Trova y algo más...

sábado, 8 de agosto de 2009

No hay dolor que no duela...

Esa es una historia que puede sucederle a cualquiera, pero más a los que aparecemos en el directorio telefónico, porque los que tienen mucha lana no hacen públicos ni su número ni su dirección: ¡Simples!
Digamos que usted, álgido lector, es fanático de Medias Rojas de Boston, y que ayer vio el juego contra los Yankees, acompañado del compadre que nunca se raja, para que el regional pasatiempo de tomar cheve viendo el beisbol no le resultara tan solitario.
Sería en la parte baja del quinto episodio cuando empezó a sentir que su brazo derecho se le adormilaba y que de repente sintió un agudo dolor en el pecho.
Seguro que usted le achacó el padecimiento a la fatigosa tarea de empinarse el vaso de cerveza durante los largos episodios del partido.
Pero he aquí que durante toda la noche el dolor se acentuó, al grado tal de que dejó usted de pensar que era la cruda y que en verdad sí estaba enfermo.
Al filo de las doce de la noche, sin aguantar más, se arrancó al Hospital Chávez, y después de esperar más de dos horas frente a la ventanilla de urgencias, le toca que lo atienda un médico con aspecto del Schrek, quien después de las preguntas de rigor (A ver, mi estimado, ¿dónde le duele? ¿cómo le duele? ¿a qué le atribuye el dolor?) concluye que es usted "cardiópata" (es decir: con patas en forma de cardo... ¡No!, perdón: que padece del corazón), y le recomendó que no se estresara (¡en pleno periodo postelectoral!), que no comiera grasa (¡en plena época vacacional!) y que le fuera bajando al consumo del alcohol (¡como si no se necesitara echarse unos tragos para dejar pasar los días)...
En otras palabras: le leyeron la cartilla de la salud de a fuerzas para que no se dé de alta en el otro barrio.
Ahora imaginemos que cualquier día como a las dos y media —que es la hora que usted acostumbra salir de la oficina, aunque en su contrato esté bien claro que sale a las tres de la tarde— se percata de que su vehículo no está estacionado donde lo dejó como a las nueve —aunque en el mismo contrato diga que usted entra a las ocho de la mañana—...
Lo primero que usted piensa, como pensó (es un decir) la Cecy: "¡Ya me robaron el carro!".
Bueno, siendo usted cardiópata, lo más probable es que ahí mismo le pegue un infarto de esos masivos que le dejan a uno el corazón como aldea de Afganistán después del bombardeo asesino de los hijos de Bush.
Casi puedo verlo ahí tirado, sobre la banqueta, con las patitas en un incontrolable estertor, como si estuviera bailando el Pávido-Návido, diciéndole adiós a toda la imaginaria parentela y haciendo un repaso de todas las tropelías que cometió en su sindicalizada y particular vida.
Lo bueno del asunto es que en realidad no le habían robado el carro.
Lo malo de esto es que nadie le avisó a usted que "solamente" se lo había secuestrado una grúa municipal.
Y bueno, ya que aterrizamos en el tema, sólo quedan dos preguntas dos que hacer:
Una: ¿Está obligada la autoridad municipal a avisarle al dueño del vehículo que su auto ha sido diligentemente arrastrado hacia el corralón?;
Dos: ¿Quién responde por su muerte: Usted mismo, el H. Ayuntamiento o el troglodita que maneja la grúa? (recordemos que nadie le avisó que el municipio le secuestró su auto)...
A'i le dejo esas preguntas de tarea (y no soy maestro barco, que conste).
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