Trova y algo más...

lunes, 21 de junio de 2010

En el silencio de mi padre…

Y, bueno, ayer fue día del padre, según el calendario del más comercial antiguo Galván.

Y, quiera uno que no, pues ahí fuimos a echarle un abrazo a don Salvador, don Salvatore, al Toto, pues, de un Cine Paradiso tan presente como si fuera este mismo instante en el que lo estoy viendo y reviviendo como el nostálgico empedernido que soy, que simpre he sido. Y lo siento mucho, diría el Papatzul Mercado. Nomás…

Y dígome a mí mismo myself que cada vez que pienso en la ancianidad lo hago con temor, pero con el temor de no llegar a ella. A diferencia de numerosas personas con las que he platicado sobre el tema, a mí no me aterra la idea de envejecer, más bien me agrada pensar en la etapa última de mi vida, imaginándola como un gran final que no me gustaría perderme por nada del mundo. Sé que mucha gente no comparte mi punto de vista. Casi puedo escuchar sus argumentos resaltando lo negativo de la vejez. Pero así es el asunto.

Como lo he dicho antes y de seguro lo diré hasta el hartazgo, yo veo a mi padre, a mi papá, a mi viejo, mi querido viejo, o como usted le diga o lo recuerdo, estimado lector, y el temor se me quita pronto.

Mi padre es un individuo callado y serio, trabajador desde niño (lo que lo invalida para ser diputado local, al menos de la presente legislatura), austero, bonachón, madrugador, con un aire de solitario que lo hace parecerse a la neblina de las mañanas invernales, buen amigo de sus amigos, introspectivo y resuelto, fanático de Pablo Milanés y de José Luis Perales, seguidor del Atlante y del Morelia, cinéfilo de televisión, fumador eventual de habanos, bebedor ocasional de brandy y, con sus más de setenta años encima, tejedor de esperanzas para sus hijos y nietos.

Como él, también soy seguidor de Perales, y con éste me embriago en las letras y cadencias de aquella melodía dedicada precisamente a esa figura, y que el hispano en acción titulara “A mi padre”, para más señales, y que alguna fuera nuestro caballito de batalla una serenata de hace como mil años en Navojoa, y que terminamos en casa del Lico Bacaricia con un llanto cada vez más amanecido:

“Tiene el andar cansado y a sus espaldas setenta y tantos años de esperanza. Tiene una casa, verdugo de sus manos y sus espaldas.

Cuando amanece el día camina y canta buscando de la tierra en las entrañas el pan caliente, milagro que realiza cada mañana.

Es aprendiz de todo, maestro en nada, es poeta a su modo, le gusta el alba, y entre sus manos (y entre sus manos) florecen a escondidas algunas llagas.

Tiene cansado el cuerpo, cansada el alma, tiene un interrogante sobre su cara; tiene un camino (tiene un camino), le gusta ser amigo de sus amigos.

Quiso cambiar su vida, dejar la aldea mas no pasó de ser una quimera (una quimera), que se quedó dormida entre la tierra.

Tiene cansado el cuerpo, cansada el alma, luce sobre su pecho camisa blanca, con su mirada (con su mirada), me dice que la vida no vale nada…”

Yo fui ayer a buscarlo y encontrarlo no solo en la figura cansada y encorvada de mil años, sino en los acentos y ademanes y palabras y gestos de toda la generosa aldea que somos (como si acabáramos de nacer, como si tuviéramos tres mil años años) y lo encontré multiplicado en la mirada lenta y el horizonte cada vez más cercano, como si mañana mismo con solo extender la mano pudiera alcanzarlo y entonces decir que ya cumplió todas las metas, que ya alcanzó sus objetivos en la vida, que ya nada queda por hacer… que a vida ya no tiene ningún misterio y que tal vez es hora de embarcar hacia ese otro lado del mar al que no pueden llegar los vivos…

Y digo para mí mismo que cada vez que veo a mi padre, mi infancia se me abalanza como uno de aquellos tres tristes tigres y lame de mi mano trozos maravillosos de nostalgia para armar (por supuesto, Armando) todo ese entramado invisible de los días que viví y que, gracias a la magia maravillosa del cariño de Araceli y la triple A de mi alma, continúo viviendo en las orillas de aquella casa de la Apolo donde siguen palpitando algunos corazones que llenan el mío.

Veo a mi padre, y siento cómo un niño descalzo y en pantalones cortos se sube por las varillas de mi alma, se prende de las ramas de aquel viejo árbol que de seguro se habrá secado ya, y juguetea a la sombra de un hombre que entre sus prolongadas ausencias acostumbraba llevarnos al Río Mayo a pasar los domingos a chapotear en el agua del recuerdo que se ha quedado entrampada en el remoto recodo del pasado, mientras él no nos perdía de vista desde la fosforescente lona amarilla que ponía sobre la hierba de la rivera del río.

Muchos años después, en el silencio de mi padre escucho los miles de gritos que encendieron nuestros nombres en el atardecer de la infancia en un baldío infestado de quelites silvestres que hacían una fiesta vegetal vestida de verde que te quiero verde lorquiano. Y veo a mi madre con cuarenta años menos, preparando un pastel en la calidez tierna de un cuarto grosero disfrazado de cocina.

Ahí estaba mi madre y mi padre entonces, igual que ahora, sumidos en sus propias esperanzas, enhebrando los sueños en seis chamacos horribles y con los pelos hirsutos parados y en ¡firmes!, niños que en lo más sofocante de sus pesadillas les gritaban a papá y a mamá para poder dormir en la cama de la felicidad.

En la oscuridad, velando el sueño grisáceo de aquellos cochinitos de la ternura, mi madre y mi padre susurraban cosas que nada más ellos sabían. Lo demás se quedaba en la duermevela. De pronto, mi infancia da un brinco de casi cincuenta años al futuro, y aunque algo me oprime la garganta, un hilillo de voz sale de lo profundo de mi alma para decir así nomás, sin literatura ni nada: “Feliz día tuyo, papá”. Tarde pero seguro.

Y sí, feliz día, papá, hoy y siempre, donde quiera que los días te lleven cuando el sueño te alcanza, cuando la máquina de diálisis zumba lenta en lo más oscuro de la medianoche como augurando un amanecer incierto, como el más inimaginable amanecer de los sueños, cuando el cuerpo se resiste a despertar, a abrir los ojos por temor a encontrarse en una oscuridad que ya no tiene regreso, en un silencio que llena todos los espacios, en un zumbido que de tanto y tan fuerte ya no se escucha, en una muerte que no tiene boleto de regreso…

Sí, feliz día, papá, porque te conocí plenamente y supe de tus alegrías y tus dolores, de tus angustias y tus desencantos, de tus lejanías y tus amores, del peso inevitable de heredar un apellido que no tiene gloria ni fortuna, ni blasones ni brillantez, ni futuro ni esperanza; y supe de tu dolor que querer ser algún día un conquistador de nuevos territorios y nuevas latitudes en las que imponer los blasones propios y los de una estirpe desconocida que con el tiempo se empezaría a deshilar de los vientres inacabados de las mujeres familiares que vinieron a darle brillo a unos varones lentos y sin destino que llegaron a ser lo que fueron y lo que son gracias a las voces indoblegables de sus compañeras…

Sí, feliz día, papá, porque has llegado a ser leyenda y luz y brillo en medio de una estirpe oscura que te siguió los pasos sin saber que detrás de cada recodo del tiempo dejaste un trozo de tu alma simple y sencilla para multiplicarte a un futuro que llegó así, como llegan todas las maravillas, sin buscarlo ni invocarlo, sin tenerlo en cuenta, sin saber que el futuro podría ser parte de todos y de nadie, sin siquiera imaginar que en ese futuro, en ese hoy, estamos germinando nuestro propio presente y futuro todos aquellos que llevamos tu apellido doloroso y gentil, maravilloso y simple, tierno y mortal, como esa palabra que emerge sin la zeta inicial y la a final, que es el origen y el destino de toda la humanidad…

Felicidades, papá…

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