Éramos muchos los niños
que jugábamos en la calle del barrio
las tardes felices del otoño,
los fines de semana de las almas,
aquellos sábados grandiosos de fines de septiembre,
mientras los ojos maternos nos veían desde lejos
y los últimos remolinos del verano
levantaban el polvo y la ceniza de los días
como cadáveres del sueño,
y pasaban zigzagueando entre nosotros
para arañarnos el rostro
con sus garras de melancolía.
Los perros ladraban desde los huecos de la tarde
mientras los ancianos como flores marchitas,
fantasmas que levitaban a pasos lentos,
sumidos en su nostálgico silencio
—más viejos que todas las arrugas,
que todas las lágrimas no lloradas,
que todos los secretos acumulados en silencio
para tratar de engañar a la muerte—,
nos veían correr detrás de nada
sentados en sus mecedoras tristes
en el portal antiguo de sus casas,
con la madera deshecha por las termitas
que socavaban trozo a trozo los secretos de su siglo.
A lo lejos, un carro pasaba trabajosamente
perifoneando la llegada de algún circo pobre y ceniciento,
sin leones, sin elefantes, sin enanos,
sólo alambristas somnolientos y extraviados
—con las mallas remendadas setenta veces,
con parches grises y manchados
que disfrazaban los agujeros de la esperanza—
y un grupo de payasos tristes que desfilaba taciturno
con la mirada desgastada sobre la tierra de las calles,
añorando París, Estambul, San Petesburgo:
lugares que enhebraron en sus extravíos nocturnos,
en sus sueños más etílicos y solitarios
para ir a ganar fama y fortuna,
latitudes que nunca encontraron en el mapa de sus días
porque el tren de los últimos alientos
siempre partió sin ellos...
Había algo flotando en el ambiente taciturno
que nos decía que la felicidad era un jirón grisáceo de las tardes
mientras el otoño pisaba tímidamente
las calles de tierra dura con nombres de caudillos enmohecidos
por el olvido glorioso de la historia nacional
en aquel rincón quebradizo del mundo,
donde los niños que fuimos corríamos como insectos
detrás de una pelota de trapo y de ilusiones
en un tiempo cuadrado y amarillo en el que la guerra no existía
ni los muertos cotidianos tirados en los arroyos cotidianos
de la desesperanza...
Al dar la vuelta al calendario
cincuenta años después,
me asomo por la ventana de la nostalgia
hacia aquellas calles de aquel barrio
de una ciudad que ya no existe,
y veo con espanto que ya quedamos muy pocos niños:
muchos se han ido para siempre
a enhebrar las veredas de la muerte,
entrampados bajo una lápida hendida por la nostalgia,
mientras aquí,
cada vez menos insectos del otoño
—a la usanza de aquellos antiguos payasos tristes—,
nos quedamos añorando París, Estambul, San Petesburgo,
Macedonia, Alejandría, Timbuctú:
todos esos rincones que nos moldearon los sueños
con sus rostros, aromas y sabores,
latitudes que nunca encontramos en el mapa de los días
porque el tren de las últimas pasiones
siempre partió sin nosotros...
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