"La Catrina". José Guadalupe Posada
“Los
Zamora no tenemos suerte con la vida: apenas llegamos y ya nos estamos yendo”,
me dijo un día mi padre, y yo tomé prestado ese verso para incluirlo en el
libro El olor de los abuelos, que recoge las raíces de una
familia que no sé si proviene de un mozárabe o de un mudéjar, pues mi pigmento
es un mapa que se desgarra en las espinas fantasmales de los siglos.
No
sé cuánto tiempo vivió en España la vieja gente de mi antigua gente: no sé de
dónde vino, dónde llegó, en qué peñasco encalló la barca fenicia de los sueños,
qué canícula padeció en los desiertos de Almería arados inútilmente por
visigodos y bizantinos.
No
sé en qué cuesta de la historia fueron enterrados mis ancestros, bajo qué
higuera se volvieron polvo y ceniza, sobre qué aguas flotaron sus recuerdos
hasta pudrirse enlamados en la orilla cenagosa del olvido.
No
sé qué ríos navegaron, qué mares cruzaron en las carabelas amarillas de un
marino extraviado detrás de una ruta mitológica que lo llevaría a las luces
misteriosas de la Cruz del Sur...
No
sé qué montañas conquistó mi apellido inmemorial para llegar flotando como
madera podrida —elemental y cósmica, mitológica y sencilla— a la
arena cobriza de un extraño continente que dio vida a la raíz vegetal de mi
otra mitad y que trepó como enredadera por los años hasta este minuto eterno
que habito abrazado al recuerdo de la muerte.
Mi
padre sabía mucho de esa poca suerte: a los 12 años se vio huérfano de padre y
madre allá, en La Palma, Michoacán, un pueblo de pescadores que flota a la orilla
del Lago de Chapala, y a los 14 ya estaba en Arizona buscando cómo ganarse la
vida y cómo sostener a sus hermanas mayores, según la tradición.
Vivió
oculto muchos años en la oscuridad para que la autoridades migratorias no lo
detuvieran. A veces tuvo suerte, a veces no. Y cuantas veces lo atraparon y
literalmente lo aventaron al sur de la frontera, tantas otras regresó a los
Estados Unidos… excepto la última vez, que ya cansado se quedó en Hermosillo,
Sonora, donde conoció a mi madre, y donde nacimos seis hijos que aprendimos a
mezclar las tradiciones y costumbres de un michoacano melancólico y una
sonorense locuaz.
Mi
padre se fue de este mundo hace casi cinco años. Mi madre lo siguió hace poco
más de tres meses. Hoy ambos habitan el territorio de la memoria, y son el tema
central de las charlas entre hermanos, que no dejamos de recordarlos como seres
humanos, con sus aciertos y defectos, aún en esa ausencia dolorosa y en ese
hueco calcinante que nos dejó su muerte en el pecho, justo donde dicen que
palpita el corazón.
Y
es que así somos los Zamora. No tenemos suerte con la vida: apenas llegamos y
ya nos estamos yendo, pero hemos aprendido a apreciar las cenizas del recuerdo
porque, acaso porque sabemos que nadie se muere tanto:
He visto los ojos de la muerte
en el fondo del espejo:
observan con cuidado mis movimientos,
saben de la amargura que envenena mi
sangre
y esperan con paciencia el filo de la
noche
que cortará de un tajo silencioso mis
venas.
La muerte sabe todo de mí como yo
mismo:
conoce mis temores,
la angustia que enciende las hogueras
antes de la madrugada,
el tic nervioso que hace temblar mis
labios
cuando la mentira ya no puede
sostenerse,
el sonido de campanas lúgubres que
ablanda mis huesos
y el roce de los dedos de un náufrago
sin nombre
que busca tomarme de los tobillos
para llevarme al fondo oscuro de los
misterios
y perderme para siempre en las
laberintos del olvido.
La muerte sabe el día,
la hora y el lugar
en que me convertiré en polvo de un
espectro:
me lo han dicho sus ojos en el fondo
del espejo…