Trova y algo más...

miércoles, 28 de abril de 2010

Como la Penélope de Serrat…

Yo nací en enero, pero el otoño es como mi casa. Conozco todos sus rincones, y en muchos de ellos he dejado huellas para que los que vienen detrás sepan que por ahí anduvo un náufrago de la vida que le mandó señales de humo a todos los espíritus de la melancolía para que se acercaran a beber una taza de café al borde suave de la tarde, justo un segundo antes de que la noche abriera sus alas y se echara a volar bajo la bóveda celeste de los antiguos fenicios.

El otoño es el otro lado de mi luna. Con el otoño se va de paseo mi memoria y me lleva a las viejas mañanas de octubre en un galerón enorme de una vieja ciudad donde mi madre preparaba el desayuno y mi padre se alistaba para ir al trabajo en su viejo jeep amarillo como la nostalgia, mientras en el patio un árbol con florecillas blancas anunciaba los vientos helados de entonces, que nos hacía temblar de emoción y de frío antes de echarnos a caminar por la avenida Morelos hacia una escuela de ladrillos donde mis hermanos y yo aprendimos a multiplicar los corazones y a sumar los montoncitos de felicidad para guardarlos en las bolsas remendadas y vueltas a remendar de los sueños.

Con el otoño mi manera de ver el mundo tomó rumbos inesperados: aprendí a observar el árbol más que el bosque, y el bosque más que la angustia.

Pero por encima de eso siempre estuvieron los seres queridos: mis papás, mis hermanos, los compañeros de escuela con quienes en plena fiesta de la niñez compartí tajadas del otoño para armar los partidos de basquetbol y los papelitos alados atiborrados de corazones cruzados por las flechas de algo que se parecía al incipiente amor y que le mandábamos a las niñas que nos miraban extrañadas detrás de sus ojos luminosos y sus trenzas como arco iris y su gesto de fuchi al vernos flacos y sucios, despeinados y descalzos, desfajados y ruidosos como faunos de la mitología navojoense de aquellos años de finales de la década del sesenta.

Con el tiempo nos volvimos feos y circunspectos, resecos y melancólicos, pero el otoño jamás cambió: siempre vino exacto, nunca retrasó su llegada, nunca nos dejó esperando sentados en la estación, como la Penélope de Serrat. Llegó como llegan las olas del mar y a todos nos entregó los regalos que nos traía en sus alforjas: un año más de vida, acaso un nuevo amor, un motivo más para el llanto, un puñado de rostros del pasado, las voces y los olores del otro lado del Atlántico, y cuántas cosas más que se nos fueron acumulando en el alma para llorarlas despacito bajo el mesquite del patio o a la luz de unas cervezas cristalinas en las rondas de viejos amigos que reconstruyen el pasado con los ladrillos de la memoria: “¿Recuerdan al “Electrón”, el maestro de electricidad en la secundaria Othón Almada? ¿Qué será de él?” (Salud).

El otoño siempre estuvo ahí, arropándonos como madre tierna, juntándonos más recuerdos para alimentar el presente, para sentirnos vivos con aquellos viejos programas de soldados y de vaqueros que en la infancia fueron los croquis de la imaginación, en los que marcábamos con cruces azules los días de “Combate” y los de “Bonanza”, y las tardes sabatinas de cine juvenil y los domingos con un Raúl Velasco que poco a poco se fue desvaneciendo en el aire enrarecido del hastío.

Y, bueno, después del hastío, uno se queda pensando, después de los excesos divinos y demás trastornos que provocan las estrellas que encienden las luces de la vida, si todo va bien y no me cruzo en el camino de cualquier sicario que me confunda con un deudor de su banca, a mí me quedarán como veinte o veinticinco años en este mundo antes de que diga stop a las llamadas. En verdad no sé si sea mucho o poco, suficiente, demasiado, casi nada, nada... y es que ¿uno qué sabe de eso tan relativo que es aquella sustancia invisible, inasible, irreversible que denominamos simple y sencillamente “tiempo”?

Lo que sí sé es que esos años me darán la oportunidad de envejecer acaso de manera tranquila junto a Araceli, ver crecer y multiplicarse a mis hijos en la felicidad, ver morir a mis seres queridos, sentir que con cada uno de ellos dolorosamente se va una parte de lo que buenamente vivimos, llorarles como es debido, rezarles desde luego ante un dios que nos observa con enfado y preparar todos los asuntos que tengan que prepararse para no dejar a nadie sentido, como debe de ser.

Ya sabemos que veinte años es nada, como dice el tango en la maravillosa voz de Carlos Gardel y de sus muchos imitadores; que veinte años se pasan como relámpago, como suspiro, como Tufesa rumbo a Nogales, y que a la vuelta de la nostalgia, en una esquinita del tiempo, se le acercará a uno un fantasma con cara de niño, así como venido de Comala, a decirnos en el oído con toda la calma del mundo que ya se nos acabó el veinte. Y punto: se acabó el veinte.

Ya lo dije alguna vez: antes de que se me empiecen a mojar los cables, comenzaré a echar a volar mis búhos de palofierro y a donar los libros que he atesorado a lo largo (y sobre todo a lo ancho) de mi vida, así que si a Usted, estimado lector, le llega un búho o un libro, es que está incluido en la lista de direcciones de mi Lanix 486 (¡Qué moderno!, diría mi tío el cuervito: ja… ¡brincos diera!), en la que escribo estas palabras como si fueran mi postrer testamento. Mmmm: aunque quién sabe si eso sea bueno o malo... pa’ saber, eh.

Y es que uno no puede cantar victoria en aquello de tratar de burlar a la muerte haciendo ejercicio en caminadoras digitales o en banquetas mal pavimentadas, consumiendo alimentos naturales ricos en fibras, verdes y frescos, aunque a uno se le ponga el semblante de tortuga despechada; porque no se puede decir que se tiene la vida segura para siempre, pues pudiera ser que, inclusive, al salir de misa lo atropelle a uno un camión urbano, con cumbia y todo, igual que lo puede atropellar un diagnóstico de cáncer dicho en el peor de los momentos pero en el mejor de los lenguajes por un médico amigo que trata de no herirnos con sus palabras sin saber que ya las heridas del alma quedan en segundo término cuando la salud de la carne se empieza a derrumbar. En serio.

¿De qué sirve entonces, dirá algún apreciable lector anabólico con cierta inclinación a los esteroides, tener un cuerpo como de Schwarzenegger si una enfermedad mortal lo está carcomiendo poco a poco, día a día? Y aquí sí: la resignación no es una que digamos opción fácil de escoger, pues no resulta agradable dejar que los dioses asuman el control de la media cancha con su acostumbrado desapego por la vida cuando uno es un ser anónimo, mientras en una cama de hospital un ser querido se está yendo despacito como el pañuelo que Julio Iglesias tirara al río hace como veinte años, si no es que más.

Y, bueno, yo no sé, pero si todo va bien; si tengo la suerte de no subirme en la pesera del amor el último día de mi existencia, a mí me quedarán como veinte o veinticinco años como observador estupefacto de todo lo que sucede a nuestro alrededor: el odio de Bush contra los musulmanes, los gritos desaforados del Perro Bermúdez, las crónicas insensatas de Monsiváis, el planeta Marte brillando como farol de la calle, el alucine de ese tiempo del Yahir y demás cuestiones fundamentales de la filosofía moderna que nos dictan los medios.

Y ya después de decir stop a las llamadas, pues ya puede acabarse el mundo, porque ya no pienso seguir checando tarjeta, y es que —como dijera Renato Leduc— después de muerto, soy cabrón si me meneo... y no, no se meneó el Renato…

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