Trova y algo más...

domingo, 7 de noviembre de 2010

Los niños que fuimos...

Éramos muchos los niños

que jugábamos en la calle del barrio

las tardes felices del otoño,

los fines de semana de las almas,

aquellos sábados grandiosos de fines de septiembre,

mientras los ojos maternos nos veían desde lejos

y los últimos remolinos del verano

levantaban el polvo y la ceniza de los días

como cadáveres del sueño,

y pasaban zigzagueando entre nosotros

para arañarnos el rostro

con sus garras de melancolía.

Los perros ladraban desde los huecos de la tarde

mientras los ancianos como flores marchitas,

fantasmas que levitaban a pasos lentos,

sumidos en su nostálgico silencio

—más viejos que todas las arrugas,

que todas las lágrimas no lloradas,

que todos los secretos acumulados en silencio

para tratar de engañar a la muerte—,

nos veían correr detrás de nada

sentados en sus mecedoras tristes

en el portal antiguo de sus casas,

con la madera deshecha por las termitas

que socavaban trozo a trozo los secretos de su siglo.

A lo lejos, un carro pasaba trabajosamente

perifoneando la llegada de algún circo pobre y ceniciento,

sin leones, sin elefantes, sin enanos,

sólo alambristas somnolientos y extraviados

—con las mallas remendadas setenta veces,

con parches grises y manchados

que disfrazaban los agujeros de la esperanza—

y un grupo de payasos tristes que desfilaba taciturno

con la mirada desgastada sobre la tierra de las calles,

añorando París, Estambul, San Petesburgo:

lugares que enhebraron en sus extravíos nocturnos,

en sus sueños más etílicos y solitarios

para ir a ganar fama y fortuna,

latitudes que nunca encontraron en el mapa de sus días

porque el tren de los últimos alientos

siempre partió sin ellos...

Había algo flotando en el ambiente taciturno

que nos decía que la felicidad era un jirón grisáceo de las tardes

mientras el otoño pisaba tímidamente

las calles de tierra dura con nombres de caudillos enmohecidos

por el olvido glorioso de la historia nacional

en aquel rincón quebradizo del mundo,

donde los niños que fuimos corríamos como insectos

detrás de una pelota de trapo y de ilusiones

en un tiempo cuadrado y amarillo en el que la guerra no existía

ni los muertos cotidianos tirados en los arroyos cotidianos

de la desesperanza...

Al dar la vuelta al calendario

cincuenta años después,

me asomo por la ventana de la nostalgia

hacia aquellas calles de aquel barrio

de una ciudad que ya no existe,

y veo con espanto que ya quedamos muy pocos niños:

muchos se han ido para siempre

a enhebrar las veredas de la muerte,

entrampados bajo una lápida hendida por la nostalgia,

mientras aquí,

cada vez menos insectos del otoño

—a la usanza de aquellos antiguos payasos tristes—,

nos quedamos añorando París, Estambul, San Petesburgo,

Macedonia, Alejandría, Timbuctú:

todos esos rincones que nos moldearon los sueños

con sus rostros, aromas y sabores,

latitudes que nunca encontramos en el mapa de los días

porque el tren de las últimas pasiones

siempre partió sin nosotros...

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