Trova y algo más...

jueves, 22 de abril de 2010

Si no quieres que te digan gorda…

El otro día llegó mi prima Oyuki a la casa de Doña Olga —mi madre, bohemios, y favor de no raspar los muebles, aunque ya sabemos que para eso son—, llorando como una verdadera Magdalena porque unos pelafustanes le había gritado en la calle “Adiós, gorda”, provocando que se le cayera de puro coraje el coctel de elote —doble, tía… ¡doble! — que se venía comiendo muy oronda. Y mi madre, que en eso del tacto tiene la sensibilidad de un tractor John Deere con rastra de 14 platillos cruzados, le dio un sorbo a su café con dos de azúcar, se acomodó los lentes, se le quedó viendo a mi prima como si fuera una nubecita de algodón de feria pueblerina y le dijo así, sin anestesia: “¿Y qué querías que te dijeran… ‘Adiós, Barbie…’ si estás hecha una verdadera albóndiga: si hasta pareces estatua de Botero…” (acá entre nos, yo creo que esto último yo lo inventé porque no creo que mi amá tenga la más mínima idea de quién es el Botero de marras).

Después, la Olga —la de Santa Rosalía de Ures, si hasta nombre de diosa de la cumbia tiene mi mamá— le dio otro sorbo al café, le pegó un mordisco a un trozo de pan que encontró mal acomodado por ahí (como todos los panes, que nomás estorban, ja), le tiró una patada a la perrita Franch que este gentil animalón que soy, que siempre he sido, le regaló, le dio vuelta a la página del diario y, como sin fijarse mucho, siguió con su discurso para la Oyuki: “Mira, pinchi Oyuki —le dijo en ese lenguaje tierno y feliz que tienen las tías que ya están más allá del bien y del mal—, si no quieres que te digan gorda, pues no estés gorda… o si quieres estar gorda, pues que te valga máuser (en realidad, doña Olga dijo aquí una palabrota que empieza con V y termina con A, y que no pondré aquí porque me ruborizo… y sepan ustedes que para que yo me ruborice, se tienen que alinear los planetas y el sol se debe inclinar 34 grados gay lussac a su izquierda, tratando ciertamente de no caer en un perredismo obsoleto, que lo hay, ni en una actitud de rebeldía telenovelera como la presunta huelga de hambre de Bárbara Gutiérrez y Rosa Alejandra Gámez Rivas, quienes han recurrido al método extremo de quitarse kilos como para ponerle el ejemplo a la Oyuki, en fin).

Como mi mamá es una cruza de ángel de la guarda y de Libertad Lamarque en su celebrada interpretación en la película “Píntame angelitos negros”, con Pedro Infante, me llamó a la mesa para tomar café e intervenir en la charla, y que le contara a la Oyuki la historia de mi amigo Cástulo, mundialmente desconocido, menos en el barrio de La Laguna, allá en el Navojoa de mis polvorientos recuerdos. Y sí, como yo soy más obediente que un perro labrador, ahí me tienen contándole a mi prima la historia de este canijo, con pelos y señales y leperadas mil, que es lo que hace que mi prima se relaje y le entre con fe a lo que vea cocinado, incluyendo a veces el trapito de bajar la olla, que ya en tres ocasiones los ha despachado.

Mira, Oyuki —le dije con ese tonito de sa-cerdo-te que a veces traigo—­, yo tengo un amigo sincero, que es precisamente de donde crece la palma. Se llama Cástulo (que en el dialecto mayo quiere decir: “Hombre de carrizo amarillo y silbido agudo”), pero siempre le hemos dicho Joselito porque de niño era flaco y cabezón, como el españolito aquel que a finales de los sesentas entonaba unas canciones bastante cursis con su voz de pito y que cuando salía en Siempre en Domingo nos parecía que se iba a derrumbar como las Torres Gemelas porque imaginábamos que su cuerpo esquelético no iba a poder sostener el tremendo peso de aquella mole de piedra que traía sobre los hombros, y que más que cabeza se parecía al Peñón de Gibraltar, que entonces pertenecía a España, casualmente. No cabe duda: Qué imaginación tan uuuulera tienen los niños. En serio.

El caso es que una vez, a mitad de una borrachera escandalosa —díjele a mi cosanguínea—, el Cástulo me confesó, poniendo la cara de angelito que no se acabara un plato de menudo: “¿Sabes?: Yo era un tipo amargado y triste porque tenía 29 kilos de sobrepeso. Y sufría mucho. Tú sabes: El colesterol y la fatiga; la taquicardia y los sofocos; la reducción del apetito sexual y las broncas con la vieja ninfómana que tengo; la discriminación a la hora de jugar basquetbol y todas esas manifestaciones negativas que hacen de los gorditos unos seres incomprendidos siempre al borde de la crisis. Así era yo”, dijo mi amigo antes de empinarse la treceava lata de cerveza de la tarde para después ir a servirse una orden de tacos más generosos que los que sirven en Tacos Piña’s, que es algo así como el paraíso de los feligreses de la carne asada y las papas rellenas: “Hartémonos, mi bien, en este mundo, donde lágrimas tantas se derraman...”

Yo, que tengo mirada de balanza romana, le calculé a aquel hombre de carrizo amarillo y silbido agudo una estatura de 1.75 metros; un peso corporal de 115 kilos, y una intoxicación alcohólica digna de la primera plana de El Imparcial. Es decir, mi amigo sincero de donde crece la palma traía, a esas alturas de la borrachera, un sobrepeso de alrededor de 40 kilos. Ni otorgándole el beneficio de ser pesado con una balanza de changarrero, de esas que dan 800 gramos por kilo, se salvaba aquel hombre de un sobrepeso salvaje.

Podría decirse que el Cástulo, esa tarde de cheves, esa tarde loca, andaba en el borde infeliz del soponcio, pero no se le veía triste. Nada triste. Por el contrario, mi amigo sincero de donde crece la palma podría recitar el célebre poema “El más feliz de los chorritos”, aquel que comienza con el alimenticio verso “Eres el tomate de mi más tierno hotdog”, y ganarse un Óscar sólo por decirlo. Así de contento se veía. Ni Sabines y el Abigael juntos lo igualaban.

“Oye, ¿y qué pasó con aquello de que los gorditos son unos seres incomprendidos y todo lo demás?”, le solté a boca de jarro. “Ah —respondió como si acabara de descubrir la tibieza del hilo negro—, lo que pasa es que no hace mucho mi vieja me regaló un libro: “Lípido y libido, los siameses se reúnen” (Walters, Richard. Diana Editorial, México, 1998), que ha cambiado totalmente mi vida —dijo estirando el brazo derecho y describiendo un arco frente a él como si fuera Pedro Infante (¿otra vez?) cantando Cien años, y después agregó—: Con decirte que a veces nos echamos hasta diez repasones a la semana. Mjú”, dijo muy fachoso el Cástulo, con una sonrisa que ahora me parecía grasienta y soez, pero feliz. Ni modo.

Después me detalló los capítulos de aquel fabuloso libro en el que ni le recomiendan dietas maravillosas ni le dicen que bajará los kilos que le dé la gana sin recuperarlos jamás. No. Simplemente el libro señala, con un lenguaje científico y claro, cosa no es muy común en estos días, que no hay mejor manera de perder peso que simple y sencillamente subirse al guayabo. Y entre más veces, mejor.

“Nada de dietas pendejas ni utilizar aparatos ridículos que más parece que te van a dejar inválido que a ayudarte a adelgazar. No, señor —subrayó mi amigo sincero—: la cosa más fácil para mantenerte como quieras y además conservar la estabilidad matrimonial es empericarte cada vez que tus feromonas se disfracen de Tarzán y que la Yéin esté dispuesta a recibir al gorilón amoroso que se viene liana por liana hasta el centro de aquellito, sin puñal, por supuesto, para no perjudicar la ocasión”, añadió con la lata catorce en la mano aquel ser redondo salido de la imaginación de Edgar Rice Burroughs.

“A mí me salvó aquel libro —dijo el Cástulo—: Me salvó del hartazgo que me producen todos esos anuncios imbéciles de individuos que creen que te están haciendo un favor con decirte que si utilizas tal aparato o sigues determinada dieta o lees equis recetario vas a bajar de peso, el abdomen se te va a poner como lavadero y las chicas te van a seguir como si fueran cochis tras el zoquete. Nada de eso. Si la gordura no es gratuita. Uno le invierte mucho dinero y gran parte de la vida en ir redondeando la panza y el trasero. Y luego vienen estos tarados a decirte que las estadísticas dicen que los gorditos vivimos menos. Pues viviremos menos, pero nos divertimos más. Y si aplicamos lo que dice el libro del lípido y el libido, pues ¡chúpale, pichón!”, mencionó y después se fue por otra orden de tacos. A lo lejos, me pareció que se estaba convirtiendo en Tarzán. Sería que como ya estaba oscureciendo... (Fin de la historia del Cástulo).

- ¿O sea —preguntó la Oyuki— entonces que me valga máuser si me dicen gorda?

- Sí —respondió Doña Olga, ya sin café y bostezando de sueño pero más de enfado—, que te valga vela —(así le había dicho la primera vez… no sé qué entenderían ustedes, mal pensados, eh…).

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