Trova y algo más...

viernes, 20 de noviembre de 2009

Ese otro que soy yo...

Yo quise escribir esto algún día, pero me ganaron... ni modo...
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Reconozco que fui un estudiante mediano, un alborotador mediocre y un hombre lento para las mujeres.
Primero justifiqué mi timidez en la miopía, y después en los lentes.
No tuve novia ni en primaria ni en secundaria ni en prepa.
Lo mío-mío era andar solo por los llanos; buscar alacranes debajo de las piedras; sacar sapos y barro de las aguas hediondas.
Cuando veo a un perro cerrar los ojos y hacer hoyos en los jardines, imagino que así me veían mis hermanos.
Así fui. Distante del beis o del futbol, cercano de los terrenos baldíos.
Y luego entré a los periódicos y los volví, hasta la madurez, mi único amor.
Soy terriblemente malo para despedirme —y en esto ya no puedo culpar a la miopía—: si le digo adiós al cigarro me lo reclaman la soledad y la ansiedad, y engordo.
Cuando me salgo de Facebook se me ocurre la mejor frase para mi estado de ánimo.
Dejo a las chicas el día exacto en que florecen, y si pago la cuenta en El Centenario, y si me largo cargado de tequilas, ha de llegar alguien a quien no conozco pero a la que mi vida estaba esperando.
Si renuncio al mezcal, se vuelve el trago de moda.
Si me corto el cabello a rapa se adelanta el invierno.
Si apago la luz del buró, suena el celular.
Si me rindo, he vencido.
Si odio, me quieren.
Y así...
Me hice adulto con la sensación de que nunca estuve a tiempo en donde debía. Nunca.
La noche en que mis amigos tuvieron su primer encuentro amoroso yo me quedé en casa.
El día en que mi padre se fue, ni siquiera pude verlo cargar las maletas.
Escogí a las mujeres que tenían compromisos.
Abandoné a la que me amaba para arrastrarme por el suelo, apenado.
Compro —estoy seguro— los boletos de lotería que ya jugaron, porque no gano ni reintegros.
Si alguien revisa mi iPod se dará cuenta de que escucho sólo de 10 a 15 autores o bandas que no son de esta época, que ya no están o que saben a viejo, a saber: Joy Division, Bach, Depeche Mode, Jean Baptiste Lully, Pet Shop Boys, Radiohead, los Ramones, Mozart, Eliott Smith, The Clash, Pink Floyd, Lennon o Jim Croce.
Si fuera repartidor de pizzas, las entregaría crudas o gratis.
Cada vez que me quiero morir me acuerdo que no puedo.
Por un lado, no quisiera causar días amargos a mis viejos padres (y por eso esperaré a que mueran, pero, ¿para qué morirme cuando ya no estén? ¿Quién, aparte de ellos, querrá llorarme y, jalándose los cabellos, gritará: “¡No lo comprendieron y tuvo que suicidarse! ¡Por qué!”?).
Por otro lado está la cobardía, que a veces disfrazamos.
Todos hemos querido suicidarnos, preferentemente por amor.
Pero fallamos por cobardes.
O porque “se nos olvida”.
El dolor, ay, sí, es mucho… hasta que algo se interpone.
Recuerdo a un amigo que se tiró al río Bravo en invierno para matarse, y la chamarra de pluma de ganso (azul: yo se la regalé) lo puso a flotar.
Otro se acabó el gas preparándole una pata de cócono —de guajolote— a una novia por la que esa misma noche de gala quiso matarse.
Un amigo y yo nos emborrachamos de chamaquillos y el cochino vómito no nos dejó acordarnos que lo que buscábamos era valor para quitarnos la vida.
Por eso ahora, cuando me quiero morir, recuerdo que no puedo.
Me sirve de consuelo.
Me evita la vergüenza.
De todo lo anterior no me quejo.
Al final no estoy tan solo: en el otro veo retratado mucho de mí.
El otro está en mí, también.
Me resigna saber que los que parecen más comunes son, en realidad, los menos.
Este mundo no es como se ve por televisión.
Es más tímido, bobo, lento y feo.
Es como yo.
O eso creo.
O eso me ofrece consuelo...
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Alejandro Páez Varela.
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