Hoy es viernes. Psí.
“Los viernes son un trocito de dios”, dijo aquella vez el escritor y poeta indio —con respeto para la indiada, ofcurs— Mochatmas Zamora.
Y de repente, antes de que nuestro personaje ocupara su curul en la historia de la literatura sonorense —tan rancherota como ella sola—, se le apareció Juan Diego disfrazado del mejor escritor y mejor poeta guaymense —o sea Miguel Manríquez—, quien sin más ni más le soltó a boca de jarro: “Mmmm… pero debes de saber, compañero y amigo de largas veladas literarias, que viernes a la una de la tarde ya es sábado…”, y los sólidos pilares de las burocracias locales se pusieron de pie y aplaudieron a rabiar, salivando como perro pavloviano al imaginarse en la barra de una cantina, justo a esa hora literaturamente sabatina, con un tarro de cerveza Indio en la mano —sí, como el escritor y poeta de marras—, más helado que el trasero de un pingüino o las canillas de un iglú, lo que conjeture usted primero, acorralado lector. ¡Salú!
Quizá por ello, los expertos en esas tragedias griegas que son los estudios de opinión que levantan los medios locales de la localidad para rasparle los muebles a las administraciones y ver qué beneficio sacan, señalen que el comportamiento de la siniestralidad por día de la semana sigue mostrando la importancia de los viernes, porque de acuerdo a sus números virtuales, el quinto día de la semana está mayoritariamente presente entre los días más chocados, atropellados, alcoholizados e infraccionados de la semana.
Y eso que, si la lógica aristotélica se impone y le hacemos caso a mi antiguamente querido compañero de farras literarias —ya pues, el Miguel, ¿quién otro?—, nos daremos cuenta que el viernes, gracias a esa expresión colegiodesonorizada de que el sábado empieza casi a medio día del viernes, este día dura sólo 13 cabalísticas horas. Ni más ni menos. Como para volverse loco y dejar de creer en los frágiles estudios de opinión que caen por su propio peso… ¿o por sus propios pesos? ¡Yo qué sé! Yo, que fui del alcohol ave de paso...
Ah… es que la naturaleza de los viernes es tan etérea como si estuvieran hechos de algodón de azúcar.
Hay algo en los viernes que nos reconforta con la humanidad: acaso sea la promesa de mirarse hacia adentro detenidamente para ejercitar ese músculo invisible llamado alma, ese que con frecuencia descuidamos para dar paso a la vil metrosexualidad de la carne y que cada día vemos desfilar por los informativos de la frivolidad.
Hay quien se aventura a afirmar que quienes no trabajan los fines de semana compartirán esta verdad casi con seguridad.
Cada día de la semana es único, dicen.
El miércoles no es lo mismo que un sábado y los lunes definitivamente no son como los jueves.
Pero el aluvión de beneficios que acarrean los viernes es insuperable en cuanto que existe una vaga visión de las pretensiones que uno tiene para el fin de semana.
En primer lugar, es el anuncio de las potenciales horas de sueño que se avecinan, a pesar de que muchas veces cuando contamos con esa posibilidad de dormir más, simplemente no la aprovechamos.
Dicen que las horas de los viernes se transforman en el preludio de la libertad.
Ese es el verdadero goce.
Esa libertad que abarca las pequeñas elecciones que podemos hacer los sábados y los domingos.
Comer un cocido con amigos, ir al cine, desayunar durante horas, practicar nuestro deporte favorito o visitar a media mañana, a deshoras tal vez, a la gente que queremos.
Claro que estas actividades a veces también se hacen rutinarias y nuestro fin de semana termina siendo un rally de obligaciones.
Pero más allá de eso, siempre hay momentos para las elecciones autónomas.
¿Y cuando los viernes son días de lluvia? ¿qué tipo de tormenta puede opacar el fin de semana que se avecina?
Si los viernes son grises y mojados, casi en automático uno se imagina durmiendo al ritmo tamborileante de la lluvia o bebiendo una taza de café mientras las horas pasan lentas por la ventana, chorreando sus minutos y sus segundos, acaso con un gusto de tristeza debajo de la lengua pensando que se vienen dos días tal vez flotando en la misma humedad.
Digamos que hay un vaporcillo de bienestar sin comparación en ello. Pero los viernes lluviosos también son días de trabajo.
Es justamente la estructura temporal interna de los viernes la que supera cualquier condición climática desfavorable, y que inclusive acentúa el regocijo de la sensación de saber que se avecinan esos días de descanso —merecido u no—.
Los nubarrones lluviosos que trae el viento salvaje no son capaces de ensombrecer el preciso momento del atardecer de los viernes, que nada tiene en común con las horas finales de cualquier otro día de la semana.
Eso dicen también.
Como sea, el viernes es un día esperado, es como volver a casa después de un largo viaje por la semana, como la ola que vuelve a la playa una y otra vez como si fuera un viernes cualquiera que nos moja los pies con su frescura inigualable y su rumor a vuelo de gaviotas.
Es la puerta entreabierta al fin de semana, a la rumba, a los tragos compartidos, a la música tranquila, a la plática, a dejarse ir en la luz cálida de unos ojos que nos miran como si la vida fuera un viernes eterno, un viernes como hoy, que puede durar toda la vida… antes de que llegue la una de la tarde, claro…
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