que todos nosotros lo decíamos con coraje y una gran dosis de envidia, porque en el fondo nos hubiera gustado ser como ellos, que se levantaban tarde y parecía que nunca tenían problemas, pues salían de su casa enlechugados como un fresco, miraban hacia uno y otro lado de la calle como pitcher ligamayorista vigilando a los hombres embasados en tercera y en primera, y después se tiraban al mundo con ese porte de semidioses vikingos perdonando a todos por no estar a su altura. Habría que haberlos visto.

Acaso tendrían razón los señoritingos en portarse así, pues nosotros éramos flacos y prietos (rasgo, este último, que hemos conservado como fiel testigo de nuestro paso por Navojoa, nomás por eso, eh), pobres y feos (y este rasgo lo hemos conservado como fiel testigo de nuestro paso por México).

Nuestros padres, como modernos héroes olvidados, salían todos los días a la calle a arrancarle a la inmundicia económica de nuestro país el pan para los hijos, esas pequeñas y escuálidas ranas que no teníamos becas de ninguna especie, que no gozábamos de las prebendas de la estulticia, mientras los señoritingos vivían como señores feudales sobre la calle Morelos, cerca de la Iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, para estar cerca de la gloria.

Pero algo no andaba bien. Con el tiempo nos dimos cuenta que los señoritingos, que parecían venidos de la parte blanca de Europa, la del hielo, en realidad procedían de un pueblo de la sierra de Álamos llamado Los Tanques, cerca de El Cajón de Huirocoba; hablaban un castellano más cercano al español bruto de los hispanos sin escuela, y su única ventaja sobre todos nosotros en aquella sociedad navojoense tan tradicionalista, anacrónica y polvorienta era, a saber: a) el color de su piel, y b) su comportamiento como de gente bien.

Porque, en rigor, todos éramos iguales en aquel barrio de piedra y lodo, aunque en honor a la justicia, habría que reconocer que una de las muchachas de aquella familia estaba digamos que, para hablar en términos automotrices, bien diseñada: sólida carrocería de líneas juveniles, frente levantado por una defensa abultada, luces altas de amplio espectro, cajuela grande donde podría caber todo el vecindario, dos puertas (como debe ser), y un motor de ocho cilindros dispuesto para que se le midiera el aceite en cualquier momento, para evitar desbieladas, se entiende. Si Aldous Huxley la hubiera visto, hubiera dicho que aquella mujer estaba bastante neumática, como las personajas de su novela Un mundo feliz.

Por lo demás, en todo éramos iguales.

Pero en nuestra cultura extranjerizante, marrullera, hueca y nalgapronta, la apariencia significa mucho. Y si a una apariencia “saludable” se le suma un discurso rimbombante, aunque cantinflesco, pues ya se tiene ganada la media cancha. Sólo con eso, lo que diga cualquier señoritingo suele tomarse como la verdad absoluta.

Y muchos años después nos dimos cuenta que aquellos señoritingos navojoenses cabían perfectamente en lo que se dice en el párrafo anterior: estaban más endeudados por todos lados que llegado el momento tuvieron que fugarse del barrio y de la memoria social de aquella tribu morena y desarrapada que habitábamos el día con una luminosidad destinada para los copechis y los peces fosforescentes que habitan las profundidades del mar, y que nosotros adquirimos no sé porqué, quizá porque en el fondo nuestro ser silvestre era tan puro que al menor roce de la felicidad brillaba con luces amarillas y azules y rojizas en los huecos de la noche.

Dicen que aquellos señoritingos regresaron a Los Tanques, y hoy los he recordado porque leí en la prensa que a un grupo de efectivos policíacos los “levantaron” por el rumbo de Los Tanques y hasta hoy no se sabe nada de estos elementos, por desgracia.

Mala razón, digo yo, para rescatar la anécdota de los señoritingos: lo dicho, la realidad muchas veces supera a la ficción y, en este caso, a la memoria…

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