Trova y algo más...

viernes, 26 de marzo de 2010

La imaginación todo lo puede...

No hay nada que un escritor no pueda hacer en su imaginación: puede construir universos, dar vida, arrebatarla, cruzar los pasos de hombres y mujeres, recrear situaciones increíbles y generar emociones comunes basadas en sentimientos universales. Pero nada de esto nos serviría a quienes venimos de otros campos agrícolas si los literatos no escriben la obra y nos la ofrecen generosamente. Así de simple.

Ese acto maravilloso de despojarse del egoísmo recalcitrante es lo que diferencia a los escritores de la mayoría de los seres que transitamos los caminos de la vida buscando respuestas a preguntas que ni siquiera hemos imaginado. Porque un escritor, a fin de cuentas, es la obra que ha escrito, la que los demás han leído, gustado, odiado; es decir, un escritor sin obra no es nada… como yo comprenderé.

No es regla común, sin embargo, los escritores suelen convertirse en personajes de su propia cotidianidad: van y vienen como las olas y se encuentran donde quiera que exista un buen motivo y una tarde de junio, por más cálida que ésta se presente. Los escritores van y vienen. A veces suben por las corrientes tumultuosas como salmones. A veces nadan río abajo con más facilidad que obra. Pero están ahí, que es lo importante. Y casi siempre terminan maltratados por el tiempo. Y algunos vencen y nos ofrecen sus libros luminosos para ahogarnos en ellos en una felicidad casi mágica, casi perversa, casi divina, casi obscena…

Todos sabemos que el mundo de los libros es necesario para alimentar nuestro ser espiritual: con los libros le damos forma a nuestras ideas y color a los sentimientos; con los libros alcanzamos estaturas insospechadas y llegamos a las más bajas profundidades de las pasiones humanas; con los libros volvemos a ser niños en la aventura formidable de tantos cuentos que alguna vez leímos y que ahora nos toca releerle a nuestros hijos.

Acaso esa sea la mayor contribución de este repetido esfuerzo individual que inicia en alguna parte escondida del corazón: transmitirle a los niños la pasión por los libros y la lectura, la secreta esperanza de un mundo cada vez mejor basado en toda la sabiduría disponible en los libros. Pero no lo haremos solos: es imposible que unos cuantos individuos se echen a cuestas la pesada tarea de prodigar el amor por los libros, por la lectura, por el cuidado mismo que se requiere para tomar el libro entre las manos, abrirlo y dejar que el universo se reacomode cada vez que un niño lee un poema o echa a andar sus pasos por los pasajes de nuestra historia nacional o imagine el mundo que le tocará compartir dentro de treinta o cuarenta años.

En el mundo globalizado que vivimos hay muchísimas asignaturas pendientes en el orden de lo social y lo económico, y nuestro país es prueba de ello. Sabemos que con hambre o injusticia no hay libro que valga. Pero también tenemos claro que ese no es pretexto para no hacer nada a favor del libro y del fomento de la práctica de la lectura, porque justamente en ese contexto, marcado por la internacionalización en todos los ámbitos de la vida, es necesario promover el reconocimiento y orgullo por lo propio, que es también nuestro aporte al mundo.

Y qué mejor que dejar nuestra huella como nación en los libros, porque el libro es una plaza abierta, la llave que abre todas las puertas de la maravilla; es el medio de identificación de un sujeto con una idea, con el pensamiento, con la imagen; es un cerebro que habla, un alma que perdona. Los libros son perspectivas diferentes de la vida o variaciones del mundo en el que estamos inmersos. Son obras que provienen de mentes creadoras que nos permiten compartir parte de su ser. Y si lo destruimos, el libro es un corazón que llora.

Aunque en la actualidad existen formas novedosas de acercarse a la literatura, escuchar o ver historias en lugar de leerlas, habremos de coincidir en que no hay nada que se compare con el gusto de leer lo que uno quiere y dar vuelta a la página en el momento en que se desea. Tampoco hay nada que se iguale al ejercicio mental de imaginarse lo descrito en un libro, porque de esa forma, cada cual tiene su propia y única versión de lo que está leyendo.

Se ha hablado mucho del fomento de la lectura, pero con actos aislados no podemos crear hábitos de bienestar social para México. Sabemos que un país que no lee, no sabe escribir ni pensar; luego entonces, el daño que le está construyendo a su propia gente es infinito e irreversible. Inculcar el hábito por la lectura no es tarea fácil: si bien el gusto por los libros es un proceso profundamente individual, es innegable de que influye en él el hecho de que en la casa haya libros, y que éstos sean leídos por los padres para que los niños y los jóvenes se contagien de ese entusiasmo. La lectura es una experiencia individual, pero en la medida que el lector individual interactúe con otros lectores, el hábito se va consolidando. Y así los escritores cobran vida, al menos, porque cobrar cheques por esos libros es un sueño guajiro.

Debemos poner énfasis en que el gusto por la lectura habría de iniciar en la niñez: si alguien comienza a leer a los 18 o 20 años ya tiene una enorme desventaja, pues no padeció los temblores, mmmm, y los goces de ir creciendo con esos enigmas, esas sorpresas, la maravilla de la fascinación de un párrafo leído con la imaginación a todo galope.

Existe el lamento generalizado de que los jóvenes no leen. Habría que ver que también existe una alta cifra de adultos que no practican la lectura, y tan lamentable es lo uno como lo otro. Porque de los 2,280 títulos diarios que aparecen en el mundo, potencialmente existiría al menos un lector para cada libro, y que alguien no tenga la oportunidad de leer un libro es una tragedia porque puede estar perdiendo la oportunidad de adquirir una nueva y mejor visión del mundo. ¿Acaso no dijo Publio “El Viejo” que no hay libro, por malo que sea, que no contenga algo aprovechable?

Es una suerte que dispongamos de libros suficientes que, leídos en voz alta o baja, se conservan.

No temamos a la aparición de nuevas tecnologías que en apariencia vendrán a restarle campo a los libros y a la lectura.

Cuentan que cuando a Quintiliano, el primer gran profesor romano de la retórica, le mostraron un libro, se echó a llorar y dijo compungido: Ya se ha acabado la literatura, porque, al pasar de una página a otra, a él le daba la impresión de que se quebrantaba, por un segundo, la hilazón del relato, pues estaba acostumbrado al rollo que iba desplegándose sin interrupción alguna.

Para algunos podría resultar igual de traumático este salto de soporte, de técnica, como las computadoras y todo lo que de ellas se ha desprendido. Contrariamente a lo que se pensaba, el Internet ha venido a significar una recaptura del proceso de leer. Muchas personas que de por sí no leerían, ahora lo hacen de manera compulsiva. Así, las nuevas tecnologías y el libro pueden ser complementarios, y de alguna manera esto ha significado un incremento en la práctica de la lectura.

Las computadoras no obstaculizan el camino del libro, pues de cualquier modo el alejamiento de él ya existía. Lo peor que podemos hacer es creer que las nuevas tecnologías son nocivas para la práctica de la lectura y el desarrollo de la creatividad, porque nos negaríamos entonces a la posibilidad de que pueden resultar atractivas e impulsen un verdadero proceso de creación.

No perdamos de vista el verdadero punto de atención que es el libro y la lectura, y no repetir los errores del pasado: En un rápido repaso a la historia veremos que en la Europa de los siglos XII y XIII, posterior a la invasión de los godos, se había perdido la riqueza literaria y la amplia alfabetización que habían caracterizado a la época clásica. Los griegos pensaban que un disminuido era alguien que no sabía ni leer ni nadar, y en la Europa medieval los disminuidos eran sencillamente los analfabetos. Hoy el término está ya muy lejos de la carga de desprecio que los griegos le aplicaron. Sin embargo todavía hay quien, a pesar de saber leer, no se acerca a los libros aunque en ellos esté la fórmula de la felicidad.

Por eso yo defiendo el indescriptible placer que ofrece la lectura de un buen texto por sobre la mecánica supuesta de una posmodernidad que obliga a leer cada vez menos en función de diseños que reducen el campo textual y privilegian la inmediatez en cinco párrafos: de alguna manera es quemarle las naves al analfabetismo electrónico para producir una nueva generación de seres disfuncionales que sólo utilizarán 2,500 caracteres para definir su vida. Y si esto fuera verdad absoluta, de entrada no existirían los escritores, ésos que todo pueden hacer con la imaginación, inclusive dibujar una pasión desnuda en la oscuridad de los recuerdos…

--

--