Trova y algo más...

domingo, 27 de septiembre de 2009

La química prueba de amor...

El 7 de mayo de 1976, presente lo tengo yo, el profesor Ricardo “Guajolote” García nos ofreció, al filo de las once de la mañana, la última clase de nuestra educación media superior en la Escuela Preparatoria Unidad Regional Sur de la UniSon: Cálculo Difrerencial III, materia que impartía al grupo del semestre vocacional de física matemáticas al que yo pertenecía, porque han de saber ustedes, amigos lectores, que este grisáceo columnista estaba convencido de que su futuro profesional estaba en el territorio telcel de la Ingeniería Civil: nada más lejano a la realidad, pues terminé, por azarosas razones que ya les contaré en otra ocasión, inscribiéndome en la Escuela de Altos Estudios de la Universidad de Sonora, en la carrera de Letras Hispánicas, para ser más preciso aunque no más precioso, pero ¿qué esperaban ustedes de un muchachón silvestre como el que fui, limitado por todos los océanos del mundo y, además, proveniente de Navojoa? ¡Ah, verdad!

El caso es que aquel 7 de mayo, el Guajolote simplemente terminó nuestra educación preparatoria con una frase similar a aquella que utilizara Jacobo Zabludowski al despedirse el lunes 19 de enero de 1998, después de veintisiete años de haber sido el vocero no oficial del presidente en turno en México: “Hoy termina 24 Horas. Gracias. Buenas noches”. Y después se fue a gozar de las prebendas que el sistema le otorga a todos los jilguerillos del micrófono que venden su alma al diablo del chayotazo. Mjú.

Nada de una frase memorable como la de Fray Luis de León al regresar a dar su clase a la Universidad de Salamanca después de cinco años de estar a la sombra de un pirul en el bote (“Decíamos ayer, guarrones...”), el Guajolote, veintidós años antes que Jacobo y 410 años después del fraile de marras, sólo nos dijo con ese lenguaje directo que tienen los sinaloenses (qué famita están adquiriendo los sinaloenses en esta columna, eh): “Punto final. Aquí terminan la preparatoria, bola de inútiles. Se pueden ir a la jerga”.

Y sí, como buenos inútiles, nos fuimos a la jerga con un escándalo maravilloso, como si nos hubiera mandado a recoger billetes de cien pesos a la Plaza Cinco de Mayo y que nos quedáramos con ellos. Qué ironía, ¿no? Y era tal nuestra felicidad que el 11 de mayo por la tarde todavía andábamos borrachos. Y es que no todos los días se termina la preparatoria, decíamos nosotros mientras abríamos la siguiente cerveza, ya en calidad y con el color y textura de un hígado encebollado.

En fin, todo este introito fue para mencionar que terminada la preparatoria, cada inútil tomó por los caminos que dios nos había escogido en su infinita sabiduría, aunque en mi caso, como mencioné líneas atrás, a dios como que se le chispoteó el experimento y en lugar de hacerme de esas personas que tienden a subir, me hizo de aquellas que suben a tender, y ni modo de alegarle al ampayer. Así que vine a dar con todos mis huesitos a Hermosillo, directito a la Universidad de Sonora.

Lo bueno del asunto fue que la Natalia, aquella muchacha por quien este humilde pastor de las letras estaba digamos que con el corazón partío y la raya borrada, también hizo viaje a la Universidad, y fue aquí donde nuestras almas establecieron una especie de lucha pasional fincada en una relación física-química que daba espanto: mientras que ella se inscribió en Ciencias Químicas, a mí me fascinaba su físico de Venus navojoense dispuesta a amamantarme como si ella fuera la loba y yo Rómulo y Remo en un solo y silvestre individuo.

El caso es que con el impulso preparatoriano que traía este cronista hoy perrunamente instalado en la orilla de acá de la andropausia, y con la pasión efervescente que me brotó al gozar de la total libertad universitaria (ya lo señala aquel célebre hai-kú: “Tendidos en el zacate/ los muchachos en la Uni/ se beben su Tecate”), cuando nuestras almas se habían acostumbrado al cachondeo espiritual, le requerí perentoriamente a mi Natalia la esperada prueba de amor, a lo que ella sólo respondió que sí, pero con una condición: que le explicara el principio de Le Chatelier…

Yo nomás puse cara de What? y después me alejé por los caminos del sur, al país de mi niñez donde uno y uno sumaban tres, diría Joaquín Sabina.

Si supieran cuánto y cómo lloré por la Natalia (bueno, debo confesar que lloré más por unas partes que por otras de aquella mujer) que yo creí que iba a terminar haciendo fila en el Jardín Juárez para pedir limosna y ahogarme en alcohol de 96 grados a la sombra, o de al tiro me iba a meter al seminario: total, ya mi vida no tenía sentido.

Ahora sé, gracias al libro “Química en Microescala”, de las maestras Oralia Orduño Fragoza y María Guadalupe Cáñez Carrasco, que el principio de Le Chatelier establece que si en un sistema en equilibrio se modifican algunos de los factores que influyen en el equilibrio, el sistema se ajustará a un nuevo estado de equilibrio tal que se compense parcialmente el cambio en las condiciones. O sea, algo así como lo que me pasó con la Natalia, pues luego de aquel rechazo digamos que científico, llegó la luz a mi vida y, aunque me dejó miope, conocí otros aspectos de la esperanza que un dios navojoense y lampiño me tenía prometido para navegar los últimos años de mi animalesca existencia. O algo así...

No sé a cuántos representantes del ala varonil de mediados de los setentas les impusieron algunas estudiantes de Ciencias Químicas la condición del franchute principio a cambio de la orgánica prueba de amor, pero sí estoy seguro que de haber tenido entonces “Química en Microescala” en sus manos, algunas parejas hubieran llegado al altar, con hijos y todo, a jurarse amor eterno al estilo Le Chatelier. Os lo juro por ésta, bohemios.

Ahora sé también que si por ahí me encontrara a la Natalia, dependiendo del escote la retaría a que me ponga de nuevo la condición. Claro que ahora sólo será para curar mi orgullo herido, no para que nuestras almas luchen cuerpo a cuerpo a tres caídas sin límite de tiempo. Uno ya no está para eso.

Y menos cuando uno ha encontrado la luz que acarrea el balance justo en esa ecuación química de pareja, donde cada coeficiente estequiométrico indica el número de átomos y demás elementos presentes en la equidad o emparejamiento, impidiendo así que se presenten reactivos limitantes que provocan la ausencia de nuevo producto pasional: o sea, nada de aquellito...

¡Caramba y samba la cosa, qué vivan las ciencias químicas!

--

-