Son como la Vitacilina: nunca falta uno en el taller o en la oficina. Incluso en el rancho y en las cabalgatas. Hasta en la casa se los puede uno encontrar. Suelen ser cordiales casi siempre, pero de repente el cielo se les cierra y se convierten en la otra cara de su propia moneda. Entonces andan siempre como hablando a solas, recordando asuntos que nadie entiende porque sólo ellos cargan con ese metafórico costal del día, y se pasan todo el miércoles rumiando palabras en sánscrito y mirando a los demás con un frío como de termostato en 10º.
Cuando les llega la maldición de pasar por monstruos, le echan la culpa a los demás de todo lo que aún no ha sucedido, y comulgan con Albert Einstein en aquello de que “los hechos están equivocados”. Y sucede que al día siguiente llegan con una sonrisa de mariposas y flores radiantes que cautivan a todos, y dejan por donde pasan un reguero de felicidad que lo menos que se piensa es que quieren compartirla con el mundo, quiera o no quiera ser feliz.
Son ellos: los lunáticos, esos seres incomprendidos que se les quiere dos días a la semana y el resto se les odia con odio jarocho, de acuerdo a la famosa sentencia del ratón Crispín. Y nadie se explica qué atascados mecanismos humanos se tuercen cada cierto tiempo para hacer de una persona agradable, besable, amable, un ser detestable a quien se le quisiera obsequiar un pasaje sólo de ida al fin del tiempo.
Pero nadie está exento de convertirse de vez en vez, en mayor o menor medida, en el sapo que encierra al príncipe hermoso o a la princesa encantada y ser tachado de lunático, porque, según se dice, la luna nos influye a todos con su rostro luminoso y su cara oculta, de ahí el término para calificar el cíclico padecimiento.
Yo, por ejemplo, soy un lunático que anda de una orilla a otra en la sola soledad de mis recuerdos, entre los búhos y los libros. Digamos que los búhos y los libros son para mí la representación de una de las caras de la felicidad cuando soy feliz: un puñado de terrones de alegría que endulzan con su breve presencia los ilimitados espacios de la vida. Y son también, por decirlo de manera regional, el hierro candente con que dejo mi breve y solitaria marca en los territorios de la nostalgia, cuando la luna nueva me convierte en lunático no en hombre lobo, como debería de ser.
Acaso los búhos y mis libros sean esa escuálida herencia que dejaré sobre la tierra cuando me vaya: podrían ser la presencia intangible de un fantasma que revolotee por entre los rincones de la melancolía con sus lápices amarillos como queriendo sonreír o tal vez tratando de esconder la tristeza tras un verso quebradizo como la escarcha: “Amor, ¿es necesario volver a nacer cada mañana para rescatarte de la muerte?”
Por eso, el día que me empiece a ir de este mundo, la gente que más quiero y aquellas que me acompañan a diario lo sabrán porque de algún modo les llegará un libro dedicado o un búho sin envoltura para regalo, sin moño y sin tarjeta: simplemente la figura y el íntimo deseo de seguir viviendo en la memoria de quien reciba uno de los jirones de mi último deseo. Ellos sabrán de dónde viene ese libro, ese búho que los mirará en silencio desde el otro lado de la muerte. Ellos sabrán.
Imagino que entrada la noche de mi vida, saldrán de mi corazón varios paquetes con direcciones que el tiempo y la distancia casi han borrado de mi alma o que el polvo de los años ha cubierto sin misericordia, pero que ahí están en la agenda sin tapas que guarda nombres de compañeros de la secundaria remota, de la vieja preparatoria allá en Navojoa donde armamos un paraíso alterno, de las aulas universitarias que nos vieron crecer en aquella época de marchas y consignas callejeras, de los viajes y los años en una Ciudad de México más humana y menos letal que hoy.
Cuántos búhos, cuántos libros saldrán por la noche de casa para ir a habitar otros estantes, aquellos anaqueles de la amistad que le harán un hueco a los libros, a los búhos, y dejarán dormir un rato más los jirones cansados de lo que alguna vez fui en esas páginas y esos plumajes de múltiples esencias, como la vida misma. No lo sé, mi lunática debilidad no me deja saberlo. Y tampoco me ha permitido mirarme hacia adentro para saber qué pasa con mis lunas de octubre y de noviembre, que son las que me arrastran por la calle de la depresión.
Los expertos en el tema señalan que los científicos han estudiado desde antiguo los modelos cíclicos que ocurren en varios aspectos de nuestro ambiente y en nuestro cuerpo: las fases de la luna, subrayan, es el mejor y más ilustrativo ejemplo de un modelo cíclico ambiental. Y es que todos sabemos que la gravitación lunar afecta los niveles de las superficies de agua y el flujo de las mareas.
¿Por qué se dice que las fases de la luna nos afectan, poco o mucho, dependiendo del carácter y fortaleza de cada uno? Los científicos sustentan la teoría de que la luna nos trastorna porque el cuerpo humano está compuesto en un 80 por ciento de agua.
Por otro lado, a esos flujos de naturaleza cíclica que de igual forma afectan nuestro cuerpo se les conoce como biorritmos. Aunque los biorritmos no han sido comprobados con evidencia científica (por lo menos en nuestra cultura) durante años mucha gente ha creído en su efecto. La creencia es que cada persona posee, por lo menos, tres modelos de biorritmo que son de importancia:
El físico, que determina nuestra fuerza y coordinación, y también influye en nuestra resistencia al dolor y en nuestro sistema inmune; el intelectual, que determina nuestra capacidad de aprender; es decir, que afecta nuestro pensamiento lógico y analítico, nuestra memoria y la habilidad de tomar decisiones, y el emocional, que afecta nuestras sensaciones y humores, y también afecta nuestra estabilidad emocional. Eny, wey...
Así que si esta mañana su pareja no le dio el “buenos días” de siempre, no necesariamente es porque ya se le acabó el amor o porque anda en una mudanza transitoria de afectos hacia interpósita persona, también existe la posibilidad de que la luna y el biorritmo anden haciendo de las suyas. Y vale más esto que lo otro, ¿no?
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