Hace algunos años escribí el poemario Balada para un Naufragio.
Y no, no lo escribí como me dijera la Cecy, mi múltiple amiga guaymense una tarde de hace algunos años: “Sentado en una roca frente al mar, escuchando el rumor de las olas quebrándose en la arena del atardecer, bajo un cielo azul y blanco cuajado de gaviotas, escribiendo reflexivo cada verso de este libro en pliegos de papel amarillento, con una pluma de cormorán entintada en un pomito de esos que venden en la Papelería Romo…, así te imagino hilando cada párrafo de la Balada para un Naufragio”, quien como buena hija de puerto algo sabe de estas palpitaciones oceánicas.
Algunos amigos que han tenido la desventura de toparse con ese libro también han caído en el garlito: han creído a pie juntillas (como dicen los viejos cronistas) en esa imagen que describió la Cecy, como si uno fuera el personaje del cuadro “Napoleón en la isla de Santa Elena”, pintado quién sabe por quién y quién sabe cuándo…
Pero no. Ni escribí ese libro sentado en una roca frente al mar ni lo hice con una pluma de ave: lo escribí en el rincón más oscurito de la recámara que comparto con Araceli, y lo tecleé en mi vieja computadora Lanix 486, ya fallecida y cremada.
Es decir, nada qué ver con la maravilla y la magia: ni que uno fuera Harry Potter.
Tampoco, como alguno me lo ha sugerido, lo escribí bajo el arrullo de las sirenas que, con los pechos desnudos y apestosas a ese pescado que ponen en oferta en las Tiendas Ley, me hacían señas imaginarias de que me acercara a ellas para que me llevaran a conocer a Neptuno.
En realidad, la Balada para un Naufragio se me ocurrió viendo jugar beisbol a unos amigos la mañana de un domingo de hace más de diez años en un taste ubicado a un costado de lo que antes era el “Mundo Divertido” y hoy es un casino que hace más divertido al mundo si es que uno gana, claro.
Como se ve, entre el poema y la realidad hay muchísima distancia y una diferencia enorme en kilos.
Ahí se me ocurrió escribir la Balada para un Naufragio.
Pero no sé cuándo nació.
Seguramente la historia de Rodrigo Garfias nació en mi niñez, quizá con otro nombre y tal vez con otro tono en medio de las tardes aquellas en que mi madre me enseñó las primeras letras…
--
Acaso yo tendría cinco años, y sobre la mesa de la cocina de aquel galerón en que floreció mi infancia, mi madre se esmeraba en mostrarme el significado críptico, armonioso y dulce de los sonidos que se esconden detrás de las letras y de las palabras. Aprendí a leer como aprendimos todos en aquel barrio que ya no existe más en una ciudad perdida en la memoria del tiempo: sin televisión, sin nintendo y sin internet que nos robaran la imaginación simple de niños que correteaban descalzos bajo los árboles y metían los pies en los canales anegados de agua fresca y se trepaban a los árboles de mangos para robarles el sabor de los sueños agridulces a aquellas frutas que atemperaban el estómago con su verdor.
Entre el camino de tierra y la tarde de los sábados de catecismo aprendí a leer.
Guiado por la mano de mi madre y el bullicio de la chamacada jugando detrás de las paredes de adobe y techo de carrizo aprendí a descifrar el significado de aquellas figuras menudas que me decían tantas cosas desde la caligrafía hermosa que derramaba aquella mujer (mi madre) sobre las hojas blancas de la felicidad.
Y cuando me di cuenta de que tuve la posibilidad de recrear los personajes que tomaba de la realidad, el mundo creció ante mí a veces de manera ruidosa, a veces en silencio, permitiéndome tomar los elementos fantásticos de la literatura para amasar con ellos la arcilla simple de los versos que muchos años después me siguen dejando manifestar mis temores a la oscuridad y a los fantasmas de la soledad, o para dejar en claro mis sueños y pasiones, o para marcar los territorios culturales en el vecindario de la vida.
También me ha permitido sentarme al borde de la historia para escuchar detenidamente los sonidos que han rodado cuesta abajo por los límites del tiempo desde hace ya más de mil años, un monstruo en expansión que ha subido montañas con nieves sin edad, bajado a los valles habitados por individuos taciturnos y llegado a las playas cuyas arenas son el eco de voces misteriosas, sefarditas, moriscas, después de atravesar un océano devorador de carabelas y tripulaciones enfermas de escorbuto.
Y quizá como las olas, Rodrigo Garfias iba y venía del olvido al recuerdo hasta que un día se quedó fijo en mi imaginación, molestándome como piedrita en el zapato del alma, y de seguro un sólido batazo hizo que aquella mañana de domingo, junto al Mundo Divertido, la historia brotara como brotan las promesas en labios de político en campaña o del amante fogoso al filo de la aventura de la carne.
No sé cuántas noches tardé en escribir este libro ni cuántos viajes hice al pasado para rescatar de mi memoria ese sabor a nostalgia que me trae el recuerdo del huracán Lisa, que golpeó las costas del sur de Sonora en 1976.
Lo recuerdo como si hubiera sucedido hace 33 años porque en realidad sucedió hace 33 años. Yo tenía entonces 18 años y era un joven que en su afán decidido por estudiar Ingeniería Civil terminó inscribiéndose en la Escuela de Letras.
¿Qué más se podía esperar de un muchacho silvestre como yo, y que encima venía de Navojoa?
--
Recuerdo que un día después de que pasó el meteoro, hablé por teléfono con mi madre, y en su voz todavía estaba la angustia y el miedo. Eso, la voz de mi madre describiéndome a través del teléfono el ruido y la fuerza de los vientos y el invisible aleteo de la muerte, es lo que más recuerdo del huracán, y quizá esa fue una de las motivaciones que me empujó a escribir Balada para un Naufragio.
En pocas palabras: ese libro nació de un suceso real, pero no necesariamente dice la verdad. Hay un marco definido por un suceso acaecido hace 26 años, y la historia que se desarrolla ahí no sé si existió, yo sólo tomé un poco de aquí y de allá para hacer lo que los expertos llaman literatura, con todo su sustrato semántico, y que a mí me parece algo más simple: la conjunción de eso que uno quiere decir y la posibilidad que tiene uno de escribirlo. Es todo.
Yo creo que la magia de lo que llaman literatura radica en la actitud personal, en la reflexión sistemática sobre el proceso de escribir, el qué decir, el cómo hacerlo, el para qué escribir. Sobre todo esto último. Y no es raro encontrarse con escritores afamados que no se han respondido cabalmente estas interrogantes.
No obstante, el ejercicio literario está presente y nos lleva de la mano por los misterios de la escritura haciendo que aparezcan de la nada los personajes que se deshilan desde nuestras manos para vivir su propia vida en la historia que habitan, y que casi siempre son las vivencias de todos, llenas de lecturas y de sueños.
Es decir, la suma de todos es lo que va conformando el trabajo de los escritores en silencio. Y nunca está de más reconocerlo.
--
Yo no sé por qué escribí la historia de Rodrigo Garfias, su vida azarosa rodeada por todas las aguas del oceano. Quizá sería porque en mi vida anterior fui un marinero tatuado de pies a cabeza que se liaba a puñetazos con marinos de naciones desconocidas por defender el honor indefendible de la mujer más pública del tugurio (o el hombre más público, uno nunca sabe, y es que los marineros son tan pícaros). Quizá fui un marinero, decía… o tal vez fui una tortuga. Qué sé yo.
Y es que a mí, en honor a la verdad, lo único que me gusta del mar es el caldo largo. Pero no me arrepiento de haber escrito Balada para un Naufragio porque en este libro están muchos momentos de vida común, eso que nos moldea como seres y nos empuja a llegar un poquito más allá de la rayita que los demás nos trazan en la vida.
No me gusta el mar. No me gusta el viento que constantemente me golpea el rostro (iba a decir “el viento que alborota mis cabellos…” pero ya no es necesario). Y no sé porqué acudo constantemente al mar como objeto poético, como sustancia, como personaje de mis versos.
¿Será que todavía cargo a cuestas aquella mágica y cómplice incoherencia de haber vivido tantos años en Navojoa? Supongo que algo habrá de eso.
Si me dejan escoger de entre lo que he escrito, señalaría “El olor de los abuelos” como el texto que más me ha satisfecho porque en sus líneas están todos los rostros del monte y el olor de las cocinas al caer la tarde en los pueblos de la sierra: el chorizo, los frijoles refritos, el café colado, la plática cadenciosa bajo una luna que abre sus ojos a la noche que se acerca por el horizonte, a cientos de kilómetros del mar.
El mar es un sueño que me agobia a veces, que me espanta con el rostro de los ahogados, con los restos de los naufragios que se acurrucan para siempre en el regazo del olvido.
Quizá es esa angustia la que hace que ese desvergonzado poeta que todos llevamos dentro me salga a flote y diga lo que ha dicho sobre el papel. Pero no lo sé con certeza. Y tal vez, en el fondo, no quiero saberlo porque entonces ya mis pretensiones de llegar a ser escritor algún día, cuando sea grande, pierdan sentido porque ya no tendrán el asombro maravilloso que nos aguarda al dar la vuelta en la esquina o detrás de la siguiente ola de la vida.
--
Yo no sé qué pasará con Balada para un Naufragio, no sé dónde irá a terminar. Sólo quiero pedirles que si alguno de ustedes coincide algún día con Rodrigo Garfias en alguna banca de algún parque de los años, trátenlo moderadamente bien: recuerden que él es un marino que se fue a pique en un punto marcado por la muerte en la carta esférica de aquel 1976.
Y no deja de ser un hombre solitario que uno esperaría que se levantara del fondo del oceano para que nos cuente cómo ha esquivado las redes de la muerte, y cómo ha llegado hasta esa banca de ese parque.
Seguramente él, con su voz aún enlamada por los sedimentos del olvido, nos dirá en un susurro:
.
¿Acaso no llegamos todos así a la vida,
equivocando el rumbo
en una brújula desorientada por la esperanza?
¿acaso no bajaron nuestros anónimos ancestros
de barcas fenicias de cuero y de madera
en un tiempo enterrado en el olvido?
¿acaso no creyeron viajar con Marco Polo
en un oceano oscuro y quebradizo
habitado por monstruos comehombres
y sirenas impúdicas y hermosas?
¿acaso no descendieron de las carabelas de Colón
con el sueño trasnochado de amasar fortuna
en una nueva ruta hacia Cipango?
.
Así llegamos todos a los días:
navegando por las diferentes rutas de la soledad...
--
Así hemos llegado todos a los diferentes puertos de la vida: como Rodrigo Garfias, un náufrago en la busca eterna de su isla…
Así nomás: como si estuviéramos sentados en una roca frente al mar…
--
-