Trova y algo más...

lunes, 29 de marzo de 2010

Aquí nos tocó vivir...

Cerremos los ojos e imaginemos --sin cochambrosiades-- un mundo en el que el quehacer cultural es subestimado cotidianamente; un mundo donde las políticas económicas, con su globalización angustiante, prevalecen por sobre todas las otras manifestaciones humanas.

Imaginemos que en ese mundo las carencias sociales son vistas como un valor de uso cotidiano; un mundo donde el hambre de miles de millones de habitantes es sólo una línea de discurso; un mundo en el que la pobreza y la riqueza son hermanas siamesas que comparten un solo corazón, es decir: no pueden vivir una sin la otra.

Ahora abramos los ojos a la realidad, esa que no se ha modificado ni un ápice en el rápido viaje desde nuestra imaginación hasta el instante físico que nos permite sobrevivirlo, y apelemos a las teorías edificantes de los que le han dedicado su vida a desentrañar los misterios de las múltiples expresiones humanas, o naveguemos a la deriva en la irresponsabilidad absoluta de quienes tienen el encargo social y moral de hacer de la cultura un ambiente de equidad en el que la vida adquiera aspectos de dignidad.

¿Acaso esa es nuestra única opción en el campo de la cultura?

La “cultura”, que no es sólo la búsqueda del confort personal ni nada más un tema que atañe al extensionismo académico, sino un trabajo cotidiano, arduo, que no merece realizarse por teléfono o vía internet, como muchos funcionarios pierden su tiempo, mientras exista alguien que se esfuerce por enderezar los rumbos de la esperanza de una vida mejor para todos bajo el sol inclemente de los poblados menos atendidos por el sistema, sin televisión, sin cinematógrafos, sin carreteras pavimentadas, sin refrigeración, sin toca cd’s ni cuentas presupuestales que manejar a su antojo.

Ni modo: “Aquí nos tocó vivir”, dice Cristina Pacheco.

“En Sonora”, agregamos nosotros, con un orgullo que nos atraviesa el pecho como la aguja a la mariposa del coleccionista.

Y como nos tocó vivir en Sonora, lo más probable es que si buscamos en nuestro entorno inmediato, seguramente encontraremos no a uno sino a una buena cantidad de individuos que, como buenos émulos de Goebbels, al sólo embrujo de la palabra cultura le cortarían cartucho no sólo a su Browning: también a su rifle de asalto AK-47, mejor conocido como “Cuerno de chivo”, que se ha vuelto parte de nuestro paisaje local, como las botas, el sombrero y la Tecate en la mano, helada-helada (como debe ser).

Lo peor del asunto es que muchos adictos a esos metafóricos “Cuernos de chivos” son funcionarios de instituciones culturales que han sentado sus reales detrás de mullidos escritorios y de una placa sin brillo donde aparece su nombre grabado con letras de molde, grandotas y groseras, como para que todos sepamos quién manda en esa oficina.

Así también está ordenado nuestro caótico mundo regional, sin imaginaciones, sin imaginerías.

Ese es el caldo de cultivo donde muchas personas se levantan cada día con la íntima esperanza de colaborar a que el mundo sea cada vez menos hostil y un poco más humanizado.

Que creen en la paz y en sus principios fundamentales: el diálogo, la concordia, la cultura…

Personas como ustedes (y como yo, si me lo permiten), que contribuyen a preservar los rasgos culturales de los colectivos humanos que los sociólogos antes y ahora los antropólogos llaman sociedades.

Aquí nos tocó vivir. Ni modo. En las buenas y las malas. En las altas y las bajas. En tiempo de aguas risueñas y en sequías espantosas.

Y vivimos pese a todo: sonamos, mal que bien, y soñamos, bien que mal.

Con nuestros cuerpos sudorosos hemos reflejado, entre el espejo del agua de ayer y la lámina del cemento de hoy, la luz maravillosa de los mediodías calcinantes, cientos de años después de que nuestros ancestros, con la esperanza infatigable puesta en el atardecer de cada día, fundaran ciudades mitológicas que aún perduran a pesar del vendaval de los tiempos, del neoliberalismo, de la globalización y del Tratado de Libre Comercio de América del Norte: Oposura, Óputo, Cucurpe, Caborca, Arizpe…

Sin saberlo, nuestros anónimos ancestros tejieron esas relaciones sociales objetivas y especializadas en la generación, preservación y difusión de representaciones de la realidad, de su entorno, de sus señales al futuro, de todas las sendas que nos heredaron insospechadamente, y que —en el marco de una organización que garantiza su sobrevivencia y reproducción— se instala en la acción de pensar y representar el mundo que se habita en el momento mismo en que se respira, fenómeno social que hemos definido con el simple sustantivo de “Cultura”.

Y es que la cultura, más allá de las definiciones fáciles, es una estructura que debe entenderse como un sistema de posiciones, de fuerzas y, simultáneamente, como un espacio de lucha por la preservación o transformación de esa estructura, como punto central de toda la dinámica social.

Pero no fue con teorías como nuestros ancestros dejaron sus señales de vida en La Pintada. No fue con discursos como moldearon la cerámica en Trincheras, ni con retórica aprendieron a vestirse con cuero para que los matorrales de los días y las espinas de los cactus no los hirieran.

Fueron mil años de observar las costumbres de los animales para aprender sus movimientos y reproducirlos en la Danza del Venado; de recorrer el curso de los ríos para asentar sus esperanzas recién sedentarizadas junto a las aguas; de contar los días de las fases de la luna y la ubicación de la estrella Polar para prepararse contra el invierno.

Y en el ínterin, aprendieron a vivir en sociedad, a marcar su territorio con la paz de la guerra cuerpo a cuerpo, a tejer cestas, a pintarse la cara, a momificarse con los minerales de las cuevas para enviar al futuro el mensaje de algunos rasgos culturales que marcaban su cotidianidad, presentes como el sol y la lluvia, y sencillos como el vuelo de las aves y el correr del jabalí.

Todo el universo silvestre estaba al alcance de la mano, mientras los dioses caminaban al lado de nuestros ancestros y recogían piedras para levantar los nichos de una paganidad más inocente que maliciosa, más ingenua que corrupta, más orgánica que visceral.

Pero la historia, salvaguarda de todo lo que deriva del sello comercial de los imperios, nos ha mostrado una y otra vez en el discurso de los vencedores que el paraíso es una franquicia de viejo cuño, y que dios también tiene copy right como la Virgen de Guadalupe.

Los licenciatarios no suelen perdonar el derecho de peaje; por el contrario: han hecho todo lo humanamente posible por arrasar naciones, imponer lenguajes y trastocar costumbres en favor de los beneficios comerciales que las instituciones divinas, regenteadas por los hombres, le han endosado como cheques en blanco.

En ese arrebato literal que cerebralmente organizaron los trashumantes de la búsqueda enfermiza de riquezas ajenas, se pusieron e impusieron los cimientos de todas las sociedades contemporáneas: desde las orientales fastuosas y las eróticas griegas y romanas, hasta el Irak derruido por las bombas inteligentes de una coalición virtual con el signo de la muerte por petróleo en la frente.

En la cebolla de la historia de la humanidad, se han encontrado capas notables donde por periodos determinados los colectivos humanos desarrollaron avances tecnológicos inimaginables hasta que fueron barridos por las hordas del pasado, que sentaron sobre las ruinas, antes esplendorosas, la miseria y la desesperanza.

Mientras, al mismo tiempo, en otras latitudes geográficas, se edificaban construcciones faraónicas que aún hoy desconciertan a los expertos.

Una capa asombrosa sobre otra vacía encima de una deslumbrante: la cebolla de la humanidad.

Así, en esta tierra de sahuaros gigantescos, camino alucinado hacia el mítico El Dorado, los dioses cobrizos vestidos con taparrabos se hicieron uno solo, y extraños individuos lo colocaron en un cielo inalcanzable.

Atrás quedaron los cientos de años picando la piedra de lo que hoy denominamos cultura regional: desde el primer hombre que cruzó el valle y el desierto sonorense hasta Natalio Bencomo; desde el náufrago Álvar Núñez Cabeza de Vaca hasta Sergio Rascón; desde el colonizador Juan Bautista de Anza hasta Alonso Vidal; desde el Padre Eusebio Francisco Kino hasta Juan Antonio Ruibal…

Desde la leyenda de Lola Casanova hasta Norma Alicia Pimienta; desde la fundación de la Universidad de Sonora hasta el teatro bar hilarante; desde Alicia Muñoz Romero hasta Doña María y sus coyotas; desde los bailes en el Club Verde hasta los aguajes y los tables dance de la modernidad…

La cultura sonorense con todos los pelos y señales de vida.

“Cultura”. Esa palabra que oprimía el ni tan oculto botón de la indignación en Goebbels.

“Cultura”. Eso que definimos de manera general e irresponsable en unas cuantas palabras: “Es todo lo que el hombre hace”, como si fuera el jarrito maravilloso donde todo cabe sabiéndolo teorizar.

No faltará quien venga a soplarnos al oído que cultura es el proceso de enriquecimiento, afirmación y difusión de los valores de nuestra identidad nacional, y la participación libre de los individuos y de los grupos en el disfrute de los conocimientos. ¿Y cómo decirle que no?

“Cultura es el modo de vida de un pueblo, integrado por sus costumbres, tradiciones, normas y expresiones artísticas. Estos poseen una carga significativa que refleja una percepción y una visión de mundo específica, pues la vivencia y por ende la realidad ante la que se está presente es distinta para cada grupo social”, nos dirán los intelectuales que pierden su tiempo tomando café en el Sanborn’s una tarde sí y la otra también.

Y, en consecuencia, cada concepto de cultura tiene su propia política cultural, que en resumen es el ambiente Windows donde las sociedades construyen su propio devenir cada día.

Así, una política cultural que se asuma seria y responsable, profunda y trascendente, habrá de partir del rescate de las raíces de una colectividad determinada, porque la creación, disfrute y preservación de los bienes artísticos y culturales es elemento esencial de una vida digna para todos.

Más aún: el desarrollo cultural es un factor imprescindible de nuestro progreso político, económico y social…

Estos son los principios que orientan una acción eficaz y participativa, con el fin de alentar la creatividad de la población y ampliar las oportunidades de acceso de los diversos actores de la sociedad al goce y la recreación de la cultura, en toda su amplia gama de manifestaciones, desde las económicas y sociales, hasta las meramente artísticas, pasando por el deporte, la seguridad pública, el desarrollo sustentable y la infraestructura urbana, entre otras muchas.

En esa amplitud magnífica, desde la antigüedad clásica, y aún antes, se pensó que habría que construir los límites para establecer un Estado de Derecho, las mojoneras jurídicas en la que gobernantes y gobernados convivieran bajo las mismas reglas, sin ventajas abusivas, manteniendo el equilibrio de la equidad como pieza fundamental para la convivencia social.

Y así surgen los códigos que constituyen individualmente las naciones para tejer los diferentes hilos de la sociedad, y las leyes que emanan para encausar individualmente la vida común de los ciudadanos en torno a un mismo objetivo: el fortalecimiento nacional en un marco de Derecho para sustentar con bases legales al Estado.

En esa estructura estamos inmersos todos. Vamos y venimos por los diferentes caminos que el sistema nos traza en ocasiones con malicia, a veces con transparencia, casi nunca con los elementos de un amplio beneficio cultural, entendido como el todo que nos hace y nos deja hacer de la vida una herramienta para dejar nuestra huella como signo de presente para el futuro.

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