Trova y algo más...

lunes, 14 de febrero de 2011

Para celebrar la imbecilidad transitoria...

Para seguir con el tema amoroso y la ciencia, recuerdo las palabras de un buen amigo de la infancia que hoy es químico —como también lo dice y lo es Francisco Muñoz de la Peña Castrillo—: los poetas nos han deleitado cantando al más maravilloso de los sentimientos desde todos los ángulos y con infinitos matices, pero los químicos también tenemos cosas que decir al respecto, quizás menos seductoras pero no por ello menos importantes.

¿Por qué nos enamoramos de una determinada persona y no de otra; o sea, porqué de Juana y no de Chana?

Innumerables investigaciones psicológicas demuestran lo decisivo de los recuerdos infantiles —conscientes e inconscientes—. La llamada teoría de la correspondencia puede resumirse en la frase: "Cada cual busca la pareja que cree merecer...” o dicho en términos más acá, “Nunca falta un roto para un descosido...”

Parece ser que antes de que una persona se fije en otra ya ha construido un mapa mental, un molde completo de circuitos cerebrales que determinan lo que le hará enamorarse de una persona y no de otra.

El sexólogo John Money considera que los niños desarrollan esos mapas entre los 5 y 8 años de edad como resultado de asociaciones con miembros de su familia, con amigos, con experiencias y hechos fortuitos, entre los cuales —por favor— no se incluyen ni al Padre Maciel ni a ningún bastardo de esos con sotana...

Así, pues, antes de que el verdadero amor llame a nuestra puerta, el sujeto ya ha elaborado los rasgos esenciales de la persona ideal a quien amar.

La química del amor es una expresión acertada.

En la cascada de reacciones emocionales hay electricidad (descargas neuronales) y hay química (hormonas y otras sustancias que participan). Ellas son las que hacen que una pasión amorosa descontrole nuestra vida, y ellas son las que explican buena parte de los signos del enamoramiento.

Cuando encontramos a la persona deseada se dispara la señal de alarma, nuestro organismo entra entonces en ebullición. A través del sistema nervioso, el hipotálamo envía mensajes a las diferentes glándulas del cuerpo ordenando a las glándulas suprarrenales que aumenten inmediatamente la producción de adrenalina y noradrenalina (neurotransmisores que comunican entre sí a las células nerviosas).

Sus efectos se hacen notar al instante:

El corazón late más deprisa (130 pulsaciones por minuto).

La presión arterial sistólica (lo que conocemos como máxima) sube.

Se liberan grasas y azúcares para aumentar la capacidad muscular.

Se generan más glóbulos rojos a fin de mejorar el transporte de oxígeno por la corriente sanguínea.

Y, en general, las personas cometen más pendejadas que de costumbre y andan así como adormilados y sin hambre.

Quizá por ello, el comediógrafo griego Antífanes (que respiró entre los años 388 al 311 antes de Cristósomo) decía: “Hay dos cosas que el hombre no puede ocultar: que está borracho y que está enamorado”.

Pues sí: Los síntomas del enamoramiento que muchas personas hemos percibido alguna vez, si hemos sido afortunados, son el resultado de complejas reacciones químicas del organismo que nos hacen a todos sentir casi lo mismo, aunque a nuestro amor lo sintamos como único en el mundo.

Ese estado de "imbecilidad transitoria" —en palabras de Ortega y Gasset, que en algunos se queda como signo de vida, aunque rompa con el amor de su vida, no se puede mantener bioquímicamente por mucho tiempo.

No hay duda: el amor es una enfermedad. Tiene su propio rosario de pensamientos obsesivos y su propio ámbito de acción. Si en la cirrosis es el hígado, los padecimientos y goces del amor se esconden, irónicamente, en esa ingente telaraña de nudos y filamentos que llamamos sistema nervioso autónomo.

En ese sistema, todo es impulso y oleaje químico. Aquí se asientan el miedo, el orgullo, los celos, el ardor y, por supuesto, el enamoramiento.

A través de nervios microscópicos, los impulsos se transmiten a todos los capilares, folículos pilosos y glándulas sudoríparas del cuerpo. El suave músculo intestinal, las glándulas lacrimales, la vejiga y los genitales, el organismo entero está sometido al bombardeo que parte de este arco vibrante de nudos y cuerdas.

Las órdenes se suceden a velocidades de vértigo: ¡Constricción!, ¡dilatación!, ¡secreción!, (en el caso de los varones) ¡erección! Todo es urgente, efervescente, impelente... Aquí no manda el intelecto ni la fuerza de voluntad. Es el reino del siento-luego-existo, de la carne, las atracciones y repulsiones primarias..., el territorio donde la razón es una intrusa.

Hace apenas 13 años que se planteó el estudio del amor como un proceso bioquímico que se inicia en la corteza cerebral, pasa a las neuronas y de allí al sistema endocrino, dando lugar a respuestas fisiológicas intensas.

El verdadero enamoramiento parece ser que sobreviene cuando se produce en el cerebro la feniletilamina, compuesto orgánico de la familia de las anfetaminas.

Al inundarse el cerebro de esta sustancia, éste responde mediante la secreción de dopamina (neurotransmisor responsable de los mecanismos de refuerzo del cerebro; es decir, de la capacidad de desear algo y de repetir un comportamiento que proporciona placer), norepinefrina y oxiticina (además de estimular las contracciones uterinas para el parto y hacer brotar la leche, parece ser además un mensajero químico del deseo sexual), y comienza el trabajo de los neurotransmisores que dan lugar a los arrebatos sentimentales, en síntesis: se está enamorado.

Estos compuestos combinados hacen que los enamorados puedan permanecer horas haciendo el amor y noches enteras conversando, sin sensación alguna de cansancio o sueño.

El affair de la feniletilamina con el amor se inició con la teoría propuesta por los médicos Donald F. Klein y Michael Lebowitz, del Instituto Psiquiátrico de Nueva York, que sugirieron que el cerebro de una persona enamorada contenía grandes cantidades de feniletilamina y que sería la responsable de las sensaciones y modificaciones fisiológicas que experimentamos cuando estamos enamorados.

Sospecharon de su existencia mientras realizaban un estudio con pacientes aquejados "de mal de amor", una depresión psíquica causada por una desilusión amorosa. Les llamó la atención la compulsiva tendencia de estas personas a devorar grandes cantidades de chocolate, un alimento especialmente rico en feniletilamina, por lo que dedujeron que su adicción debía ser una especie de automedicación para combatir el síndrome de abstinencia causado por la falta de esa sustancia. Según su hipótesis, el llamado centro de placer del cerebro comienza a producir feniletilamina a gran escala y así es como perdemos la cabeza, vemos el mundo de color de rosa y nos sentimos flotando. A veces, hasta escribimos poemas bucólicos.

Es decir las anfetaminas naturales te ponen a cien.

Decíamos ayer —a la mejor manera de Fray Luis de León— que la actividad de este estado amoroso que los químicos y algunas mamás muy estrictas denominan pendejez del corazón, perdura de 2 a 3 años, incluso a veces más, pero al final la atracción bioquímica decae.

La fase de atracción no dura para siempre. La pareja, entonces, se encuentra ante una dicotomía: separarse o habituarse a manifestaciones más tibias de amor o desamor, según sea el caso —compañerismo, afecto y tolerancia—.

Con el tiempo, el organismo se va haciendo resistente a los efectos de estas sustancias y toda la locura de la pasión se desvanece gradualmente, la fase de atracción no dura para siempre y comienza entonces una segunda fase que podemos denominar de pertenencia dando paso a un amor más sosegado. Se trata de un sentimiento de seguridad, comodidad y paz.

Dicho estado está asociado a otra ducha química. En este caso son las endorfinas -compuestos químicos naturales de estructura similar a la de la morfina y otros opiáceos- los que confieren la sensación común de seguridad comenzando una nueva etapa, la del apego.

Por ello se sufre tanto al perder al ser querido: dejamos de recibir la dosis diaria de narcóticos.

Para conservar la pareja es necesario buscar mecanismos socioculturales (grata convivencia, costumbre, intereses mutuos, etcétera), hemos de luchar por que el proceso deje de ser solo químico. Si no se han establecido ligazones de intereses comunes y empatía, la pareja, tras el resbalón pasional, se sentirá cada vez menos enamorada y por ahí llegará la insatisfacción, la frustración, separación e, incluso, el odio.

Parece que tienen mayor poder estimulante los sentimientos y las emociones que las simples substancias por sí mismas, aquellos sí que pueden activar la alquimia y no al sentido contrario.

Un estudio alemán ha analizado las consecuencias del beso matutino, ése que se dan los cónyuges al despedirse cuando se van a trabajar: Los hombres que besan a sus esposas por la mañana pierden menos días de trabajo por enfermedad, tienen menos accidentes de tráfico, ganan de un 20% a un 30% más y viven unos ¡cinco años más!

Para Arthur Sazbo, uno de los científicos autores del estudio, la explicación es sencilla: "Los que salen de casa dando un beso empiezan el día con una actitud más positiva".

Es cierto, no podemos negarlo, es un hecho científico que existe una química interna que se relaciona con nuestras emociones y sentimientos, con nuestro comportamiento, ya que hasta el más sublime está conectado a la producción de alguna hormona.

No hay una causa y un efecto en la conducta sexual, sino eventos físicos, químicos, psíquicos, afectivos y comunicacionales que se conectan de algún modo, que interactúan y se afectan unos a otros.

Existe, sí, una alquimia sexual, pero se relaciona íntimamente con los significados que le damos a los estímulos, y éstos con el poder que les ha concedido una cultura que, a su vez, serán interpretados por cada uno que los vive de acuerdo con sus recursos personales y su historia. Esperemos que estos estudios en un futuro nos conduzcan a descubrir aplicaciones farmacológicas para aliviar las penas de amor.

Y, bueno, ojalá que después de haber leído este rollón, no le digan a su pareja luego de salvaje chaka-chaka con ojos de animal satisfecho: "Como respuesta a las señales del hipotálamo, he tenido una sensación sumamente agradable producto del aumento de testosterona y la disminución consiguiente de serotonina", porque —para decirlo en términos escatológicos— hasta ahí se acabarán las Navidades y comenzará una casi eterna Cuaresma, de pura abstinencia...

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