“Las ideas son balas hoy día y no puedo usar flores por ti, hoy quisiera ser viejo y muy sabio y poderte decir lo que aquí no he podido decirte: andar como un árbol con mi sombra hacia ti, como un libro salvado del mar, como un muerto que aprende a besar, para ti, para ti...”
Con estas palabras, Silvio Rodríguez concluye su canción “De la ausencia y de ti”.
Con esas mismas palabras quiero iniciar esta declaración de amor por la paz en el mundo.
Todos estamos indignados por la masacre que los nuevos rostros del fascismo y de la locura han desatado en Medio Oriente, como antes lo hicieron en Panamá, en Granada, en Vietnam, en Corea, en Yugoslavia, en Palestina, en Hiroshima y Nagasaki, y en todas partes donde haya riquezas que saquear en favor de la democracia o estructuras políticas endebles que hay que ocultar...
Todo está sucediendo en estos tiempos en los que la ficción impera de manera alarmante, porque lo verdaderamente importante es precisamente lo que no se ve y lo que no nos transmiten los noticieros de televisión.
Como seres pensantes, tenemos la responsabilidad histórica y moral de levantar nuestra voz contra la matanza inclemente que han desatado las fuerzas de la irracionalidad.
Exigir la paz es una obligación moral, pero hay que recordar que la paz no es la simple ausencia de la guerra: la paz es el ambiente donde todos debemos interactuar en la búsqueda de un objetivo común, porque en un ambiente sin guerras no debemos permitir que sigan muriendo niños y ancianos de hambre o de enfermedades perfectamente curables a estas alturas del tercer milenio.
Ni qué decir de las demás atrocidades que vemos a diario y las tomamos como un valor común: asesinatos, violaciones, impunidad como reino del terror, corrupción, fraudes y demás delitos que esconden aquellos moralistas que manejan un obsceno doble discurso.
La paz no es la simple ausencia de guerra.
La paz también tiene que ver con la ecología, con la salud de todos, con la tranquilidad familiar, con el ingreso quincenal, con la estabilidad laboral, con el respeto y la vialidad urbana, con los semáforos en cada esquina, con las manifestaciones inteligentes, con el arte y la cultura en general, con las propuestas sobre cómo abatir la pobreza, con el combate a la corrupción, con el castigo a los fraudeadores, con la educación y sus beneficios, con la mirada del ser amado, con la rabia impotente por la estupidez con que nos bombardean algunos medios, con la moneda que se introduce en los contenedores de los voluntarios de la Cruz Roja, con las teresitas que florecen y en las calles, con los 40 grados del viernes pasado, con las cervezas heladas del sábado, con estas líneas silenciosas que sumadas a las líneas de todos pudieran hacer amanecer otro sol más luminoso y más gentil sobre Bagdad y sobre Washington y sobre el Metro Balderas, para que los adversarios y los desadaptados sepan que la paz tiene que ver con todo lo que nos da vida y sentido como seres inteligentes y sensibles, como individuos que odian pero que también aman, como personas que buscan una oportunidad para abrazar al que nos dispara desde una trinchera y al que le disparamos sin saber siquiera si alguien lo espera en casa, como él ignora eso de nosotros.
La paz tiene que ver con todo lo que nos hace humanos, eso que nos hace percibir la presencia omnisciente pero amigable, compañera y hermana, de un dios que nos mira desde una catedral o desde una mezquita, pero que en esencia es el mismo, y que nos permite entonarle esa melodía de León Gieco: “Sólo le pido a dios que en la guerra no me sea indiferente, que es un monstruo grande y pisa fuerte toda la pobre inocencia de la gente...”
En este día de guerras es conveniente reflexionar en el día que vendrá cuando la irracionalidad barra con los vestigios de todo lo que no le conviene: necesitamos pensar en ese día que se acerca detrás de cada bomba que estalla en los mercados, en las casas, en las calles, en las oficinas y que asesinan a personas inocentes que salen cada día a construir un mejor mundo para heredarle a nuestros hijos territorios poblados de armonía, así como salimos Usted y yo a tratar de levantar con los ladrillos de la esperanza las ciudades que habitarán aquellos que vienen detrás de nosotros con sus propios sueños y su propio concepto de felicidad.
Por ellos, por nuestros hijos, debemos de moldear con la arcilla de los días (sobre todo de estos días) un nuevo significado de la paz que vele por todos y que incluya todo lo que nos supone inteligentes, racionales y sensibles: seres individuales e irrepetibles, con la legítima aspiración de trascender, de poner un granito de esperanza en todo lo que hacemos por el bien de todos.
Por eso estamos aquí: porque todavía creemos en la paz.
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