Trova y algo más...

lunes, 12 de abril de 2010

Pongamos que hablo de Joaquín...

Dicen que las tres cosas más difíciles de esta vida son guardar un secreto, perdonar un agravio y aprovechar el tiempo. Pero no sé: no lo sé de cierto, como Sabines, porque hay cosas que resultan más dramáticas que eso. Mucho más dramáticas y difíciles que no andar de chismoso, o que echarse encima el espíritu de la Madre Teresa, mínimo de Juan Pablo II; o que dejar la ociosidad de lado para meterle dinamismo a una realidad nacional que las mismas salvaguardas de la patria —sean los políticos o las autoridades de cualquier nivel— se han encargado de resquebrajar a ladrillazos de demagogia barata y de futbol etílico… pero eficaces gracias al contubernio mediático.
Y por otro lado están las cosas no difíciles, pero que tampoco son fáciles, ésas que de verdad valen la pena; ésas que uno está dispuesto a abrazar como causas vitales para motivar los pequeños cambios en nuestro entorno, pues como dicen que si tú cambias, tu mundo cambia. O para decirlo a la manera de Eduardo Galeano: Son cosas chiquitas. No acaban con la pobreza ni nos sacan del subdesarrollo ni socializan los medios de producción y de cambio; no expropian las “cuevas de Alí Babá”. Pero quizás desencadenen la alegría del hacer, y la traduzcan en actos. Al fin y al cabo, actuar sobre la realidad injusta y cambiarla, aunque sea un poquito, es la única manera de probar y probarnos que la realidad es transformable...

Por eso, para mí, decir “Si las cosas que valen la pena fueran fáciles, cualquiera la haría” es incurrir en una verdadera falacia basada en el facilismo y la inmediatez, porque mucha gente digamos ingenua utiliza la frase para hacer creer que lo que vale la pena debe tener tintes heroicos o un aire de triunfo individual o volverse rico, pero no, lo siento mucho: para mí, lo que verdaderamente vale la pena tiene mucho de cotidianidad, de hacer mil veces las mismas cosas, de iniciar ciclos tantas veces como haya necesidad de iniciarlos, de decir lo mismo una y otra vez a los diversos rostros que uno se va encontrando en la vida...

Y es que la historia se escribe día con día: ayer, hoy, mañana. Cualquier historia. Eso dicen los que saben, y los que no sabemos también lo decimos. Porque al fin de cuentas todos somos la suma del tiempo, todos vamos forjando poco a poco los diferentes rostros de la vida, todos ponemos nuestro mínimo, infinitesimalmente mínimo granito de arena en este largo camino que se acaba de súbito en cualquier recodo de la tarde.

Así se escribe la historia, y así se escriben los pasajes que vivimos cotidianamente: día a día vamos dejando de ser niños y día a día nos vamos adentrando en el oscuro territorio de la muerte. Así somos todos. “Los Zamora no tenemos suerte en la vida —escribió alguien alguna vez—: apenas llegamos y ya nos estamos yendo”. Así todos. Bien dice Alejandro Sanz en su canción “No es lo mismo” que vivir es lo más peligroso que tiene la vida, con todos sus logros y sus no logros, que también cuentan.

Lo que verdaderamente vale la pena, según yo, tiene que ver con dejar de lado —al menos temporalmente— el legítimo afán de volverse rico, el deseo de salir y sobresalir en las páginas de sociedad, las ganas enormes de tirar todo al demonio y largarse a recorrer el mundo sin rendirle cuentas a nada ni a nadie, para aguantar a pie firme las cargas de eso común y corriente que la vida trae consigo, ésas que son inevitables, que a veces nos hartan, que nos dejan ahítos —con su hiato correspondiente— y en calidad de trapo viejo.

Y creo que en el plano personal, las cosas que verdaderamente valen la pena tienen que ver con sacar adelante a los hijos, con crecer todos los días con la pareja, con mantener los amores, las pasiones y los odios en perfecto equilibrio; con no rendirse, con no dejarse llevar por la corriente, por el qué dirán, por el enfado, por los arañazos del tedio inevitable de las tardes de domingo, por la pesadez de los fines de quincena, por la fantasía del aguinaldo, por la esperanza que nace todas las mañanas y se derrumba al cerrar la puerta de la casa por la noche…

Las cosas que valen la pena no tienen que ver necesariamente con dios, sino con estar en paz con uno mismo para poder estar en paz con los demás; tienen que ver con la lucidez del pensamiento para poder ver dónde están esas cosas que valen la pena, que son simples y cotidianas, que no están bañadas en el oropel de la fantasía sino que están cubiertas con la arcilla gentil y a veces enfadosa que conforma la vida cotidiana; tienen que ver con llevar una vida disciplinada para poder proponer orden en la vida de los demás; tienen que ver con educarse uno mismo para poder educar a los demás; tienen que ver con verse hacia adentro y medir fortalezas y debilidades para saber hasta qué línea de la vida marcada en nuestras manos podemos llegar: creo que esa es la forma más segura de conseguir y disfrutar las cosas que realmente valen la pena en la vida, que ya sabemos que es el terreno de la transitoriedad… porque usted ya sabe, ¿no?

Dios, en tanto, es un buen recurso para los lamentos, no para la felicidad. No es que uno no lo necesite: por supuesto que también hay que alimentar el espíritu de la misma forma en que se alimenta el cuerpo, darle servicio y de vez en cuando afinarle las bujías a los valores de la infancia que una santa con la cara de mamá nos inculcaba con más esperanza que certidumbre.

Y en el terreno académico, las cosas que valen la pena, las que verdaderamente valen la pena convertirse en un ícono de la paciencia, la inteligencia y la caballerosidad, no son los proyectos de lentejuelas que se cuelgan como adornos mentirosos en el arbolito de navidad de los informes anuales para que no le resten calificación a las instituciones públicas, sino es formar personas exitosas que resuelvan con solvencia los problemas que enfrentarán en la vida, no en inducir a los jóvenes a que sean ricos y todos esos objetivos basura de la inmediatez, que la riqueza mayor o menor vendrá en consecuencia a lo que uno haga bien en la vida, sea uno un intelectual, un político, un comunicólogo, un funcionario de medio pelo o un narco.

Las cosas que valen la pena en la vida tienen que ver con hacer crecer todos los días a los alumnos, que es como crecer con los hijos, repitiendo mil veces si es preciso las mismas cosas hasta que uno mismo junto con ellos nos las aprendemos, porque uno nunca sabe cuándo llegará el momento en que ellos —los hijos o los alumnos— inevitablemente se convertirán en nuestros padres o en nuestros maestros para conducirnos de la mano con dignidad en el último tramo de la vida, como en el video “¿Qué es eso?” colgado en Youtube para que no se nos olvide que las cosas que de cierto valen la pena en la vida están siempre a nuestro lado, no en una cuenta bancaria o en la ropa y el estilo o en el mundo ficticio de los comerciales de televisión.

Y con todo esto quiero referirme con respeto al infatigable trabajo que durante diez años ha realizado el maestro Joaquín Andrés Félix Anduaga —el Anduaga, pues— al frente del periódico Génesis, que edita en el Departamento de Psicología y Ciencias de la Comunicación de la Universidad de Sonora, que son en sí mismos —tanto la publicación como el mismo Joaquín— un ejemplo vivo de que las cosas que verdaderamente valen la pena en la vida no son ni fáciles ni difíciles: son oportunidades que se deben aprovechar al máximo, vivir a tope, haciéndose si es preciso amigo de las causas perdidas, porque siempre habrá algo que rescatar del día y que nos ayude a ser un poquito mejores. Y de prueba está todo ese mundo de gente que le demostró el viernes pasado su cariño y agradecimiento a Joaquín por haberle enseñado que sí, que pese a todos los retos, vale la pena vivir… que vale la pena vivir, maestro…

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