Yo nací y he vivido en Hermosillo durante más de la mitad de mi vida.
Ya sé que eso no es una gran noticia. Vamos, ni siquiera es una noticia que medianamente llame la atención.
Lo que quiero decir es que durante los largos y tenebrosos años que he vivido en esta ciudad he visto cómo Hermosillo se ha transformado de aquel pueblito sencillo que habla la canción Sonora Querida en una capital con toda la barba, para decirlo de manera capilar, que nos muestra las diversas caras que guardan las grandes ciudades del mundo, con sus pros y contras, sus puntos buenos y malos, sus barrios opulentos y sus cinturones de miseria… que también los hay aunque nunca nos hablen de ellos propia y apropiadamente más que para focalizar lugares delictivos.
Recuerdo que cuando niño, mis padres nos llevaban a pasar tardes felices al Parque Madero (no, ya no se llamaba Ramón Corral, no estoy tan viejo) y nos sentábamos a un lado de la fuente (no, tampoco existía el lago aquel) a disfrutar de la brisa mientras la noche caía sin prisa por el lado del Cerro de la Campana.
Y es que entonces nadie tenía prisa: Todo se mecía a ese ritmo lento como de bolero, sin que esto sea necesariamente bueno, mientras que hoy, sin que esto sea necesariamente malo, la vida brincotea en una mezcla de tecnobanda y reagetton que enciende lujurias casi analfabetas: Dame la gasolina, mami; quiero tu gasolina…
En todos esos años felices e indocumentados no recuerdo que hayamos visitado más que un puñado de veces el vivero que estaba casi enfrente de la Casa de la Cultura. Y cuando fuimos, mi memoria no registra algún día en el que aquel lugar tuviera muchos visitantes. Más bien, era un sitio más propicio para la reflexión que para el disfrute infantil, pues carecía, según mis recuerdos, de un buen número de juegos propios para niños.
Ahora aquel espacio es el Musas, acrónimo de un ecocidio que fuera motivo de un plantón que creo (sin esgrimir verdades absolutas, ciertamente) tenía que ver más con la política que con la ecología, porque si el asunto era defender el ambiente y conservar el equilibrio natural en nuestra ciudad, como que el grupo que protestaba en ese lugar llegó tarde a la salvaguarda de nuestros niveles de vida digna, tan bocabajeados con el Cytrar y demás contaminantes que las empresas arrojan en las alcantarillas (del humo de los vehículos después hablamos, porque en eso todos fallamos), y aquí se incluyen todos los giros comerciales, incluyendo restaurantes, tintorerías, imprentas, corrales de engorda y demás negocios dentro y fuera de la ley...
Bueno, decía, aquel espacio que antes fuera un lugar para el esparcimiento infantil, ahora es un edificio con un cierto aire de lejanía que nos evoca a toda esa parentela que alguna vez vivió a la vuelta de la esquina y que después cambió su domicilio a Boston, Madrid o "a la colonia de los ricos", que toda ciudad que se precie de serlo tiene la suya...
Y ya no más los árboles dispuestos a ofrecernos el oxígeno que dios nos tiene prometido.
Porque como quiera que sea, la ciudad necesita árboles para para capturar el CO2 de la atmósfera y oxigenar nuestro ambiente, es cierto.
Que la ciudad necesita espacios dedicados a la creación y fomento cultural, es cierto.
Que se ha discutido propuestas para reforestar la ciudad, es cierto.
Y al fin, nunca nos ponemos de acuerdo... o en muy pocas cosas reconocemos las coincidencias.
Está visto que cuando los ciudadanos politizamos un tema, mayormente terminamos haciendo chacoteo del asunto; cuando son los medios los que politizan, se les ve el sello del comercio y el chantaje; pero cuando son los mismos políticos —aspirantes a o caricaturas de— quienes politizan un punto de la agenda social, casi siempre terminan desgarrándose las vestiduras cual magdalenas ensopadas en un llantito pueril y más falso que las llamadas lágrimas de cocodrilo: “¡Te voy a acusar con mi mamá…!”
Como sea, cuando los políticos asumen posiciones defensivas y utilizan argumentos que a veces rayan en lo imbécil para defender y/o atacar —lo que ocurra primero— las propuestas de la oposición, somos los ciudadanos los que pagamos el pato —ojo y recontra ojo: esta columna no pretende politizar ni a los animales ni a los personajes de los partidos locales—, IVA incluido en el lomo común de la masa anónima y retórica de los pueblos de gesto antiguo que llenamos el 99 por ciento más uno de pobres, pobretones y xodidos en México y otras regiones del mundo igual de globalizadas e politizadas ad nauseam: “Ubri et orbi”, dijo aquella vez el Polacas©, después de haberse pegado una politizada en la mesa seis del Pluma Blanca Bar. ¡Salú, caón!
Y sí, los ciudadanos vamos y venimos bajando la cuesta, que arriba en la calle de las demagogias sigue la fiesta, y desde que uno tiene uso de la memoria —la razón es otra cosa, ciertamente— nos acordamos de todas esas cosas que se se pintaron de acciones democráticas y se politizaron, algunas con certeza jurídica, moral y social, que son la mayoría, y otras sin argumento favorable para nadie, ni siquiera para los muertos de mi felicidad… y pese a todo, se hicieron, para escarnio de la ciudadanía pacífica, pimalteña y quelitera de la cuna de Jesús García Corona y también del Jesús García Tecate, que es más igualado que los piratas del caribe y el Corella juntos.
Nomás en Hermosillo, para no hacer muy grande el mapa, recordamos aquellos horribles adoquines extra municipales que sembraron por toda la ciudad en un afán mesiánico por alcanzar la modernidad de manera epidérmica, como si la capital sonorense hubiera sido un elefante con piel de bebé y con las baldosas aquellas el elefante se fuera a convertir en un hermoso unicornio. Lo único que pasó fue que el elefante se convirtió en un paquidermo adoquinado y punto. ¿Quién pagó aquello? Mmm… ¿los hermosillenses…? Psí.
Y luego vino la mancha roja, que dejó temblando a más de un buen puñado de comerciantes, algunos de los cuales tuvieron que cerrar sus changarros porque no pudieron contra la visión de futuro de un empresario que hizo más fluidas las calles y avenidas de la ciudad para que en el extremo los juniorsetes pudieran meterle la chancla a su vehículos y a sus cuadrafónicos, mientras los peatones cruzaban las rúas con el Jesús —¿García?— en la boca.
¿Alguien indemnizó a los comerciantes que se vieron obligados a tocarle las golondrinas a la clientela y a su esfuerzo cotidiano? No, nadien, como dice la Lurdes.
¿Dónde se fueron esos comerciantes? En términos legales, se fueron a checar su máuser. En términos filosóficos, se fueron a Chihuahua al baile. Y la ciudad siguió creciendo con una mancha roja como cruces panteoneras clavadas en el recuerdo colectivo de los ahora viejos.
El GeGeGe también nos dejó un puyazo en pleno lomo del bulevard: Ese ostentoso, horrible e inútil reloj cuya apariencia mueve a la risa, cuando no al coraje descarado.
Por el otro bando también hubo tropelías democráticas que se cometieron sin tomar en cuenta a la ciudadanía: La destrucción de los parques, a los que se les redujo la cantidad de árboles y se encementó casi toda su superficie (¿dónde estaban los que protestan cuando se cometió ese pequeño ecocidio municipal? Misterio).
Al final, ante los argumentos del favor y el contra, uno se pregunta, ¿cómo haremos para no politizar todos los asuntos de nuestra vida social durante los meses por venir para llegar a consensos que nos permitan ver nuestras coincidencias más que nuestras diferencias para empezar a construir nuestro futuro en paz? Que conteste la ciencia, por favor…
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