Trova y algo más...

domingo, 3 de abril de 2011

Del amor y sus perversiones...

Cuando yo era pequeño estaba locamente enamorado de mi triciclo, y creo que era un niño bien correspondido.

Evidentemente que ese amor no tenía nada de sexual ni siquiera era algo orgánico, sino algo espiritual, como entrar a la iglesia y sentir la presencia de dios; o a la cantina, y sentir la presencia del Polacas©... lo que ocurra primero.

Con el tiempo, el triciclo y yo rompimos relaciones y hasta ahí nos llegó el amor. El triciclo tomó su rumbo, conoció a otros niños y, supongo, a otros triciclos y no sé qué habrá sido de su vida... o de bajada...

Por mi parte, yo conocí a la Natalia, que era como el triciclo pero así que como más “neumática” (diría Aldous Huxley en Un mundo feliz) y tenía cosas que fueron el puente donde me trepé niño, atravesé los ríos de la ingenuidad y la estupidez silvestre que me señalaban, y llegué a la otra orilla convertido en hombre... ajá...

No: la Natalia fue mi más grande amor platónico mezclado con pellizcos de ternura y besos tiernos de preadolescente calenturiento que buscaba cada sombra para intentar cosas abyectas que siempre se quedaron en el intento.

Tal vez por eso me enamoré perdidamente de la Natalia, que era mi diosa griega, habitante del barrio de La Laguna, allá en Navojoa, acaso el pueblo que menos aire griego ha de tener en todo el universo.

La Natalia me acompañó en espíritu en todas las aventuras ponzoñosas de la adolescencia y de la juventud, y su presencia siempre fue el faro que me guió en las noches dolorosas en las que mi alma andaba buscando unos brazos cálidos (o cánidos, lo que apareciera primero, ni modo) para sentirme abrazado y poder llorar lentamente todo el vacío del corazón y vomitar la revoltura indescriptible que los que buscan sin encontrar llevan entre pecho y espalda, tirando a la izquierda, no por cuestiones ideológicas, sino morfológicas...

Y cuando llegó el tiempo de salir de Navojoa para seguir los estudios universitarios, Natalia se quedó en aquel pueblo perdido en el mapa de mis desamores y no supe más de ella: quizá, alguna tarde de otoño, conoció al triciclo de mi infancia y fundaron una hermosa familia... pudiera ser, ahora que la posmodernidad todo lo permite...

Puedo decir que la Natalia fue el gran amor de mi primera etapa de cochambroso, la que se quedó en Navojoa. Y después la vida me llevó a mil partes de donde fui corrido mil veces.

Me acordé de esto porque el otro día, mi prima Oyuki me preguntó mientras engullía una dona de esas que vienen rellenas de crema de Bavaria: “Oye, pelón, tú que todo lo sabes, ¿puedes decirme por qué nos enamoramos los humanos?”

Yo nomás me le quedé viendo cómo masticaba la dona y sorbía de una vaso gigante de pepsi light (“para cuidar la línea”, dicen que dice la ilusa), y le respondí con toda la filosofía y la retórica posible: “Pues porque sí, porque es una necesidad afectiva del ser... verás, busca en google”, y luego no me acuerdo qué le dije a doña Olga sobre la gordura de la Oyuki...

Ya en serio, dice Luis González y González que la pregunta tiene al menos 2,500 años, pues ya se la hizo Platón y le dio una curiosa respuesta: Los humanos originales éramos redondos, con cuatro brazos, cuatro piernas y dos caras, una para cada lado. Algunos eran varones por un lado y hembras por otro. Mientras que había quiénes eran hombres o mujeres por ambos lados. Nos movíamos rodando.

De ahí surge otra buena pregunta: ¿por qué la Naturaleza no ha empleado en ningún ser vivo la locomoción por ruedas o rodando el ser completo? Es la más efectiva en cuanto a uso de energía.

Pero, volvamos a los humanos primitivos. Un día se sintieron muy valientes y quisieron subir al Olimpo, morada de los dioses. Zeus decidió destruirlos, pero su Asamblea Legislativa le planteó un problema: si acabas a los humanos, ¿quién nos ofrecerá sacrificios? Algo así como Hacienda preguntando quién pagará impuestos si matas a todos los ciudadanos.

Así que Zeus decidió dejarnos con vida, pero castigarnos partiéndonos en dos. De ahí que las mitades vaguen por el mundo buscando su mitad original, de diverso sexo cuando el humano redondo poseía ambos o del mismo sexo cuando eran iguales.

Esto conduce al supuesto de que nadie será feliz si no encuentra a su propia mitad. Pero todos hemos visto gente feliz con una pareja y luego con otra.

Por eso la Universidad de Siracusa, Estados Unidos, se planteó un análisis de estudios ya realizados al respecto, un meta-análisis, conducido por Stephanie Ortigue: La neuroimagen del amor. Suena feo porque tenemos una imagen idílica del amor que tiene su máxima expresión en el mito platónico. Pero el equipo de Siracusa revela que enamorarse desencadena los mismos sentimientos eufóricos que la cocaína, y además activa áreas intelectuales del cerebro, pues, cuando una persona se enamora doce áreas del cerebro trabajan en tándem para expulsar agentes químicos que inducen euforia.

¿No es verdad que nos dan ganas de salir gritando a la calle que estamos perdidamente enamorados? Nos aguantamos por pudor, pero lo decimos urbi et orbi de cuanta forma podemos.

A mí me da por escribir entusiastas artículos sobre el amor y poemas como uno titulado “Griegos de Sinaloa” (El sueño y la vigilia) y finales desoladores como: “Pero sé que sólo yo, tu Aquiles, incendiaría Troya por ti, sosteniéndote herido en mis brazos”. Y es que ya no va bien. O, en El sol de la tarde, la noche en La Quebrada en que, al borde del mortal abismo, Paco Torres se queda dormido en las piernas de David.

Pues, sí, miren ustedes, resulta que es cocaína (que creía no haber probado nunca). Y el flechazo, lo que los franceses llaman con imagen insuperable le coup de foudre: el relámpago, llega en la quinta parte de un segundo. Ese tiempo basta para que un torrente de dopamina, oxitocina, adrenalina y vasopresina nos sacuda de los pies a la cabeza y nos ponga esa cara de tontos…

¿Es el corazón o el cerebro?, se pregunta la investigadora. “Yo diría que es el cerebro, pero también el corazón está relacionado a causa de que el proceso va tanto de abajo hacia arriba como de arriba hacia abajo, del cerebro al corazón y viceversa. Por ejemplo, la activación de algunas partes del cerebro puede generar estímulos del corazón, mariposas en el estómago. Algunos síntomas los sentimos en el cerebro y otros en el corazón.”

En la revisión de investigaciones se encontró que también hay un incremento de factor de crecimiento nervioso (nerve growth factor: NGF). Estos niveles fueron significativamente más altos en parejas que se acababan de enamorar. La molécula de NGF tiene un importante papel en la química social de los humanos, o en el fenómeno de “amor a primera vista”. Por lo cual sostiene Ortigue: “Estos resultados confirman que el amor tiene una base científica.”

Al identificar las partes del cerebro estimuladas por el amor, médicos y terapeutas pueden entender mejor el dolor y el síndrome de corazón destrozado.

El estudio también muestra que diversos tipos de amor activan diversas zonas cerebrales. Por ejemplo, en el amor incondicional, como el que hay entre madre e hijo, chisporrotean unas áreas del cerebro y en el amor apasionado chisporrotean las partes del cerebro que responden a recompensas, que son también las activadas por las drogas. En el amor-pasión se activan áreas cerebrales que asocian cognición y funciones de nivel superior, como las correspondientes a la imagen corporal. Supongo que este elemento, la imagen corporal, es el que resulta dañado en el rechazo. De ahí la afrenta al amor propio.

Por eso también resulta difícil, después de 25 o 30 años, seguir enamorado de un triciclo. De la Natalia es posible enamorarse para siempre (o al menos los próximos 60 años), pero de un triciclo no... a menos de que suframos una sobredosis de la molécula de NGF... pero eso ya entra en el campo de las perversiones, y no es el caso...

No, señor...

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