Trova y algo más...

jueves, 4 de febrero de 2010

Para darle sentido a la realidad...

Sucedió en aquellos viejos años de la preparatoria. “El sumerio —dijo el licenciado Marcos Martínez, nuestro maestro de Historia Universal, y el único que nos permitía hablarle de tú— fue un pueblo que se estableció en el bajo valle del Eufrates en el quinto milenio antes de Cristo y que desapareció en el Siglo II. Ha sido considerado como la cuna de una de las más antiguas civilizaciones, cuya importancia radica en... ¿podrías decirnos en qué, Miguel Ángel?”, preguntaba entornando los ojos en un tic que cuando se lo observamos por primera vez, pensamos “Uh, a este bato se le voltea la canoa...”

Aquella mañana de hace como 35 años, Miguel Ángel Godínez, el payaso del grupo y el más borracho, se quedó como pensando, y después soltó la frase que habría de bautizarlo para siempre: “Por el alcohol que embotellaban y que le vendían a otros pueblos antiguos... ¿no?”, dijo con una sonrisa ladeada y socarrona, como si fuera tiburón en medio de un cardumen de teiboleras.

El licenciado Martínez bajó la cabeza, sonrió, y después, con su voz modulada y serena, como si estuviera frente a los miembros del jurado intentando convencerlos de que Miguel Ángel hablaba así por padecer locura terminal, le dijo: “Pareces tolteca, siempre andas pensando en el alcohol...” Y a partir de ese momento, Miguel Ángel Godínez pasó a ser conocido con el simple apelativo de “El Tolteca”.

El caso es que el Tolteca fue un buen ejemplo de lo que nos ha pasado a todos en cierta etapa de la vida, y que en algunos momentos municipales se intensifica, como en los festivales culturales o los eventos deportivos profesionales, llámese beisbol o futbol. O sea, el consumo inmoderado del alcohol que se realiza y se pistea (para estar a tono) bajo la mirada cómplice de las autoridades.

Por lo pronto, nomás para consignar los hechos, debo decir que tengo un buen amigo, maestro universitario por muchos años, que me regañó el otro día porque la semana pasada hice un comentario nada positivo sobre el FAOT y las bebidas espiritosas. Según él, peor fuera que no se hiciera el festival. Empero no obstante sin embargo, hasta donde yo recuerdo, nunca dije que no se realizara tal festejo (de todas maneras: si me hubiera opuesto a ello, se hubieran pasado mi irrespetuosa oposición por el estatal arco del nuevo triunfo), sino que se maneje como un acto de primera necesidad, como si ciertamente en el estado no escaseara nada, como si no hubiera tandeo por acá, como si la corrupción de los tránsitos no existiera, como si los muertos no amanecieran fríos y demás linduras que no anoto aquí porque me encarbono (y bien encarbonado, por cierto), y que todo lo tuviéramos al alcance de la mano. ¿Será?

Ningún festival, por importante que sea, va a resolver los problemas cotidianos que nos llevan entre las patas (y las patrullas). Los que se creen dueños de la cultura en nuestra surrealista vida común y comunitaria, y los que son dueños de estadios de beisbol para que los niños jueguen el rey de los deportes, son muy dados a defender el argumento que la cultura y el deporte salvarán a nuestros hijos de las garras de todos los males sociales.

Pero no: ni el deporte, en particular, ni la cultura, en general, son antídotos contra el narcotráfico, drogadicción, alcoholismo y/o prostitución. Creer que sí lo son, es endilgarle al deporte y a la cultura atributos sociales que no le corresponden, basados en una visión demasiado facilona, chata y floja. Se ha constatado una y otra vez que el narcotráfico no tiene antídotos, quien entra a esto ya no tiene más salida que el ajuste de cuentas: cada día lo constatamos en los diarios. Y la práctica de la drogadicción, alcoholismo y prostitución (sólo por referirnos a éstas) son actos impulsados por una decisión personal, al igual que la religión y la política, no por la presión de grupo.

Está ampliamente documentado que los niños y jóvenes (y muchísimos adultos) que cada año se incorporan al ya enorme grupo de consumidores de drogas (y/o a la prostitución), no lo hacen empujados simplemente por la curiosidad (esa es la gran falacia que manejan los medios), lo hacen porque su marco de vida no les ofrece salidas prácticas, mayores referencias de bienestar económico o el acceso en el corto o mediano plazo a una vida digna que contemple los satisfactores mínimos: haga usted la prueba, estimado lector, y verá que ningún niño con hambre escogerá un libro o una pelota antes que un taco. Lo primero es saciar el hambre (o engañarla con una botellita de thiner) y después vendrá la cultura (o el deporte, pues).

Por otro lado, recordemos que las antiguas prácticas culturales de las regiones indígenas de México (como los toltecas, ciertamente, y por eso se coló por aquí el Miguel Ángel) contemplan el uso y consumo de peyote, mariguana, hongos alucinógenos, tabaco y alcohol para establecer su relación espiritual con las fuerzas que les dan vida y sustento a sus ritos milenarios. Y como se ha puesto de moda “el rescate” de las etnias y sus culturas, ¿qué actitud tomar en pro del deporte y la “sana convivencia”? Yo tengo mi respuesta; usted, amable lector, razone la suya. ¡Qué ganas de rescatar nuestras raíces, eh!

Según el filósofo portugués Ariel da Silva, “la cultura es un producto especial y exclusivo del hombre y es la cualidad que lo distingue del cosmos. La cultura es a la vez la totalidad de los productos del hombre social y una fuerza enorme que afecta a todos los seres humanos, social e individualmente”. Es decir, la cultura da sentido a la realidad, siendo lo simbólico el eje central de la cultura, pero también la cultura constituye una fuerza de enormes proporciones en lo social, tanto como elemento integrador influyendo decisivamente en los aspectos relativos a la cohesión social, cuanto como gran motor impulsor de los movimientos transformadores de la realidad social.

Esto es en teoría, porque en la práctica sigue prevaleciendo la idea de que la cultura es un receptor pasivo de los efectos transformadores de los cambios socio-económicos, en vez de ser motor en sí mismo de dichos cambios. ¿Qué fácil, eh? Es por ello que es conveniente revisar el planteamiento apriorístico que tanto éxito tuvieron en las décadas del setenta y ochenta en los países altamente desarrollados, según el cual la cultura era un valor añadido en los procesos económicos que mejoraba los resultados de las inversiones realizadas en el campo cultural o que enriquecía y dotaba de sentido determinadas iniciativas económicas y las sobredimensionaba. No buscaba heredar puestos de elección popular, sino hacer crecer a la sociedad. Y, sí, aquellas sociedades crecieron.

La pulsión para la obtención de beneficios en los desarrollos culturales está reordenando con una gran miopía política a la cultura dentro de un terreno ambiguo en el que se entremezcla con la industria del entretenimiento y la industria turística. Así, podemos observar el nacimiento de giras o rutas (o “festivales”, por nombrarles de algún modo) “culturales” por diversos puntos geográficos de una región, estado o municipio, en el que a la vez que se actúa de manera patriarcal, se exaltan los valores turísticos de esa región, estado o municipio.

Y así aparecen nuevos agentes y corporaciones que, provenientes de otros campos, están interesados en actuar en “lo cultural” descubriendo la interrelación aparente que tiene este campo con inversiones colaterales (infraestructuras hoteleras, telecomunicaciones, informática, medios, bebidas alcohólicas, etcétera) y movidos por la rentabilidad a corto o mediano plazo que les genera eso difuso que llamamos “lo cultural”, pero cuyos “proyectos culturales” en el fondo no alcanzan la mayor repercusión social posible por la regla general del marketin que dice que vende mejor lo ya conocido sin innovar nada so riesgo de obtener pérdidas. En serio. Pero mejor ahí la dejamos, no se vaya a caer la peineta, como decíamos en aquellas décadas…

--

--