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domingo, 12 de noviembre de 2017

El Día de Muertos: recuerdo y ternura hasta la sepultura

"La Catrina". José Guadalupe Posada

“Los Zamora no tenemos suerte con la vida: apenas llegamos y ya nos estamos yendo”, me dijo un día mi padre, y yo tomé prestado ese verso para incluirlo en el libro El olor de los abuelos, que recoge las raíces de una familia que no sé si proviene de un mozárabe o de un mudéjar, pues mi pigmento es un mapa que se desgarra en las espinas fantasmales de los siglos.

No sé cuánto tiempo vivió en España la vieja gente de mi antigua gente: no sé de dónde vino, dónde llegó, en qué peñasco encalló la barca fenicia de los sueños, qué canícula padeció en los desiertos de Almería arados inútilmente por visigodos y bizantinos.

No sé en qué cuesta de la historia fueron enterrados mis ancestros, bajo qué higuera se volvieron polvo y ceniza, sobre qué aguas flotaron sus recuerdos hasta pudrirse enlamados en la orilla cenagosa del olvido.

No sé qué ríos navegaron, qué mares cruzaron en las carabelas amarillas de un marino extraviado detrás de una ruta mitológica que lo llevaría a las luces misteriosas de la Cruz del Sur...

No sé qué montañas conquistó mi apellido inmemorial para llegar flotando como madera podrida —elemental  y cósmica, mitológica y sencilla— a la arena cobriza de un extraño continente que dio vida a la raíz vegetal de mi otra mitad y que trepó como enredadera por los años hasta este minuto eterno que habito abrazado al recuerdo de la muerte.

Mi padre sabía mucho de esa poca suerte: a los 12 años se vio huérfano de padre y madre allá, en La Palma, Michoacán, un pueblo de pescadores que flota a la orilla del Lago de Chapala, y a los 14 ya estaba en Arizona buscando cómo ganarse la vida y cómo sostener a sus hermanas mayores, según la tradición.

Vivió oculto muchos años en la oscuridad para que la autoridades migratorias no lo detuvieran. A veces tuvo suerte, a veces no. Y cuantas veces lo atraparon y literalmente lo aventaron al sur de la frontera, tantas otras regresó a los Estados Unidos… excepto la última vez, que ya cansado se quedó en Hermosillo, Sonora, donde conoció a mi madre, y donde nacimos seis hijos que aprendimos a mezclar las tradiciones y costumbres de un michoacano melancólico y una sonorense locuaz.  

Mi padre se fue de este mundo hace casi cinco años. Mi madre lo siguió hace poco más de tres meses. Hoy ambos habitan el territorio de la memoria, y son el tema central de las charlas entre hermanos, que no dejamos de recordarlos como seres humanos, con sus aciertos y defectos, aún en esa ausencia dolorosa y en ese hueco calcinante que nos dejó su muerte en el pecho, justo donde dicen que palpita el corazón.

Y es que así somos los Zamora. No tenemos suerte con la vida: apenas llegamos y ya nos estamos yendo, pero hemos aprendido a apreciar las cenizas del recuerdo porque, acaso porque sabemos que nadie se muere tanto:

He visto los ojos de la muerte
en el fondo del espejo:
observan con cuidado mis movimientos,
saben de la amargura que envenena mi sangre
y esperan con paciencia el filo de la noche
que cortará de un tajo silencioso mis venas.

La muerte sabe todo de mí como yo mismo:
conoce mis temores,
la angustia que enciende las hogueras antes de la madrugada,
el tic nervioso que hace temblar mis labios
cuando la mentira ya no puede sostenerse,
el sonido de campanas lúgubres que ablanda mis huesos
y el roce de los dedos de un náufrago sin nombre
que busca tomarme de los tobillos
para llevarme al fondo oscuro de los misterios
y perderme para siempre en las laberintos del olvido.

La muerte sabe el día, la  hora y el lugar
en que me convertiré en polvo de un espectro:
me lo han dicho sus ojos en el fondo del espejo…