Trova y algo más...

martes, 8 de septiembre de 2009

¿Otra historia de familia...

No ahondaré en detalles, sólo mencionaré que Arely era una niña risueña y bonita, con la cabeza rapada y redonda como la luna llena, que tenía los ojos ruidosos como los pajaritos del amor cuando el sol se asoma tímidamente por arriba de la barda del patio, que sus manitas podían señalar perfectamente el número cinco de la calle Reforma en una plaquita azul que estaba justo encima de la puerta, y que tenía 10 meses y 25 días cuando Alí nació en medio de un aguacero espantoso que hizo brotar los peces de los arroyos de las calles, y un narval mitológico del vientre de Araceli.
Arely era un peluche de ternura que se dormía tranquila en los brazos de todos; Alí, por el contrario, era largo como el río Yaqui, flaco como el cheque quincenal y cabezón como el cantante Joselito en sus años de gloria; no sé si él sabía lo que hacía, pero se adelantó a su presunta fecha de nacimiento sólo para demostrar que el destino puede empezar a escribirse desde antes de llegar al mundo.
Y vaya que sí: meses antes de nacer, Alí se movía en las entrañas de su madre como lo hiciera Michael Jordan por toda la cancha, y sólo se calmaba cuando le poníamos música clásica a través de unos audífonos que sólo dios sabe dónde fueron a jubilarse, o a pensionarse, porque con eso de las reformas a las ley del ISSSTESON ahora es más difícil lo primero que lo segundo.
Acaso esa, su afición prenatal a los audífonos, era la señal que debió decirnos que sería músico, pero uno qué sabe de leer las líneas del futuro cuando apenas está tratando de descifrar el presente de un ser que nada vigorosamente en el líquido amniótico de la esperanza, como bañista delante de un feroz tiburón blanco en las playas de Australia. ¡Qué mello!
Arely era suave como pañoleta en primavera, Alí era óseo, correoso, aguantador: no había día que no llegara al anochecer con una marca nueva en el cuerpo: donde quiera se caía, en cualquier piedra se tropezaba, en el menor alambre se quedaba entrampado, y así fue creciendo enorme y hermoso, como todos los hijos (¿no es verdad, estimado lector?), que a medida que se elevan del suelo van adquiriendo un cierto aire de nostalgia en el rostro que los hace parecer al coronel Aureliano Buendía.
Ahora escucho a Arely en su cuarto, chateando desde que amanece hasta que la noche enciende todos los faroles del alma, e imagino al Alí escribiendo, allá en Los Ángeles, una historia interminable que algún día florecerá en maravillas, organizando los asuntos más inverosímiles con un éxito aturdidor, y me quedo en silencio, con mi calvicie y mi sobrepeso, mis temores dolorosos y mis dolores atemorizantes, y esa secreta esperanza de que algún día ellos también se asomen a los ojos de sus hijos y vean la maravilla que se construye cada día con mucho esfuerzo pero más con amor.
Arely ya no es la niña aquella que llegó sin avisar y que se instaló en nuestras vidas para marcar la senda de la ternura: ahora es una muchacha seria y reflexiva que se acurruca entre los gatos de sus sueños mientras lee temas de artes plásticas para interpretarlos con sus manos. “Parece artista”, dicen todos, y tienen razón: dibuja, pinta, baila y toca la guitarra con una tenacidad que no heredó de mí, salvo esa que tengo por formar cálculos en la vesícula, que ahora ya no tengo, y en los riñones. Y en serio que parece artista: suele mandarnos a chiflar a la loma cada vez que se le cierra la paciencia, que es casi a todas horas del día. En fin.
Alí es un muchacho alto y noble, que al verlo jugar futbol, cuando sus años de secundaria, su cabellera parecía una antorcha oscura; que toca la batería con un ritmo sacado de no sé dónde, y que decidió estudiar psicología y después música en California porque él creyó que ese era su destino. Y allá se fue con todo y sus sueños y con nuestras tristezas. Pero así es esto.
Arely nació un seis octubre. Alí nació un 31 de agosto.
En su momento —como dice el comercial del IFE—, la patria les regaló su credencial para votar con fotografía, y yo nada más le di un abrazo fuerte y un beso en el que estaban acumulados todos los recuerdos que tengo atesorados en mi alma: la noche aquella de lluvia tormentosa, el viaje azaroso al Hospital Chávez en la combi conducida por don César Camarena, el primer chichón en la frente, el primer día de escuela en el Colegio Muñoz, la primera presentación de porristas, la fiesta de quince años, el primer partido de futbol, la primera vez que el Alí tocó la batería, la primera función de ballet de Arely, el primer día de clases en la Universidad de Sonora, y todas esas primeras veces que le faltan a ambos.
En algún momento del pasado debí decirle a los dos feliz cumpleaños, pero eso lo dejo a la imaginación de Usted, estimado lector, que también tendrá sus razones y motivos para haberlo dicho en su ambiente primario. Y en serio que a uno la garganta del alma se le pone como trapo que reseca la nostalgia porque de repente uno ve a sus hijos tan grandes y los recuerda tan chicos que fácilmente cabían en el cuenco de nuestras manos y ahora no caben en el colchón de su cama. ¿Qué le vamos a hacer, pues?: el tiempo no se detiene.
¿Y Arlyn...?
De Arlyn hablamos después, que también empieza a construir su historia con los ladrillos de la esperanza...
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