México es una zona de grandes cataclismos naturales. La recorre una red de fracturas geológicas digamos que pequeñas proveniente de grandes fallas sísmicas que cada cierto tiempo derriba ciudades y sepulta poblaciones enteras. No hace mucho tuvimos una experiencia muy cercana.
Los pesimistas se han planteado durante años, lustros y décadas que también existe una “falla moral”. El terremoto que ahora sacude a la región es de otro tipo. El escándalo de la corrupción estremece las profundas raíces de nuestra idiosincrasia, incluyendo a la iglesia y las instituciones sociales, entre ellas, el poder gubernamental.
En México todavía se acusa, sobre todo en época de elecciones, a ciertos funcionarios del gobierno anterior, incluido al ex presidente Fox y a su señora esposa, de recibir o adjudicar comisiones por facilitar buenos negocios a inversionistas nacionales y extranjeros. Inclusive, se ha admitido una querella criminal para comenzar la investigación al respecto, aunque todavía nada ha sido probado en los tribunales.
Sucede algo aún más penoso: Aparentemente, una buena parte de los parlamentarios, especialmente de la oposición minoritaria, recibió sobornos copiosos de empresas que buscaban la aprobación de cierta legislación favorable: Se recuerda, por supuesto, el caso del Verde Ecologista y su influencia en el sector salud, que beneficiaba directamente al llamado doctor Simmy, hermano del líder espiritual de los verdes. Y aunque hubo diputados honorables que no aceptaron ser comprados, el número de los corruptos, se afirma, supera con creces al de los honrados.
Inclusive hoy mismo sobrevivimos un presente y un presidente sin muchas agarraderas morales. El ejemplo lo llevamos a diario en el lomo.
Veamos: Lo prometió desde el 2005, cuando lo cilindrearon para que fuera presidente de México, y se agarró de esa banderita pendeja hasta que nos apendejó: "Eliminar la tenencia". Pero no fue la única promesa que se pasó por el arco del triunfo. Hubo otras que igualmente no cumplió: quizá la más grave fue aquello de que sería el "presidente del empleo": millones de desempleados dan fe de ello. Y lo de las manos limpias hoy se ha convertido en la antítesis de su práctica gubernamental en un país en el que mueren ciudadano a diario ("ciudadanos", sí, aunque sean delincuentes, aunque sean individuos trabajadores, aunque sea una mezcla de ambas naturalezas: la sangre que mancha las manos de este individuo obseso y obsesionado por una lucha que se convirtió en cruzada es de personas, no de animales demagógicos y futboleros)...
Ayer, precisamente, en una medida claramente electorera ante la debacle de su partido en los procesos de este y los siguientes fines de semana, y con vistas hacia un 2012 más gris que el prestigio que se ha ganado a toda ley, el Felipe Calderón firmó un decreto para que quienes compren un auto nuevo con un valor de hasta 250 mil pesos no paguen la tenencia, impuesto que se eliminará gradualmente, y llegará a su desaparición el 31 de diciembre de 2011. O sea, en términos absolutos, el Felipe se hizo pato durante su sexenio ¿de gobierno? y no eliminó un impuesto creado como una medida temporal en 1962 por presidente priista Gustavo Díaz Ordaz para financiar los Juegos Olímpicos de 1968, pero una vez pasada la justa deportiva no fue derogado por los subsecuentes presidentes emanados tanto del PRI como del PAN.
Hasta ese punto, lamentablemente, no hay ninguna sorpresa. Se sabe que América Latina y África son zonas del planeta especialmente podridas. En un informe de Transparencia Internacional, una ONG alemana que vigila, mide y denuncia la corrupción gubernamental en todo el planeta, establece una escala del 0 al 10, en la que el número inferior indica la mayor corrupción y el más alto la mayor honradez en el manejo de los recursos públicos. De acuerdo con la metodología y la escala seguidas por ellos, el ecuador de la corrupción pasa por la cifra de 5.5, en donde sitúan a Italia. Por encima de esa cifra los niveles de corrupción son “aceptables”. Por debajo, desacreditan el sistema democrático hasta poner en peligro las instituciones.
A juzgar por estas tablas de aquel informe, Finlandia, con 9.9, tiene el gobierno más honrado del mundo, y Bangladesh, con 0.4, el más corrupto. Entre los latinoamericanos, sólo Chile, con 7.5 se sitúa en el pelotón de vanguardia de los países más honestos, por delante de naciones como Alemania, Francia, España o Bélgica.
Uruguay, con 5.1 es, tras Chile, el segundo país mejor administrado de América Latina. Le sigue Costa Rica, con 4.5. México asoma apenas con un 3.5. Por la otra punta, el país más corrupto de América Latina es Bolivia con 2.0, y detrás se sitúa Ecuador en nivel de desvergüenza con 2.3. Dentro de Centroamérica, Nicaragua comparece con 2.4, Honduras 2.7 y Guatemala 2.9. Panamá sube a 3.7.
Naturalmente, casi siempre se puede establecer una clara relación entre honradez y prosperidad, pero esta historia va dirigida hacia otra señal más delicada. Todavía hay algo peor que la corrupción: La impunidad. Gente deshonesta hay en todas partes. Negocios turbios se hacen, desgraciadamente, en todas las latitudes. La diferencia radica en la reacción de la sociedad cuando se descubren estas pequeñas o grandes infamias.
En México, como en muchos países latinoamericanos, algunas de las personas acusadas de corrupción se amparan en la inmunidad parlamentaria para ponerse fuera del alcance de los tribunales, y el cuerpo legislativo en pleno, o una mayoría suficiente, participa en la conspiración para proteger a los presuntos delincuentes inscritos en su seno.
Eso es peor que robar. Eso es decirle al pueblo que quienes fueron elegidos para hacer reglas equitativas y para respetar y hacer respetar la Constitución, utilizan sus cargos para violar las leyes sin que puedan ser castigados por sus felonías. ¿Cómo pedirles lealtad al sistema democrático a unas sociedades indefensas en las que la clase dirigente comete esta clase de incalificables atropellos? ¿Cómo dotar de conciencia cívica a unos niños que crecen contemplando este tipo de conducta hamponesca?
Uno se sorprendería al saber que la transparencia y la rendición de cuentas no es una feliz ocurrencia de un diario local y su grupo de editorialistas, sino un movimiento internacional que se funda en cuestiones estrictamente económicas tendientes a conocer con mayor certeza qué países son, de acuerdo a los informes internos y a las auditorías externas, sujetos a préstamos por las grandes corporaciones dedicadas a anidar durante cierto tiempo capitales golondrinos para fortalecer los sistemas y obtener ganancias inimaginables. Eso me han contado, ciertamente.
Pero cuando creía que la inmunidad parlamentaria era el último refugio de la búsqueda de impunidad, ha surgido la opción de los embates de conspiraciones desestabilizadoras organizadas por los medios de comunicación en su búsqueda de beneficios particulares enmarcados en el libre mercado de las noticias y sus efectos. Así, las denuncias sobre presuntos manejos corruptos de los recursos públicos, audios, videos y demás propaganda negra que cíclicamente aparece en la prensa, obedecen más a burdas maniobras para ejercer presiones obscenas que en la búsqueda del beneficio social al divulgar noticias objetivas, con o sin el nuevo sabor que tanto se menciona en el mercado municipal de la información.
Las grandes fallas morales de la corrupción no sólo son privativas de los gobiernos o a los empresarios insaciables coludidos con los grupos de poder, también tiene que ver con la mayoría de los medios de comunicación en México y su lamentable manejo de la información con fines nada higiénicos. Y si vivimos en la era de la globalización, convendría también globalizar los castigos para que los delitos no queden impunes. Porque si a Transparencia Internacional le preocupa la moral de los gobiernos, convendría que también se asomara a los generadores y a los transmisores de las noticias y les pusiera un límite basado en la objetividad.
Y esto incluye a los partidos políticos que descalifican sistemáticamente cualquier propuesta que no surja de sus militantes. Esa es también una forma de fortalecer la democracia. Y aquí no se vale que se haga de manera gradual... ¿para qué...?
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