Trova y algo más...

viernes, 28 de mayo de 2010

Dios, la suerte o los demás…

Algo pasa con nosotros, los mexicanos, que siempre estamos dejando todo en manos de dios, de la suerte o de los demás, sobre todo a esos demás que son extranjeros. Todo va a suceder mañana. Somos el pueblo del mañana, un pueblo que no le gusta comprometerse porque —según nuestra tonta idiosincrasia— así no se corre el riesgo de cometer errores; por lo tanto, siempre andamos como Pilatos, lavándonos las manos en cualquier charquito teórico, que para eso existen las filosofías baratas que tanto esgrimen nuestros políticos región cuatro.

En la calle que generosamente nos deja habitarla, los vándalos pintarrajean las paredes constantemente, y apenas cae la noche, se desatan los estéreos a todo volumen para mostrarnos lo peor de nuestra regionalidad, de nuestra esencia campirana, con un destemple propio de interpelaciones —con cabeza de cerdo incluida— en medio de informe presidencial. ¿Cómo reconquistar la tranquilidad? ¿Cómo volver a los viejos tiempos que tanto añoran nuestros padres? Eso es algo prácticamente imposible: las autoridades se pierden en argumentaciones que banales que terminan en un simple: no hay patrullas suficientes, no hay policías suficientes, no hay nada suficiente... Y se acabó. Lo único que sobra es la demagogia y la mala, pésima práctica de la política: otra vez a lo mismo, dirán.

Como vemos, la violencia carcome al país, nos carcome poco a poco la poca paz espiritual que nos dejan para sobrevivir un día más. Levantamos rejas y púas para defendernos de los maleantes de poca monta, y elevamos plegarias para que un dios ocupado en las grandes cuestiones macroeconómicas nos salve con toda su infinita bondad de la delincuencia bien organizada y mejor armada. No es gratuito, entonces, que miles de compatriotas decidan cada mes largarse del país con una carga de melancolía y amargura en el alma, y se internen en una tierra que, pese a todas las leyes discriminatorias, resulta menos peligrosa que su propia patria, su nación, su alma terra.

De alguna manera, esas rejas, esas púas, esas plegarias, esa incertidumbre permanente reflejan el fracaso del Estado: los mexicanos debemos defendernos con nuestras propias fuerzas, con nuestros propios recursos porque la autoridad ha fracasado en su principal cometido: la seguridad. Esta incapacidad no es patrimonio de un partido ni de una ciudad. Digan lo que digan las estadísticas oficiales, la violencia forma parte del día a día de los mexicanos, de los ciudadanos de Hermosillo y Nogales, de Ciudad Juárez, de Morelia, de Oaxaca y de todos esos rincones de un país cansado y harto de tanta demagogia y de tanta ineficiencia oficial.

Bien dicen que la violencia es una epidemia que no hace excepciones. Nadie se salva. Pero, al igual que con las enfermedades graves, sólo los ricos pueden atenderse en Houston o irse a vivir —o huir, como es el caso de muchos delincuentes de cuello blanco— a Canadá. El resto de la población nos quedamos aquí, participando en una orgía de violencia en la que no queremos estar, mientras la alta burocracia y los vividores de las legislaturas se resguarda tras de sus escoltas y vidrios blindados. Este es el verdadero “banquete del Bicentenario”, un ambiente nada propicio para festejar.

Bien dicen los expertos que en el México actual, la violencia es mayor que en Ruanda y Congo, lo cual no significa que las pobres y devastadas naciones africanas, víctimas de terribles luchas fratricidas, hayan mejorado. La verdad es otra: en México la violencia es una enfermedad imparable que se ha diseminado por doquier. La posibilidad de morir en la calle ha aumentado gracias a los terribles desatinos, a la inoperancia, y a la falta de visión de los gobiernos de Calderón, de Fox, de Zedillo, de Salinas de Gortari y de todos los previos.

La violencia y sus consecuencias han sido terribles: el miedo se ha convertido en norma, la inversión ha decaído, la desconfianza se ha multiplicado y los impuestos que todos pagamos de poco sirven. El problema ha adquirido dimensiones inconmensurables. Se ha reproducido en forma geométrica y no hay visos de mejoría. Tanto el narcotráfico como la corrupción han rebasado lo “permisible”. Para quienes la ejercen, la violencia carece de límites.

Se puede decir, entonces, que la violencia es endémica. Lo mismo sucede con la corrupción, con la impunidad, con la injusticia, con la pobreza, con los políticos ladrones y con la mediocridad de nuestros gobernantes. Mientras que Calderón crea que los jóvenes se acercan a las drogas por ser ateos, y el resto de los políticos se dediquen a golpear a los rivales de otros partidos en vez de trabajar, no habrá solución. La única solución que proponen es dejarles a otros que resuelvan nuestros problemas.

Por ejemplo, y muy reciente, dice el doctor José Luis Camba Arriola —egresado de la Universidad Complutense de Madrid, donde realizó estudios en Sociología y Ciencias Políticas— que parece haber un acuerdo generalizado en que los “norteamericanos” deben responsabilizarse por el tráfico ilegal de armas hacia México. Calderón se lo exigió a los miembros del Congreso vecino. En México, a todos les pareció bien y se lo aplaudieron (a pesar de que todos, Obama, el Felipe, los congresistas e incluso los de los aplausos, saben que eso no va a ocurrir). La confusión sobre el uso de los militares para combatir delitos es tal que nadie parece darse cuenta de lo esencial: “lo más sencillo suele ser la mejor respuesta”: el principio de la “Navaja de Ockham”, pues.

Coincido con Camba en que aquí y en China, los militares deben tener como único propósito resguardar la soberanía de un Estado, pero resulta evidente que muchos confunden la soberanía con la ausencia de violencia y por eso mandan a los militares a realizar trabajo policíaco. Encima de tal desatino, los políticos y los militares ya anunciaron que el retiro de las fuerzas armadas de las calles del país no ocurrirá pronto. ¿Por qué? Pues en realidad, porque las mandaron a realizar una tarea que les es impropia.

Camba Arriola subraya que la principal cualidad de un político (quizás la única), es saber para qué sirven los demás (personas, instituciones, cosas, presupuestos, actos, etcétera). Es evidente que si alguien no sirve para algo, deben aprovecharlo para lo que sí sirve. La utilidad deviene directamente de la preparación. Pues bien, resulta que si los militares sirven para defender la soberanía, en este momento tan difícil eso es lo que podrían estar haciendo. La pista se la dio el propio Obama a Calderón el martes 25 de mayo: mandó otros 1,200 guardias nacionales a vigilar la frontera con México.

Los vecinos del norte consideran, de forma atinada, que el control de sus fronteras es una cuestión de seguridad nacional; es decir, de soberanía. No quieren drogas o inmigrantes ilegales y deciden poner militares en su frontera para evitar ambas cosas. No esperan que México impida alguna de las dos cosas (saben que no puede y aunque pudiera es una cuestión soberana de los E.E.U.U., y no se la dejan a alguien más). No mandan a los guardias nacionales a vigilar las calles y buscar inmigrantes ilegales o narcotraficantes o droga; no, ese trabajo se lo dejan a las diversas policías (incluso los arizonenses, con su nueva ley, lo dejaron en manos de la policía). Para mandarlos a las calles, hay que declarar estados de emergencia (lo que por cierto solicitan los gobernadores al Presidente, por ser facultad soberana de cada estado) y cumplir una serie de requisitos de tiempo y lugar para garantizar una salida expedita de las fuerzas armadas. Es decir, exactamente lo contrario que estamos haciendo en México.

Nos quejamos de que los norteamericanos no impiden que las armas se trafiquen a México. Bien, mandemos —que es un falso colectivo, ya sé— a los militares a cuidar las fronteras para evitar que entre armamento y dinero sucio (cuidar las fronteras es por antonomasia defender la soberanía, lo cual es tarea de los militares, ¿se acuerdan?). No necesitamos pedirles a los vecinos que lo hagan por nosotros; esa es una tarea nuestra; es decir, de nuestros militares, que es decir que de nuestro gobierno… si hay uno interesado en defender esa soberanía y no anda de viaje o tratando de engatusarnos con vanas celebraciones centenarias y bicentenarias, se entiende… pero ¿en realidad se entiende? (Mañana les contesto).

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