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martes, 6 de julio de 2010

Siempre ha de haber gente pa’ todo…

Las elecciones de ayer han dejado el rostro de México de un color más rojo que verde y blanco: anticipa, por desgracia, la visión de un regreso del priismo a la presidencia de la República, la joya de la corona que perdiera el año 2,000, después de más de siete décadas de dictadura, y que han llorado como Magdalenas, pero sin retirarse demasiado del crucificado en turno.

Somos más de cien millones de mexicanos, pero a no más del 30% de la población total le interesan los procesos electorales y los resultados consecuentes. Es mentira que México sufre o goza con tal o cual partido en el poder, sea municipal, estatal o federal: la enorme mayoría sigue sumida en una lucha cotidiana por la sobrevivencia y no tiene tiempo qué perder en pasiones políticas, tendencias irreversibles o las encuestas de salida. No lee periódicos y sólo se asoma a los informativos a enterarse de los resultados deportivos o de la vida y obra de los personajes menores de la farándula local.

Pero, como dice Serrat: “siempre ha de haber gente pa’ todo”. Y las elecciones de ayer no son la excepción: hay quienes siguen brincando de felicidad porque el PRI se llevó casi todas lo que estaba en juego; hay, sin embargo, quienes ven estos resultado como un sino funesto. Dice Héctor Aguilar Camín, por ejemplo, que la democracia es sorpresiva, se defiende bien de los veredictos previos. Las alianzas “contra natura” del PAN y el PRD contra el PRI han triunfado, más allá de lo esperado, en las elecciones de ayer. Han ganado al PRI las gubernaturas claves de Oaxaca y Puebla, y han acercado al punto de empate las elecciones de Sinaloa.

La jornada, que se esperaba hace unos meses como un paseo para el PRI, han sido un desafío para ese partido, cuyo regreso al primer lugar electoral sigue vigente, pero en un contexto competido que parecía remoto. El PRI ha ganado al PAN las elecciones de Aguascalientes y Tlaxcala, y ha conservado el poder, con amplitud inusitada, en el estado clave de Veracruz, y en tres de las entidades más violentas del país —Tamaulipas, Chihuahua y Durango— como si los votantes eximieran de responsabilidad en esa violencia a los gobiernos locales.

Las 14 elecciones estatales de ayer (12 de ellas de gobernadores) han sido todo menos unas elecciones a salvo de la interferencia de los gobiernos y el traslado ilegal de recursos públicos a los candidatos. Han sido, entre otras cosas, un forcejeo de los gobiernos estatales del PRI con el gobierno federal por inclinar las elecciones a favor de sus candidatos.

No hay estado donde no se hayan escuchado quejas de un comportamiento parcial del gobierno federal. No hay tampoco estado donde no sea evidente la conducta parcial de los gobiernos locales, poniendo en las campañas de sus candidatos recursos y decisiones contrarios a la más elemental equidad política.

Que no haya más un solo partido en el poder equilibra el fondo de la batalla, pero el desvío de fondos públicos y el uso de las decisiones gubernamentales para favorecer a uno u otro candidato, son conductas que permanecen intactas. Se dirá que al menos hay fuerzas y recursos empatados entre lo que acarrean los gobiernos estatales para sus candidatos y lo que acarrean para los suyos las decisiones de la federación y sus gobiernos aliados. Sí, salvo que es un empate que se da fuera de la ley y no construye confianza democrática, sino inconformidad o cinismo.

La falta de garantías induce y legitima la protesta, impide el hecho democrático por excelencia que es aceptar la propia derrota. La protesta postelectoral añadirá al paisaje de un país sacudido por la violencia el de un país que ha perdido calidad en sus procesos democráticos. Por eso, independientemente de sus ganadores individuales, las elecciones de ayer pueden ser una derrota colectiva.

Por su parte, Ricardo Alemán señala que la verdad es que el PRI aplastó ayer. Se llevó un triunfo zapato. ¿Por qué sostenemos que el PRI se llevó un triunfo zapato en la primera elección concurrente? Porque en los estados donde no habría ganado de manera directa, con sus candidatos propios —nueve en total—, ganaron sus colonias sembradas en el PAN y el PRD.

¿De dónde provienen, hasta hace muy poco tiempo, los candidatos Gabino Cué, Rafael Moreno Valle, y Mario López Valdez? La respuesta la saben todos, del PRI. Más aún, en el caso de Oaxaca —que pudiera ser el único triunfo opositor—, Gabino Cué es el heredero del poderoso grupo político del ex gobernador y ex secretario de Gobernación, del PRI, Diódoro Carrasco, quien mudó al PAN para arrebatarle el poder a Ulises Ruiz.

¿Ante esta realidad, quién garantiza que Gabino Cué, Rafael Moreno o Mario López van a gobernar con los principios y la doctrina del PAN o del PRD? La respuesta también la saben todos. Nadie garantiza que pudieran ser gobiernos azules o amarillos. Y para quienes lo duden, basta recordar las alianzas que echaron al PRI en Chiapas, y Yucatán, en donde los gobernantes surgidos del binomio azul y amarillo resultaron peor que los viejos priístas.

Por encima de todo, creo que la pregunta fundamental sobre lo que hemos atestiguado (que presupondría que el retorno del Partido Revolucionario Institucional está cantado, anunciado, avisado y pronosticado, pues como se vislumbraba, las alianzas entre “espurios” y “legítimos” lograron cosechar algunos votos de más en Puebla y Oaxaca, pero el “carro completo” tricolor fue la realidad electoral que ensalzaron los noticieros de Televisa y Tv Azteca) es ¿Para qué quiere regresar el PRI a Los Pinos? Los propios priistas subrayan que a demostrar que ellos si saben gobernar… y negociar con la delincuencia organizada, porque de otra manera no se puede explicar cómo podrían resolver el problema de la ingobernabilidad del país, situación que en gran medida se gestó en las administraciones federales priistas, por cierto.

Dicen los expertos en el estudio de la cochambre electoral que, así como Vicente Fox utilizó todos los recursos a su alcance para impedir el triunfo de López Obrador, la prioridad absoluta de Felipe Calderón sería también cerrarle el paso al PRI para que no retorne a Los Pinos. No quiere ser el presidente, justamente, que le abrió la puerta a un priista para que se apoltrone otra vez en La Silla.

Esta pretensión, en sí misma —y de ser del calibre que suponen esos analistas— no es sostenible en ningún régimen democrático. Se entiende, desde luego, que el deseo de mantenerse en el poder es consustancial al quehacer político. Pero ningún partido puede aspirar, legítimamente, a perpetuarse en un gobierno (dicen los defensores del regreso priista, olvidando que de no haber sido por el “accidente Fox”, el PRI llevara más de 80 años en el poder). Es decir, el actual primer mandatario a lo mejor no quiere pasar a la historia como el encargado directo de trasmitirle el mando el PRI pero nadie, en sus cinco sentidos, puede imaginar una realidad nacional en la que, tarde o temprano, el presidente panista no tenga que cederle el cargo, por disposición directa de los votantes, a un sucesor del PRI, del PRD o del color que sea.

De cualquier manera, ¿cuántos años pensaba conservar el PAN la presidencia de la República? ¿Dieciocho, veinticuatro, treinta y seis?

Los vocingleros del PRI aseguran que el retorno de este partido político es perfectamente explicable: los mexicanos están cansados, ni más ni menos, de los gobiernos panistas. En otros países se hartan de los socialdemócratas o de los socialistas o de los democratacristianos o de los ecologistas o de los liberales, etcétera. Bueno, pues aquí le ha tocado el turno al PAN de la misma manera como, por ejemplo, en Zacatecas ya no quieren que los gobierne el PRD. Tan simple y tan sencillo como eso, señalan. O sea, que no hay que buscar razones truculentas ni escenarios tremebundos para explicar la nueva alternancia por más que el país se encuentre, de todas formas, en una situación difícil. Pero estas voces olvidan a los ciudadanos que habitan en entidades gobernadas por el PRI, que viven en situaciones iguales y peores que los que sobreviven en estados gobernados por otros partidos.

¿Será que hasta aquí llegó el experimento de la alternancia democrática a la mexicana y el país volverá a estar bajo el mando de una camarilla tricolor, o los electores volverán su mirada a una izquierda bocabajeada por los mismos izquierdistas? Nadie lo sabe. Es cierto que los priistas llevan diez años de feroz y machacón oposicionismo exhibiendo, en todo momento, sus mismos principios de doctrina y su discurso de siempre. Y, sobre todo, no les ha sido necesario cambiar ni mucho menos reinventarse para mantener en un puño futbolero a los ciudadanos con la bandera de que “por lo menos sabían gobernar”.

¿Eso basta para asegurar la llegada de Enrique Peña Nieto a la presidencia de la República?

Esperemos que no, por el bien de México y de los mexicanos que no queremos más ingobernabilidad estúpida vestida de azul ni mafias soberbias con zarapes tricolores ni torpezas caníbales manchadas de amarillo…

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