Hoy es viernes, y según las celebraciones que marca el
calendario del Más Antiguo Galván, los viernes son días para el amor. “Por
favor”, diría la Cecy sentada en una roca frente al mar, en el último peñasco de
la bahía de Guaymas y corriendo el peligro de que una gaviota pase sobre ella y
desaloje sus emplumados intestinos sobre ella. Y cómo no, si con tanto basurero
que nos echan todos los días tirios y troyanos, pues acá quedamos sumidos en el
peor cochinero que pudiera haber. Y nadie se salva, nadie.
Pero para quienes queremos al menos respirar un
poquito de algo que no sea lo que nuestro recordado, querido y difunto amigo
Toño Villa definía con un sustantivo tan de él que se volvió un neologismo que
los políticos ignoran poéticamente y se lo pasan por su aliancístico arco del
triunfo: “Basuridad”, decía el Villa, y hasta le escribió un soneto a la
palabra; para nosotros, decía, que queremos respirar bonito cuando menos los
viernes, están esos seres extraños que nombramos con la simple palabra de soñadores.
Ellos, como dice Hitch, especialista en citas, defienden que “La vida no es la
cantidad de veces que respiras, sino la cantidad de veces que una pasión te
sofoca”. Y alégale al ampayer, mi güen.
No sé tú, pero yo tengo un amigo que jura y perjura
que todos los días se enamora, llueva, truene o haga un calor de la tzingada.
Pues tendrá corazón de corral ganadero, pienso. Yo no doy para tanto: yo nomás
me enamoro cada era geológica o cada vez que el cometa Kohoutek cruza por los
cielos terráqueos, y que bajita la mano sucede una vez cada periodo que oscila entre
9,000 y 16,000 años; o sea… ya voy a estar como muy viejito…
Leí el otro día a Nadym y también pienso
como ella: No soy valiente,
lo sé, pero también sé que amo. Hoy me levanté temblando, no he dormido nada y
las ojeras me llegan casi hasta los pies. Te he visto una y otra vez en mis
sueños, te he sentido en mi interior, en mi cama y en cada rincón de mi cuerpo.
Necesito saber que la vida al otro lado de la realidad aún se encuentra viva,
que las cálidas manos que me invadían tienen la misma pureza que soñé, la misma
lujuria y la misma calma.
Hoy como muchos días he vuelto a llorar, y dicen por ahí
que las lágrimas son sanas, pero las lágrimas de sangre y de sueños truncados,
de vidas cortadas y personas perdidas, no lo son. Solamente se puede afirmar a
veces que somos unos inútiles por no luchar por un sueño, aunque nunca es tarde
y mi bandera siempre estará en pie de guerra: No vengas un día, cuando pasen
los años, a contarme que quieres quedarte, que tomas de nuevo mi mano... porque
entonces será tarde. Hazlo ya y con fuerza, con ganas de poner un pie tras otro
para hacer el camino. Hazlo con la ilusión de un niño cuando por casualidad le
toca la bolsa más grande de golosinas en una fiesta de cumpleaños. Hazlo. Dice
ella, que también se enamora todos los días.
Pero yo prefiero los viernes para escuchar cierta música y
beber cierto café y pronunciar ciertas palabras para que la amargura de los
demás no se sume a la que ya traigo de antiguo. Para mí no es sano perderse en
los laberintos de la política barata los viernes. Nada de eso. Para eso están
los martes, que es el día dedicado al dios de la guerra y de la agricultura.
Pero los viernes son la antesala de la magia y la maravilla. Del amor también,
aunque se escuche cursi y simplón. Pero entre el clavel y la rosa, su majestad
escoja. A ver…
El viernes es un día para decir así, como si estuviera
lloviznando lentamente y el invierno se estuviera despidiendo con un olor a
azares:
Este viernes no quise asirme a tus
algas verdosas que alimentan mis deseos abisales, no quise hendir tu mirada y
embriagarme de los mariscos tiernos que atesoras para mis labios resecos de
soledad, no quise hundir mis veleros fantasmas en la gruta más profunda del
oceano que toma tu volumen: quise dejarte pasar por cada instante de la
oscuridad y verte flotar a la deriva en mis sueños amarillos, al pairo junto a
mi muelle erecto que enarbola el paño grisáceo de los náufragos condenados al
olvido cada noche de febrero...
Este viernes no quise izar los
jirones de esperanza que se asolean junto a mis vestidos raídos por el sol
inclemente de este invierno que se va, no quise arañar tu piel y hurgar tus
oquedades con esta lengua salada y partida y azotada por la brisa marina de la
tristeza, no quise echarme al agua de tus muslos blanquecinos, al parduzco
lumen de tus senos rocosos por la ausencia: quise, sí, dejarte ir hacia el
túnel de los sueños para guardarte en la concha de la ostra de mi alma y
volverte perla, nácar polvoso que alimenta mis manos y mis espasmos en el
silencio horadado por la ternura magnífica de la bestia de mis entrañas...
Este viernes no quise nadar a tu
alrededor como merlín mágico, no quise juguetear con tus palabras amarillas
como delfín en horfandad, como unicornio astado y salitroso: quise arrojarme a
la peña oscura de la nostalgia para ver flotar tu cuerpo limpio y cadencioso en
las aguas de la floración de los deseos, y oler la fragancia de tu sombra
secreta que humedece de cuando en cuando estos labios agrietados por la espuma
salada de la desesperanza, por la dolorosa llaga de la soledad que se llena de
podredumbre justo debajo de la piedra maloliente que tengo por corazón...
Este viernes no quise tomarte en la
arena suave de la melancolía, no quise salir de este oceano que resblancede mis
órganos secretos como frutos caídos del árbol de la más furibunda pasión, no
quise despojarme de las vendas de nostalgia que momifican mi cuerpo amoratado
por las horas más largas de la oscuridad: quise simplemente asirme de las
salientes de la vida y brotar como engendro primicio de la especie, de la
cavidad uterina de la ternura, ser expulsado a la amargura y berrear el
chillido agónico de la desesperanza...
Este viernes no quise ser en ti un
náufrago salvado del olvido: este viernes simplemente quise irme boca abajo a
lo profundo del mediodía con los ojos cerrados, porque siempre que cierro los
ojos pienso en ti: te veo en el fondo oscuro de la agonía solitaria recortando
los bordes amarillos de la angustia con tu sonrisa cansada, con tus labios
enrojecidos por la fatiga de ser mujer, por el transcurrir por las calles
indefensa, temerosa, oteando cada rincón como gacela asustada junto a la desesperanza...
Y es que siempre que cierro los ojos
brotas de la oscuridad como agua blanquecina, lechosa, refulgente entre los
párpados de un viernes cualquiera, y te instalas lentamente en el centro del
silencio, y una a una deshojas tus prendas que caen a la nada como cáscaras
suaves de cebolla blanca: te miro ir venir por la nostalgia, recoger los restos
de mi rostro entre tus manos suaves; te observo desde el otro lado de la
soledad, en este cuerpo animal y absurdo que porto, que siempre he soportado, y
me duele que estés ahí, justo en la otra orilla del recuerdo, en las horas de
un viernes lento en el que te pienso bajo la lluvia celeste del universo, bajo
todas las estrellas sin nombre que le dan forma a tu silueta luminosa que brota
de entre millones de estrellas… ¡Dios!: si supieras cuánto y cómo pienso en ti,
vivirías horrorizada por la felicidad en cualquier rincón del viernes.
Hoy es viernes, un viernes eterno. Un
viernes para el amor, para decir que siempre que cierro los ojos pienso en ti,
quienquiera que seas: tú, la que llegas del otro lado de la ausencia y te paras
en el centro de este pecho que no alcanza a respirar porque todo lo llenas, lo
oxigenas con tu simple estar ahí, mirando con curiosidad las vísceras oscuras
que palpitan en las entrañas corroídas por la amargura, órganos inverosímiles
que segregan fluidos y ácidos pépticos que destrozan con su lengua amarilla la
poca paz del sólo estar…
Este viernes te observo en silencio,
lejos de toda esa basuridad, con mis antiguos dolores grises mientras te
instalas en la mitad del día, porque apenas así, en viernes como hoy, la vida
adquiere sentido...
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