"Me declaro ornitorrinco", dijo Joaquín Sabina en ocasión de ya no me acuerdo qué asunto contra el cual protestaba.
Debo confesar que yo no llego a tanto: si acaso me declaro un triste insecto de la ternura y ya, sin más ambiciones fuera de eso.
He tenido una vida relativamente feliz y he obtenido algunos triunfos importantes en la vida: concursos literarios, libros, conferencias, viajes...
He tenido la fortuna de conocer buena gente, de transitar con ella momentos del corazón y días de angustia y de rabia; he crecido con ella, me he multiplicado con ella... he aprendido con ella que el amor también es una virtud, una hoja al viento, un sendero entre la hierba... un animalito que si uno no lo cuida se va a refugiar en otra mirada y en otras palabras...
Y he llegado a una edad en la que —por extraño que parezca— no añoro aquella vida relativamente feliz ni deseo repetir los triunfos brillantes del pasado porque estoy convencido de que cada cosa tiene su lugar y su tiempo.
No me quejo por lo que me falta, pues no soy soberbio con lo que me sobra... y vaya que me sobran kilos...
Aquella relativa felicidad y aquellos triunfos resonantes llenaron mis días de entonces.
Hoy la felicidad y el amor tienen otro matiz, hoy los triunfos son —aunque pequeños, íntimos, privados, solitarios— igualmente significativos como los de aquel tiempo.
No soy mejor que antes ni peor en muchos sentidos: soy diferente.
Tengo conciencia de mi edad y mis capacidades, de mis fuerzas y mis debilidades.
Sé que con estirar el brazo hacia el frente puedo tocar la orilla cada vez más cercana de la vejez.
Sé que cada vez es más difícil recordar las cosas que antes brotaban de mi mente como peces de colores en una fuente.
Sé que cada día me pesa más la vida, que ya batallo para colocar el botellón del agua en el surtidor, que subir una escalera es una hazaña sofocante, que mirar por encima de la barda del patio para llamar al gato es una aventura que debo pensar dos veces...
Sé que a cada día se le suma un nuevo dolor, uno que ayer no sentía, ni siquiera presentía: los pies, las rodillas, los dientes, los riñones, las articulaciones... los recuerdos...
Y sé que ahora mismo estoy engendrando en secreto la enfermedad que algún día acaso no muy lejano me llevará a la tumba.
Con todo, me levanto temprano, salgo a la calle, observo a las personas y hago lo que con certeza sé hacer bien todavía para ganarle terreno a la desidia y marcar en el calendario un día más a favor de la alegría silvestre de estar y sentirse vivo...
Comienzo el día, como Noel Nicola, así como si nada, aferrado a un cuerpo, pidiéndole café y amor...
Y al final, cada noche, en medio de la oscuridad, junto a la respiración pausada de Araceli, bajo el zumbido terco de los zancudos de la incertidumbre, el sonido de una voz lejana viene y me dice "Buenas noches, hijo..." y entonces una breve y opaca luz me ilumina por dentro y veo la silueta borrosa de mi madre caminando despacio por entre los surcos de los sueños, acompañando a mi padre desde siempre, en las buenas, las malas y las peores, y mi mano de insecto en la penumbra flota como bandera pirata y dice en su constante rasgar el polvo de las sombras: "Buenas noches, mamá... buenas noches, papá... buenas noches, Araceli... buenas noches a los fragmentos de mi corazón que duermen suavemente como canoa al pairo..." y después me dejo ir como barquito de papel por las aguas de la vida y empiezo a roncar con un ruido destemplado hecho de muchos retazos... mjú: como ornitorrinco...
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