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Leí este rollito demagógico en la prensa de ayer: “En México 47 de cada 100 jóvenes nunca se han acercado a la literatura, sólo leen libros relacionados con la escuela y periódicos, por lo que el secretario de Educación Pública, Alonso Lujambio, entregó los primeros paquetes de un total de 14 mil libros que se van a distribuir en las bibliotecas de bachilletaro. El funcionario aseguró que sólo "la lectura nos sacará de la barbarie", al citar al escritor Ignacio Solares, y explicó que la dependencia a su cargo fomentará, en los próximos meses, la lectura entres los mexicanos, lo cual es imprescindible para elevar la calidad de la educación de nuestro país”, y como que me dio risa la ingenuidad del Lujambio de marras, que en gel, vaselina y estulticia no se queda atrás de Peña Nieto.
Y es que para que se vaya enterando el tipo Lujambio, que sabe de educación lo que Elba Ester sabe de física cuántica, ni el amor por la lectura ni el gusto por la literatura entran por decreto.
Como sea, me acordé de aquellos viejos años de la infancia, cuando yo tendría siete años y cursaba el segundo grado de primaria en la escuela Centro Escolar Talamante, cuando la profesora Blanca Barreras, que era una matrona enorme que gustaba de jalarnos las patillas y azotarnos las nalgas con un metro de madera mientras nos preguntaba la tabla de seis, nos habló de los libros y de la gente que los escribe. Lujambio todavía no nacía y ni hacía falta: justo como ahora.
El mundo ha cambiado enormidades. Y han de saber ustedes que entonces no existía eso del trauma infantil y que nunca habíamos escuchado las mágicas palabras “Derechos Humanos” para poder esgrimir razones civiles y políticas, y así evitar los rounds pedagógicos de los maestros de aquellos tiempos. Además, yo vivía en Navojoa, y en aquella región del sur del estado el mundo se creó como tres mil años después del descubrimiento de América, aunque parezca una exageración, así que la modernidad en todos sus aspectos tardó un poquito más en llegar. Ni modo.
“Los libros, como ustedes saben, son esos objetos rectangulares mayormente de papel con pastas de cartón que tienen escritas infinidad de letras y algunos hasta traen dibujos pintados afuera y adentro, y para saber lo que nos quieren decir, tiene uno que leerlos: eso es lo malo”, dijo la profesora Blanca con una autoridad editorial que ya quisieran los dueños de la Librería de Cristal… y los regentes de la SEP, ciertamente.
Nosotros le creímos palabra por palabra porque no era cosa de arriesgarse a recibir un reglazo gratuitamente por contradecir a la profe. No, señor. Por el contrario: todos nos quedamos como extasiados por lo que nos acababa de decir, pusimos en los ojos una expresión de agradecimiento, y en el rostro el semblante de “Mi mamá me mima” y de “Ese oso si se asea”, y la profesora Blanca pasó a otro tema para no empantanar nuestra niñez en asuntos librescos que después tendríamos oportunidad de profundizar, pues ya nos esperaba el tema de los ríos de México.
En la imaginación del niño que fui hace como 45 años, atemorizado por la voz de trueno de aquella profesora de segundo de primaria, a quien ahora recuerdo con ternura, se formó una imagen equivocada de los escritores: “Mínimamente —pensaba yo—, los que escriben libros han de vivir en un país lejano, tal vez al otro lado del mar, si no es que vienen de otro planeta”. Recuerden que yo estaba en segundo año y no me perdía ni un episodio de la serie de televisión “Mi marciano favorito”.
Con el tiempo, digamos que cuando estaba en la preparatoria, la razón llegó a mí y me convencí de que los escritores son seres muy inteligentes, que han leído mucho, que se pasan todo el día metidos en un estudio pensando, fumando, tomando café y escribiendo asuntos que nada tienen que ver con la cotidianidad. Llegué a creer que los autores de libros, inclusive, hablaban tres o cuatro idiomas, que siempre traían una pipa en los labios y que todas las mujeres se enamoraban de ellos con esa locura que nace de la vista y del embeleso, lo cual en la realidad no pasa si uno no tiene unos cuantos millones en el banco o el carisma y las nalgas de Cristiano Ronaldo, que no es cosa fácil.
Y así pasaron los años: siempre con la idea de que los escritores eran magníficos navegantes, con largas melenas rubias y que eran intrépidos buscadores de peligros, y que podían luchar y vencer al mismo tiempo a un león, dos cocodrilos, un monstruo de gila y a una pandilla de apaches sólo con la mano izquierda y la otra amarrada a la espalda.
Esos eran los escritores que me imaginé desde aquella mañana en que la profesora Blanca nos habló de los libros y de la gente que los escribe... hasta que empecé a escribir y a publicar libros: porque, como ustedes verán, yo soy lo más alejado de aquellos intrépidos buscadores de peligro. Y de la rubia y larga melena mejor ni hablamos.
Con respecto a los libros, siempre me ha inquietado que me pregunten: ¿Para qué publicar libros o revistas? Bueno, los libros facilitan la socialización del conocimiento, que antes de que Gutenberg estableciera la imprenta, estaba a disposición de ciertos aristócratas y algunos clérigos. Los libros eran objetos de un valor incalculable y, dependiendo del amanuense y del ilustrador, cada libro era una joya sin par, de ahí que en las bibliotecas de las grandes abadías, los libros estuviesen sujetos a los muros por gruesas cadenas.
En verdad que ¡cómo han cambiado los tiempos!: Ahora lo que hay que sujetar con gruesas cadenas en las bibliotecas es a los usuarios para que no se vayan antes de terminar de consultar los libros. Y es que a pocos muchachos (de ayer y de hoy) les han enseñado que los libros son la llave maestra que nos abre la posibilidad de acercarnos las especialidades que tal vez nunca podremos alcanzar, ya sea por falta de tiempo o dinero o interés. Es decir, los libros nos ofrecen la posibilidad de ser cultos. Y, lo siento mucho, Lujambio no será quien enderece el futuro torcido de nuestro país. Mjú.
Porque (¿quién puede discutirlo?) somos más libres e inteligentes después de leer cosas libres e inteligentes: quien ha leído “El Quijote” tiene una perspectiva diferente del mundo que aquel que sólo ha tenido en sus mano revistas como “Alarma!”, “Mujer, casos de la vida real” o “Eres”, sin haber optado por —además— buena literatura. Pretextos sobran para no leer “El Quijote”, pero hay una verdad irrefutable: prácticamente se encuentra en todas las librerías y bibliotecas de la república.
En verdad que a pocos muchachos les han enseñado que el libro es un compendio de la inteligencia, el sentimiento, la diversión: es la suma de todas y cada una de las actividades humanas. En resumen, el libro es una invitación al regocijo.
Quizá por ello dicen los expertos que la literatura en general y la poesía en particular nació con el hombre mismo, que se fue haciendo una herramienta básica en la expresión de la voz interior de los seres y que ha llenado, incluso hoy, el espacio que las máquinas, la computadora y la internet no han podido ni llegarán jamás a llenar porque está hecha de ese barro simple e intangible que son los sentimientos: el amor, el odio, el deseo, los sueños, los dolores, las pasiones, el hambre y la sed de mujeres por hombres y viceversa.
Como práctica social, la literatura es uno de los registros de la memoria que construye el imaginario colectivo; es decir, es una pieza importante en el rescate y preservación de cada uno de los episodios que van conformando la vida, ya sea de lo particular a lo general, o al revés.
Y si vemos bien, pues, la literatura no es un proceso aislado, sino que se va nutriendo de las vivencias del escritor, que sentado debajo de una piocha griega en la antigüedad clásica, o metido en el rincón más oscuro y callado de una posmoderna cantina, se sumerge en la realidad, toma trozos de ella y la recrea sobre el papel para deleite y/o angustia de sus presentes o futuros lectores. Y tiene una función social: es parte del registro de nuestra memoria social, nos abre la posibilidad de entender mejor los fenómenos que vivimos y que nos han hecho seres sensibles, pensantes y propositivos: en una palabra, inteligentes. Y por eso mismo, las palabras de Lujambio, que lo menos que quiere es que la gente piense, no son más que simple retórica demagógica…
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