Trova y algo más...

viernes, 9 de abril de 2010

La avenida y el nombre...

Los poetas, dicen, son los que vaticinan el futuro. Los vates, pues. O al menos eso decían en la antigüedad.
Pues sí, digo yo, ni modo de que vaticinaran el pasado: para eso están los historiadores y los políticos mediocres; o sea, el 50% más uno: es decir, ya hay quorum.
Dice Maire Deschamps que mientras los hombres se enredan y confunden en la búsqueda de sutiles exactitudes, mientras la naturaleza permanece débil y amenazadora cual bestia herida, ¿quién da importancia a los atavismos? ¿Quién ve lo profuso de la belleza en el mundo? ¿Quién se atreve a romper las convenciones sobre gélidos comportamientos? ¿Quién llama a las personas a la vida armoniosa, placentera, intensa? ¿Quién hace flamear y enardecer la tenue vela de la pasión? ¿Quién esparce esa espléndida brillantez sobre la lúgubre noche? ¿Quién consuela, con irrefutables argumentos, a aquellos con el corazón destrozado? ¿Quién ve a las hojas secas como musas amarillentas y al florecido verde como bálsamo del alma? ¿Quién hace del ajenjo una bebida espirituosa, una absenta? ¿Quién hace de la música un abismo de perfección? ¿Quién crea coronas de gloria para el infortunado? ¿Quién prepara ambrosia y reúne a los dioses? ¿Quién sostiene al cielo y lo mantiene puro y divino...? El poeta.
Bienvenidos, pues, esos seres de olor inconfundible y aura como de maleta vieja...
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El caso es que en un rinconcito de Hermosillo, mi ciudad natal, de la cual sólo saldré a morir a París, como Vallejo, el Hombre, no ha mucho construyeron un pequeño caserío al que en buena hora bautizaron como "Fraccionamiento De los Poetas", y que tiene sólo una calle y tres avenidas pequeñas, cálidas (sobre todo en verano) y gentilmente transitadas por personas de mejor existir que vivir: Abigael Bohórquez, Juan Eulogio Guerra, Jorge Ochoa y otro de cuyo nombre no puedo ni quiero acordarme, pero que se llama como yo: Armando Zamora, ja.
Sí, es mi calle. Ni modo.
Aunque yo, más que poeta, soy, como Sabines, un peatón:
Se dice, se rumora, afirman en los salones, en las fiestas, alguien o algunos enterados, que Jaime Sabines es un gran poeta. O cuando menos un buen poeta. O un poeta decente, valioso. O simplemente, pero realmente, un poeta.
Le llega la noticia a Jaime y éste se alegra: ¡qué maravilla! ¡Soy un poeta! ¡Soy un poeta importante! ¡Soy un gran poeta! Convencido, sale a la calle, o llega a la casa, convencido. Pero en la calle nadie, y en la casa menos: nadie se da cuenta de que es un poeta.
¿Por qué los poetas no tienen una estrella en la frente, o un resplandor visible, o un rayo que les salga de las orejas?
¡Dios mío!, dice Jaime. Tengo que ser papá o marido, o trabajar en la fábrica como otro cualquiera, o andar, como cualquiera, de peatón.
¡Eso es!, dice Jaime. No soy un poeta: soy un peatón. Y esta vez se queda echado en la cama con una alegría dulce y tranquila...
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Y sí, es es todo: yo también soy un peatón. Y como todo peatón, me echo a andar por la calle, por esa calle que tiene mi nombre, en un rinconcito e Hermosillo, mi ciudad natal...
Me echo a andar como el lento y peatón animal que soy, que siempre he sido...
Un peatón que ama todas las A de su vida (y también de bajada, pues), que recoge las emes que flotan en el aire cálido de la primavera y las enlaza en una palabra que suena como a insecto extraviado: mmmm...
Y se va caminando lento por esa calle todavía sin pavimentar...
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