Trova y algo más...

miércoles, 2 de junio de 2010

Quince años es nada…

Pasada la angustia —a mi parecer sin tanta razón, ya que el evento está enmarcado en los presupuestos de las institucionales culturales locales y algunos bares que esperan los clientes cautivos, y que en su incapacidad por lograr una reunión de escritores de tal magnitud y presencia, prefieren reinventar la realidad regional con personajes venidos del otro lado del mar— hoy se inaugura en esta ciudad que todavía huele a impunidad de muchos colores, la XV edición del Encuentro Hispanoamericano de Literatura “Horas de Junio”, que homenajeará a la periodista y escritora Elena Poniatowska, entre otros escritores de talla no menor, pero de menor peso, lo que resulta un contrasentido.

¿Por qué darle tanta importancia a un encuentro de escritores?, preguntarán no pocos funcionarios llegados recientemente a sus enormes escritorios, mientras hacen un mohín con sus narices metrosexuales, le dan vuelta a las páginas de sociales de los diarios y escuchan el último compacto de Thalía y del Potrillo Fernández.

Pues yo creo que porque los escritores son los únicos artistas que nos pueden revelar hacia dónde vamos, que nos hacen viajar sin movernos un centímetro de nuestro asiento y que nos dibujan escenarios que pueden interpretarse de mil formas —y todas válidas— dependiendo de nuestra capacidad y de la circunstancia que estemos atravesando en el momento. Y, además, todo ello en forma de libro: la herramienta más práctica del sentimiento y la sabiduría juntos.

Bien se ha dicho que no hay nada que un escritor no pueda hacer en su imaginación: puede construir universos, dar vida, arrebatarla, cruzar los pasos de hombres y mujeres, recrear situaciones increíbles y generar emociones comunes basadas en sentimientos universales. Pero nada de esto nos serviría si los literatos no escriben la obra y nos la ofrecen generosamente. Así de simple. Y nos la pueden ofrecer precisamente en escenarios como “Horas de Junio”.

Ese acto maravilloso de despojarse del egoísmo recalcitrante, que campea en otras disciplinas del conocimiento, para entregarnos el fruto de sus noches en vela, de las horas solitarias, de la lucha interna entre la realidad callejera y la que bulle en su interior, es lo que diferencia a los escritores de la mayoría de los seres que transitamos los caminos de la vida buscando respuestas a preguntas que ni siquiera nos hemos atrevido a imaginar. Y bienvenida sea esa generosidad.

Se dice que un escritor es, a fin de cuentas, la obra que ha escrito, la que hemos leído, gustado u odiado, sentido como propia o que hemos rechazado en la ajenitud del disgusto, pero nunca en la indiferencia. Y finalmente eso es lo que deja la marca del escritor en nuestra propia historia personal, esa capacidad del artista de tocarnos con su obra y hacernos reflexionar a veces, meditar en la inmortalidad de las especies, incluida la humana; descubrir que hay formas diferentes de ver al mundo, y comprobar que la realidad tiene tantas interpretaciones como seres que habitamos el mundo.

La coincidencia universal sigue siendo el libro, la voz del escritor: ese poema que nos arrebata la respiración porque no sabemos qué seguirá en la siguiente línea; ese cuento que nos lleva de la mano por los callejones del misterio para develarnos la sorpresa a la vuelta de la página; esa novela que mantiene a los personajes agazapados detrás de la hierba crecida de los tropos literarios, y que en el momento menos pensado se abalanzarán sobre nosotros.

Y tantas otras manifestaciones literarias que el sólo imaginarlas ya nos produce un cierto desencanto porque tenemos que reconocer que nos faltará tiempo, siempre nos faltará tiempo, para intentar siquiera un acercamiento a los tantos libros que navegan por nuestras vidas, al alcance de la mano, pero tan lejos de las capacidades humanas porque sabemos que nunca podremos leer todos esos libros. La vida es finita, la literatura no: tan simple como eso.

No es regla común. Sin embargo, los escritores suelen convertirse en personajes de su propia cotidianidad: van y vienen como las olas y se encuentran donde quiera que exista un buen motivo y una tarde y una noche de junio —como este mes que apenas inicia y como este día que se abre a la lectura—, más propicia para la charla de amigos que para la disección académica.

Quizá por ello, por esa naturaleza de abstracción aparente que envuelve a los escritores, es que suelen encontrar con facilidad las rutas invisibles que otros escritores han trazado, como petroglifos en pleno siglo XXI, para encontrarse una y otra vez en los escenarios que la literatura ha dispuesto para unos cuantos elegidos, y para que éstos —a su vez— nos iluminen con sus voces de papel y su mirada en letras grandes y redondas, como los sueños que nos inspiran los buenos libros.

Los escritores van y vienen como va y viene el mes de junio cada año. A veces suben por las corrientes tumultuosas de la nostalgia como salmones. A veces nadan melancolía abajo con más facilidad que obra. Pero están ahí, que es lo importante. Y terminan maltratados por el tiempo porque no viven en torres de marfil, sino que pueblan las calles con toda su carga de agonías. Algunos, como el Fortino Sicairos, regresarán sólo en espíritu, pero regresarán.

Y al final, los escritores vuelven casi siempre a donde mismo: a los viejos hábitos de compartir con sus pares y con los neófitos tiernos toda su pasión por las letras, por los retruécanos de la realidad, por el sonido simple de las metáforas que se descorchan a medianoche.

Digamos que todos los escritores se dan cuenta, algún día lejano, que tienen la posibilidad de recrear los personajes que tomaban de la realidad, y es cuando el mundo les creció a veces de manera ruidosa, a veces en silencio, permitiéndoles tomar los elementos fantásticos de la literatura para amasar con ellos la arcilla simple de los versos que muchos años después los siguen dejando manifestar mis temores a la oscuridad y a los fantasmas de la soledad, o para dejar en claro los sueños y pasiones, o para marcar los territorios culturales en el vecindario de la vida. Y luego lo escriben y luego lo comparten con nosotros. Qué fácil, ¿no?

Según confesara una vez un escritor: “La literatura me ha permitido sentarme al borde de la historia para escuchar detenidamente los sonidos que han rodado cuesta abajo por los límites del tiempo desde hace ya más de mil años, un monstruo en expansión que ha subido montañas con nieves sin edad, bajado a los valles habitados por individuos taciturnos y llegado a las playas cuyas arenas son el eco de voces misteriosas, sefarditas, moriscas, después de atravesar un océano devorador de carabelas y tripulaciones enfermas de escorbuto”, y obviamente que aquello fue fascinante, aunque no entendimos algunas de sus palabras. Digamos que eso fue pecata minuta.

Se dicen tantas cosas de los literatos, pero al fin de cuentas tenemos que reconocer que un escritor sin obra no es nada, lo que es realmente lastimoso, pero más lastimoso resulta un escritor con obra no difundida, desconocida para la diversidad fantasmal que somos el universo de los lectores.

Por ello resulta doblemente satisfactorio testificar la realización de eventos como este XV Encuentro Hispanoamericano de Escritores "Horas de Junio", porque es una reunión de amigos —a la mejor por eso no me invitaron… ¡huleros!, je— y porque ofrece a los escritores la cada vez menos frecuente oportunidad de dar a conocer su obra para que sus propios pares, en principio, sean los multiplicadores de esa nueva semilla literaria. No hay que olvidar que, finalmente, un escritor es la suma de todos, y todos los escritores son la suma del universo.

No podemos dejar a los autores a solas con toda una obra esperándolo como isla en espera de su náufrago: debemos ir a él. Quizá no tan pródigos como la ocasión lo amerita, pero igualmente llenos de entusiasmo. Porque sabemos que la literatura es uno de los grandes placeres del mundo.

Y sobre todo ahora, cuando hay más estilistas en las peluquerías que en la literatura, debemos exigir lo imposible a los libros y a los escritores, porque el lector complaciente es uno de los cómplices del asesino de la literatura, pero el principal sospechoso lo es el autor complaciente, y sabemos que aquí no están los escritores que han hecho de la literatura una alfombra polvorienta para que todos la pisen, sino una capa luminosa para cubrirnos del sol durante estas literalmente calurosas horas de junio.

Bienvenido junio, y bienvenidas las “Horas de Junio”. Y a seguirle, que quince años es nada, ca’ón

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