Trova y algo más...

sábado, 21 de noviembre de 2009

En alguien tiene que caber la prundencia...

Lo tomó del cuello, lo levantó en vilo y lo estrelló en el piso de cemento...
Si fuera lucha libre, con esta crónica el público enloquecería. Pero no: los hechos se suscitaron en una escuela de la Universidad, y los contendientes fueron un estudiante de Arquitectura de 20 años y un niño de ocho. No necesito decirles quién levanto a quién. Dicen los médicos que el estudiante universitario le provocó lesiones al niño que no ponen en riesgo su vida, y por eso mismo, después de ser detenido preventivamente, pagó la fianza con el poder de su firma y salió en libertad... Pues así será, pero lo que sí es incontrovertible es que esas lesiones ponen en riesgo su calidad de vida, porque como producto de ese acto violento, el pequeño resultó con fractura de cráneo, lesiones en el oído intermedio y golpes contusos en diferentes partes del cuerpo, particularmente en el cuello. Y ello, dijo el vocero médico, podría acarrearle secuelas toda la vida... Y todo por un gatito. ¿Cómo es posible que un tipo de 20 años, mayor de edad y con noviecita formal —y ya con verdolagas en el callejón, como dijera Carmen Salinas en aquella película de ficheras—, discuta con un niño de ocho por la posesión de un gato, monte en cólera y —ya convertido en un verdadero energúmeno— cometa ese acto de salvajismo que tiene postrado al menor en una cama de hospital? Y ¿cómo es posible que todavía algunos crean que eso fue un accidente?
Ramón de Campoamor decía que En este mundo traidor nada es verdad ni mentira, todo es según el color del cristal con que se mira.
O del billete, que también cabe la posibilidad.
O del tráfico de influencias gracias al linaje, estirpe, raza o pedigree, según sea el animal.
¿Cabe dar el beneficio de la duda a quien piense o diga que esto es un accidente, un beneficio fundado en la ignorancia de los hechos?
Yo creo que no, porque si se ignoran datos, lo preferible es no emitir opiniones y listo.
Con eso no se atenta contra el método científico ni contra la verdad. En fin...
Doña Olga —mi madre, bohemios— nos decía a toda la animalada zamoraguirresca de la infancia cuando nos agarrábamos de la greña —porque entonces sí había greña... y mucha—: No se pelién, men, no se pelién —creo que de ahí agarró el estribillo el grupo Molotov—: que en alguien tiene que caber la prudencia...
Y la prudencia, no sé si porque así está establecido en los códigos de honor no escritos o porque a fuer de regaños maternos las cosas se acomodaban así, siempre cabía en los mayores. Siempre.
Y ni modo de alegarle al ampayer vestido de mujer que era mi madre en aquellos años que nunca volverán.
Bueno, en casos como éstos —mejor dicho: sobre todo en casos como éstos—, en alguien tiene que caber la prudencia... y como en aquellos antiguos años de la infancia, es obligado que la prudencia quepa en los mayores, sobre todo si estamos hablando de un tipo de 20 años y un niño de ocho... haiga sido como haiga sido el asunto, ¿qué no?
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