“Yo no sé si dios existe, pero si existe, sé que no le va a molestar mi duda”, dijo alguna vez Mario Benedetti. Y yo creo lo mismo. Se los juro.
En Poemas de otros (1973-1974), en el apartado “Los Personajes”, Benedetti hace hablar a Laura Avellaneda, quien le susurra casi al oído a Martín Santomé: “Usted, Martín Santomé, no sabe qué bien, qué lindo dice Avellaneda: de algún modo ha inventado mi nombre con su amor. Usted es la respuesta que yo esperaba a una pregunta que nunca he formulado”.
Y ella sabe que se está muriendo y que no podrá salvarse en el amor de aquel hombre viudo, cincuentón, solitario. Ella se está muriendo, pues...
Laura Avellaneda y Martín Santomé son los personajes centrales de la novela La Tregua, escrita por el uruguayo Mario Benedetti en 1960.
La Tregua se construye sobre la base de una estructura sencilla, que imbrica ajustadamente tema y forma, y se constituye en una excelente novela.
Es la historia de un viudo que va a cumplir cincuenta años cuando inicia su diario íntimo.
Ha perdido a su esposa y vive con sus tres hijos (Blanca, Esteban y Jaime) en una situación en la que prevalece el desentendimiento mutuo y la comunicación es escasa. Nada que ver con la realidad, eh.
Martín Santomé ocupa, como tantas otras personas de clase media, un lugar en la burocracia ciudadana: tras una larga carrera como funcionario de una empresa comercial se encuentra a punto de jubilarse y obtener la "franquicia" de ese "ocio" al que aspira para cumplir sus módicas, relegadas aspiraciones. Más o menos resignado a su suerte, con pocas esperanzas de futuro, no es, sin embargo, un hombre doblegado. Entonces aquella situación existencial orientada a la desesperanza dará un vuelco hacia la ilusión y adquirirá en la figura de la joven Laura Avellaneda (a quien nombrará siempre por el apellido) un nuevo, deslumbrante sentido.
Como decimos, Santomé conoce a Avellaneda, una mujer que podría ser su hija, y se enamora de ella. De a poco nos vamos dando cuenta a la vez que el hombre aquel que había vivido solitariamente durante veinte años, se va encontrando a sí mismo a través de ella. De esta manera, Martín Santomé se explica su condición en la vida. Esta situación lo lleva a filosofar acerca, por ejemplo, de la existencia de Dios, del por qué no se debe de confundir la convivencia con la amistad, de si la vida es placer, del enlace entre la resignación y la vida gris. Santomé expresa con sin igual sencillez el sentimiento del cincuentón consciente de su edad: "Tengo la sensación de que la vida se me está escapando", dice cuando, como a todo cincuentón que se precie de serlo, efectivamente la vida se le está escapando.
Todo importa ante la decisión del posible matrimonio: la diferencia de edades, la opinión de los hijos, el miedo al ridículo, todo, excepto la opinión de ella. Los sentimientos de la mujer son descritos tal como el hombre los percibe, muchas veces distorsionados a su conveniencia. Encontramos situaciones reales hasta la risa; por ejemplo, las tácticas que sigue el otoñal galán para llamar la atención de la joven, la metedura de pata con el amigo de la infancia o la manía que tiene el enamorado de referirse a su amada por su apellido. En fin...
No recuerdo cuándo leí por primera vez La Tregua ni qué me motivó a hacerlo. Pero bien que recuerdo que leer la novela me hizo vivir la desesperanza que habita en la soledad, las trampas que el tiempo va poniendo a los jóvenes de edad avanzada, el lastre terrible que a veces suele ser la memoria, y todas esas cotidianidades que nos atrapan con sus ganchos metálicos y absorben los minutos como animales de la oscuridad.
Compré el libro una y otra vez. Y una y otra vez lo obsequié para que mis amigos y mis seres queridos disfrutaran la historia de Avellaneda y Santomé.
La mayoría gustó del libro y me agradeció cumplidamente el obsequio. Pero sé que no todos compartieron mi entusiasmo literario ni apreciaron la transparente intención de convivir durante unas horas con aquellos personajes de papel.
Uno de ellos fue mi primo El Chato Peralta. “No estoy para ficciones”, me dijo cuando cumplidamente me regresó el libro. Y acaso tenía razón: por aquel tiempo se andaba divorciando de su segunda esposa. Aunque El Chato en sí es una verdadera piedra: no el balde quiebra nueces con la frente.
“Ni siquiera tiene monitos”, me dijo el piedrón de mi primo. Y a mí me dio tanto coraje que le dije algunas groserías que sólo los primos pueden decirse con cierta libertad, le señalé además que poca gente sabrá que pasó por la vida porque actuaba como un verdadero burro, que no dejaría nada con qué lo recordaran, y rematé con una máxima precisamente de Benedetti: “Después de todo la muerte es sólo un síntoma de que hubo vida… y nomás por eso sabremos que viviste, ca’ón: sólo porque algún día, como todos, te morirás y ya”.
Y después nos quedamos bebiendo hasta muy entrada la semana, porque el Chato es de tirada larga. Ni modo.
Hoy ya sólo me queda un ejemplar de La Tregua que guardo con cariño entre los libros que quiero que me acompañen siempre o lo que queda de mi siempre: una edición que me regalara mi queridísima Karlangas y que debe estar por ahí, durmiendo lenta y dulcemente la historia de su vida (el libro, no la Karlangas, se entiende).
Y no hace mucho le recordé algunos pasajes del libro a alguien que se estaba muriendo de tos, como la Avellaneda. En fin…
Treguas hay muchas en el mundo y en la vida. Hasta los partidos políticos firman treguas digamos que decembrinas en honor de la equinidad, que es la equidad de los legisladores, cuando quieren meterse zancadillas disfrazados de Santaclós y prendidos de una botella que no será necesariamente de sidra. ¡Salú, estimados electores!
Y yo digo, si entre aquella Tregua maravillosa de Benedetti y las que de manera bastante rupestre nuestros adalides tercermundistas acuerdan pudiera existir la mágica coincidencia de ser la respuesta que todos esperamos a una pregunta que no hemos formulado, como por ejemplo: ¿esas treguas podrían durar hasta que se acabe el mundo? Así el país (es decir, todos nosotros) se ahorraría miles de millones de pesos que buena falta hacen para construir los mínimo necesario para el bienestar social, ¿no?, o para que el Felipe siga viajando y diciendo esos discursos demagógicos tan prosaicos que nada tienen que ver con los poemas de la posmodernidad que requerimos para no asfixiarnos en la engañifa simple de alguien que ya no quiere queso, sino salir de la ratonera, y que no somos nosotros…
Bueno, pero ya agarré otro rumbo. Más bien yo quería y quiero recordar hoy que ya se ha cumplido el primer aniversario de la muerte de Mario Benedetti, acaecido el 17 de mayo del 2009.
Dicen los literatos que al morir Benedetti algo se le murió a la poesía hispanoamericana del siglo pasado. Y yo coincido plenamente con ese dicho y con ese lamento.
Yo que soy de natural insomne, que vivo de noche buena parte de mis días, no entendía qué argumento, literario o simplemente rupestre, podía esgrimir la mañana siguiente, entre bostezo y bostezo, hasta que di con unas letras simples del uruguayo: “Qué buen insomnio si me desvelo sobre tu cuerpo”, porque una mujer desnuda y en lo oscuro es una vocación para las manos, para los labios es casi un destino y para el corazón un despilfarro… una mujer desnuda es un enigma y siempre es una fiesta descifrarlo… Y sí, así es, dicen los que saben de mujeres desnudas y oscuridades mientras la envidia me corroe poéticamente.
Y si me dejan (y si no, también) acá comparto, como homenaje simple, esta Táctica y estrategia de Benedetti:
Mi táctica es mirarte, aprender cómo sos, quererte como sos.
Mi táctica es hablarte y escucharte, construir con palabras un puente indestructible.
Mi táctica es quedarme en tu recuerdo, no sé cómo ni sé con qué pretexto, pero quedarme en vos.
Mi táctica es ser franco y saber que sos franca, y que no nos vendamos simulacros para que entre los dos no haya telón ni abismos.
Mi estrategia es, en cambio, más profunda y más simple: mi estrategia es que un día cualquiera, no sé cómo ni sé con qué pretexto, por fin me necesites...
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